Guerrilla divina
En el libro de conversaciones entre el escritor Haruki Murakami y el director de orquesta Seiji Ozawa (Música, sólo música, traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, Tusquets, Barcelona, 2020) se comentan los desacuerdos que tuvo el pianista Glenn Gould con diversos conductores. El más señalado fue el mantenido con Karajan a propósito del Tercer concierto de Beethoven, del cual existe una toma en vivo que tantos admiramos. También se conocen peloteras de Gould con Bernstein y Szell, lo cual marca conducta. Ozawa y Murakami señalan desajustes de velocidades en aquella grabación, minúsculos pero decisivos y que tantos aficionados como quien suscribe no hemos advertido.
El pianista canadiense tuvo algo de genial, es decir de fundador en el desierto, de dueño y señor de la tierra incógnita recién conquistada en el año cero de la historia. Sostuvo esta identidad de genio con talento y técnica, dejándonos un copioso legado de tomas más que memorables. A partir de todo esto, sus discusiones con los directores plantean un tema que podríamos considerar doctrinal: el vínculo jerárquico entre batuta y teclado. Si los contendientes son, por ejemplo, Gould y Karajan, dos divos, la guerrilla es divina, como de dos habitantes del Olimpo donde exhiben escrituras de propiedad sobre parcelas distintas.
Gould no era, dicho con crudeza, un animal sociable. No lo era consigo mismo, cuando juzgaba y derogaba versiones hechas por él y que enmendaba con los años, como las Variaciones Goldberg de Bach. No juzgo su sinceridad ni su histrionismo, tampoco rozo un tema más ancho y esencial: ¿puede un intérprete plantear diversas lecturas de una misma obra, todas igualmente legítimas y valiosas? La respuesta se relaciona con otro asunto gouldiano, su preferencia por los registros en estudio, sin público, lo cual señala su parco índice de sociabilidad. Bach, yo y un grabador. El mundo, que se las arregle.
La contienda es irresoluble. Si consideramos que el director es quien dirige, conforme a la ley de Pero Grullo, ha de ser él quien disponga de velocidades y volúmenes. Si es una obra concertante, el protagonista es el solista. Entonces: hay que seguirlo, sobre todo si esgrime razones de fisiología: dedos, voz, en definitiva: aliento. Así, Gould debe someterse a Karajan. O al revés: Karajan debe seguir a Gould. ¿Dónde queda Beethoven? En la eternidad, amordazado y maniatado.
Un inciso puede recordar la cantidad de ejemplos de lo contrario, grandes nombres que actuaron de modo conciliatorio. Walter con Serkin y Francescatti, Toscanini con Horowitz (aquí cabe agregar: entre suegro y yerno), el propio Karajan con Callas y Tebaldi (nunca en la misma ópera).
También podríamos llegar a una salida política, la negociación que sirviese para persuadir o transar. Ni tan lento ni tan rápido, ni tan forte ni tan piano. Pero ¿cuándo se ha visto negociar a un dios? Hegel ya definió la tragedia como el choque de dos legitimidades divinas, igualmente legítimas e incompatibles. Subrayo: tragedia.
Blas Matamoro