GRANADA / Swensen y la OCG: Una Patética que hace honor a su nombre
Granada. Auditorio Manuel de Falla. 10-V-2024. Roman Rabinovich, piano. Orquesta Ciudad de Granada. Joseph Swensen, director. Obras de Prokofiev y Chaikovski.
El décimo concierto de abono de la OCG estuvo compuesto por dos grandes obras del repertorio sinfónico ruso, si bien con poca relación entre sí: el Concierto para piano nº 3 en do menor op. 26 de Prokofiev, y la Sinfonía nº 6 en Si menor, op. 74 “Patética” de Chaikovski.
El concierto tuvo como solista al joven Roman Rabinovich quien, desde el principio, mostró un notable aplomo en la ejecución, con un ligereza en el fraseo y la digitación que sorprendían por su aparente falta de esfuerzo; un intérprete sin aspavientos ni aparatosidad —lo que a veces, es cierto, podía llegar a confundirse con cierta falta de intención que, sin embargo, lo era de énfasis—, brillante y eficaz en un concierto rítmicamente complejo y a veces ingrato en su complejidad desnuda de todo brillo superficial, al que el pianista aportó una gran claridad expositiva y una profunda brillantez, sobre todo en el segundo movimiento, el tema con variaciones, donde supo dar a cada una de ellas su color característico, siempre acompañado con solvencia por una orquesta que a veces, sobre todo en el primer movimiento, parecía estar al límite desde el punto de vista rítmico, pero que logró momentos de una gran intensidad y belleza tímbrica, como el tema pseudo lírico del finale, que remeda, no sin ironía, el clímax de los grandes conciertos románticos.
El solista, ante la cálida ovación del público, interpretó, generoso tras el esfuerzo, dos propinas: el Preludio op. 23 nº 5 de Rachmaninov, con indudable fuerza y entusiasmo pero quizá sin toda la precisión requerida; y —la anunció y recibió el inevitable aplauso extramusical— la Soirée dans Grenade de Debussy, en una versión, por contraste, preciosa, sutil y delicadísima.
En la segunda parte, desde los primeros compases de la sinfonía, se intuyó que íbamos a estar ante una interpretación honda y emocionante, fuera de lo ordinario, sin que ello implicara ninguna excentricidad: tan solo un profundo compromiso con la obra y una expresividad directa, sincera, quizá la que requiere esta sinfonía en particular, exenta de toda distancia o ironía. Los compases iniciales sonaron tensos, sombríos —implacable el fagot—, en un pianissimo muy logrado, obligando al público al silencio y la escucha. Swensen, completamente dueño de la situación, con una batuta inhabitual que parecía haberle prestado Valery Gergiev (apenas un palillo de dientes), desplegó su repertorio gestual al uso, felizmente conocido por el público de Granada: extrañamente monótono —pero muy eficaz—, brazos paralelos arriba y abajo en el despliegue del movimiento primero, donde el agónico desarrollo se desató con una furia que llegó a emparentarlo en su violencia, casi más expresionista que romántica, con el Prokofiev inicial. Luego, en el resto de movimientos, vinieron sus habituales gestos melifluos y sus bailes, muy apropiados para el pseudo vals del segundo movimiento, que quedó elegantísimo y evocador. Pero, sobre todo, resultó notable el despliegue de virtuosismo de la orquesta en el tercer movimiento, que, si bien suele considerarse de transición, aquí se expuso en todo su brillante interés como el falso finale que es, con un equilibrio impresionante entre la impresión de un tutti orquestal complejo y las notas particulares de color que aportan de vez en cuando las mínimas intervenciones casi solistas, sobre todo de las maderas. El público aplaudió al final, como era casi inevitable. ¡Pero es que estuve a punto de aplaudir yo! Por último, el adagio lamentoso resultó, por contraste (como debe ser), sobrecogedor y terrible: más bien rápido, tenso, desolado, transmitió una emoción genuina, carente de todo artificio, donde director y orquesta se entregaron al sentimiento que la música demanda. Fue toda una experiencia recordar por qué esta música, tantas veces escuchada y que corre el riesgo de automatizarse, ocupa el lugar que ocupa en el repertorio de la música occidental. La sinfonía terminó como comenzaba: con las cuerdas graves, de nuevo tensas y sombrías desvaneciendo su vibración en el aire y con el público prendido de ellas hasta el punto de que se produjo ese raro milagro del silencio tras del final sin necesidad de una especial indicación por parte del director, antes de liberar la tensión en uno de los aplausos más prolongados de la temporada.
José Manuel Ruiz Martínez