GRANADA / El ‘Retablo’ de las maravillas inaugura el Festival de Granada
Granada. Palacio de Carlos V. 21-VI-2023. Alicia Amo, David Alegret, José Antonio López. Compañía Etcétera. Orquesta Ciudad de Granada. Dirección Musical: Aarón Zapico. Dirección escénica: Enrique Lanz. Obras de Telemann, Boismortier y Falla.
La inauguración propiamente dicha de la 72ª edición del Festival de Música y Danza de Granada ha estado este año muy vinculada a la propia esencia —e historia— del Festival, con la interpretación de El retablo de maese Pedro (de cuyo estreno se cumplen cien años, como nos recordaba el dosier conmemorativo de Scherzo que el Festival dejó en cada asiento para disfrute de los asistentes, con una sugestiva selección de artículos ad hoc sobre El retablo), y además en una puesta en escena que podemos considerar ya uno de los montajes históricos de la obra, a cargo de la compañía Etéctera de títeres, bajo la dirección de Enrique Lanz, a la sazón nieto de Hermenegildo Lanz, quien construyó los títeres para el estreno de la obra. Completaban la representación de la brevísima ópera de Falla una selección de piezas tomadas de sendas suites barrocas —que se constituía por tanto en una suite ensamblada ad hoc— relativas a Don Quijote: la Burlesque de Quichotte, obertura-suite en sol mayor, TWV 55.G10, de Telemann y Don Quichotte chez la Duchesse op 97, de Joseph Bodin Boismortier, que, desde el punto de vista programático además, implicaba una breve antología de alguno de los episodios fundamentales del Quijote.
La presencia de un escenario de considerable altura, con la orquesta dispuesta al frente y un telón proyectado, ya generaba una suerte de emoción anticipatoria de una de esas veladas espectaculares que tantas veces ha deparado este Festival. La decisión de interpretar el programa como un todo, sin solución de continuidad —en los últimos números de la suite el telón daba paso a otra proyección, esta vez en movimiento, de elementos de utilería relativos a los títeres mientras los cantantes ocupaban sus atriles— resultó interesante, pero también discutible, porque deslucía en parte una música muy sugestiva (dirigida por un Zapico siempre enérgico, preciso y entregado), y que parecía relegada a ser telonera (literalmente: siempre esperando que pasara algo tras el telón luminoso y omnipresente), una suerte de obertura muy larga, cuando tuvo momentos muy logrados, como Les soupirs amoreux après la Princesse Dulcinée, con las cuerdas suspirando levísimas, y además en general con esforzada percusión (magnífica Noelia Arco, tambor al cuello, y con la tambourine), y máquina de viento incluida, como no puede faltar en cualquier obra sobre don Quijote que se precie, aquí para los molinos, no para el vuelo de Clavileño —y que por cierto no terminó de integrarse en el conjunto, sonando más como un elemento ajeno y perturbador—. Quizá habría sido mejor separar la suite del retablo, oscureciendo el espacio escénico, interpretarla en un modo puro de concierto y hacer un intermedio.
Cuando, de repente, sin apenas pausa ni aplausos, comenzó la música de El retablo, la atmósfera cambió con el color orquestal característico de Falla, y la orquesta pareció encontrar su ser natural. La interpretación resultó magnífica: la OCG toca a Falla como respira, y Zapico supo poner la música al servicio de la escena con precisión, inteligencia y elegancia; de gran belleza y suspensión lírica, sin miedo a un tempo lento, los momentos de Melisendra, con unas intervenciones solistas notabilísimas, entre las que destacaron las del concertino, Peter Biely. Los cantantes también estuvieron magníficos. Cabe destacar a Alicia Amo como Trujamán, que realizó una genuina interpretación —en el sentido actoral— vocal, adaptando su emisión para convertirla en la voz de un niño algo redicho, e incluso arriesgando un leve ceceo, pero sin perder en general claridad ni dicción, lo que además resaltaba la belleza de su timbre por contraste cuando, de repente, cantaba con la voz de Melisendra. David Alegret como Maese Pedro y Jose Antonio López como Don Quijote —ora tonante, ora melancólico— redondearon un elenco impecable.
El momento central de la velada, y la culminación del espectáculo esperado se produjo cuando, junto con el comienzo de la música del Retablo, se alza por fin el telón. El asombro y la emoción son instantáneas: unas marionetas literalmente gigantes, grises como sombras, de un bello diseño a la manera del realismo socialista, que asisten a una representación de un teatrito de títeres, estos sí planos y coloridos, y de un estilo mezcla entre románico y cubista, paradójicamente nobles y cómicos a un tiempo, todo manejado por dieciséis titiriteros, los cables enormes a la vista. La inteligente conjunción de planos de realidad, la mise en abyme del espectáculo que se contempla y representa a sí mismo para que nosotros asistamos a él, alcanzó su clímax cuando don Quijote la emprende con el teatrito, lo rompe, y entonces vemos a los titiriteros que lo manejan a él («qué Dios detrás de Dios la trama empieza», que dijo Borges). Con todo, lo más asombroso es que el espectador, al mismo tiempo, suspende toda incredulidad y, sencillamente, se deja llevar por el espectáculo como un niño, y se ríe de los intentos lascivos del moro de besar a Melisendra, y se asombra de la cabalgada de Don Gayferos, para culminar en la emoción incontenible, subrayada magistralmente por la música de Falla, de un melancólico don Quijote que nos recuerda que ya no existen caballeros ni aventuras. Este es el poder sugestivo de la mímesis, que es de lo que trata justamente la obra de Cervantes, por el que Don Quijote perdió la cabeza, y a cuya magia tuvimos el privilegio de asistir en esta velada inaugural.
José Manuel Ruiz Martínez
(fotos: Fermín Rodríguez)