GRANADA / Seong-Jin Cho, rapsódico y brillante en el Palacio de Carlos V
Granada. Palacio de Carlos V. 17-VII-2021. Seong-Jin Cho, piano. Obras de Schumann, Ravel y Chopin.
El concierto del joven pianista Seong-Jin Cho en el Palacio de Carlos V constituyó un genuino recital en la mejor tradición del género donde, a partir de una vaga premisa temática (el humor y la nocturnidad), este ofreció una serie de piezas que combinaban la dificultad técnica y la brillantez sin menoscabo de la poesía o la belleza. Piezas autosuficientes, rapsódicas, sucesivas donde, por usar términos retóricos, priman la inventio y la elocutio sobre la dispositio.
En la primera de ellas, la Humoreske en Si bemol op. 20 de Schumann, ya desde el comienzo, Seong-Jin Cho demostró su dominio de la, si se nos permite la metáfora, ‘dicción’ pianística, con el tema inicial pleno de nobleza. En los momentos líricos o meditativos, conseguía una elasticidad en el tempo que no llegaba al rubato pero que sí se resolvía en una capacidad de enunciación flexible, genuinamente romántica, que sabía contrastar con la precisión y la claridad de los momentos animados, hasta terminar con un elegante desgranarse de la coda.
En la segunda pieza, el Gaspard de la nuit de Ravel, fue donde Seong-Jin Cho desplegó todo su asombroso talento, como si se creciera en la dificultad: así en Ondine, en la miríada continua de notas sobre las que se sustenta el motivo principal (gotas de agua que acarician los sonoros rombos de cristal de una ventana iluminada por los taciturnos rayos de la luna, según reza el poema), y en su final, maravilloso, con el sonido como detenido de improviso. En Le Gibet (la horca), el intérprete, rígido en el taburete, como en trance, obsesivo, sin concesiones en el ostinato de la campana en pianissimo (“que tañe allá sobre el horizonte”, dice el poema) sobre el que se suceden todo tipo de inquietantes irregularidades que representan a los insectos que se van enseñoreando sobre el cuerpo del ahorcado; también la música se desvaneció de forma súbita. Por contraste, en Scarbo, Seong-Jin Cho parecía estar viendo de veras al duende al tratar de representarlo musicalmente —hasta dos veces llegó a alzarse del asiento—, y el derroche impecable de virtuosismo e inquietud se desplegó con toda la gestualidad que no había tenido hasta entonces, hasta que, por último, una vez más, la música, como el duende, de improviso fuese y no hubo nada salvo el asombro ante semejante interpretación.
Tras una pausa inexcusable (no pueden tocarse obras así sin solución de continuidad), Seong-Jin Cho interpretó los cuatro Scherzi de Chopin, donde terminó de desplegar su profundo dominio de los resortes del instrumento. Rápidos de tempo en general, en el primero tendió a no exagerar los contrastes (por ejemplo, entre las notas velocísimas del principio y su conclusión en un motivo lento y como inexorable); más scherzando el segundo, esta vez sí con contrastes y cambios de tempo más marcados, con un bonito rubato en la sección lírica central; ahí quedó además la delicadeza de fina lluvia de notas que acompaña el coral del tercero; o la noble nostalgia del canto central en el cuarto. Lo cierto daban ganas de aplaudir a la brillante conclusión de cada uno.
Terminó Seon-Jin Cho el recital con una propina quizá demasiado obvia: el Nocturno op. 9 nº 2 de Chopin, ejecutado con un fraseo impecable, pero quizá como quien tiene ya, lógicamente, ganas de marcharse, y reservando la guinda lírica para el trino final y que acabó, como no podía ser de otra forma, con el público puesto en pie.
José Manuel Ruiz Martínez
(Foto: Fermín Rodríguez)