GRANADA / Eduardo Fernández y Scriabin, los colores de la música
Granada. Edificio El Cubo de CaixaBank. 24-VI-2021. 70º Festival Internacional de Música y Danza. Scriabin, 48 Preludios sinestésicos. Eduardo Fernández, piano.
Una gran y curiosa experiencia la que se ha vivido en el impresionante espacio, de miles de metros cúbicos, que determina esta gigantesca construcción de las afueras de Granada. El espectador oyente se siente empequeñecido en esa mole rellena de aire, de anchura y altura extraordinarias. En ese marco inmenso Eduardo Fernández se ha atado los machos y se ha lanzado a la gran aventura de tocar, y de memoria, los 48 Preludios sinestésicos de Scriabin.
“Yo os llamo a la vida, o fuerzas misteriosas/sumergidas en las oscuras profundidades del espíritu creador,/temerosos esbozos de la vida, /a vosotros os otorgo la audacia”. Son palabras del fantasioso compositor ruso, cuya música, concentrada, ígnea, cambiante, brilla, nos decía Bowers, “con la alta intensidad de una lámpara de vapor, como un glorioso resplandor hacia el éxtasis”. La música es chisporroteante y va de lo simétrico a lo asimétrico, en el curso de una permanente y atosigante vibración. Scriabin sentía sus pentagramas como fuera de sí mismo y era capaz de distanciarse de ellos.
Scriabin nació a la sombra de la herencia de Chopin y Liszt, envuelto más tarde en refinadas sonoridades de aroma impresionista y entregado por último a la búsqueda de un misticismo que hoy nos parece un tanto demodé, pero que en su momento fue un poderoso acicate para que, en cualquier caso, el compositor nos ofreciera unos pentagramas muchas veces enigmáticos, siempre alucinados e intensos. Sombríos soliloquios, ramalazos y fulgores de una sorprendente luminosidad, sugerentes y repetitivos desarrollos, con soluciones armónicas y planteamientos acórdicos de rara originalidad, van construyendo el extraño mundo de este visionario. Su música, cada vez más concentrada, la persecución del acorde místico otorgan una temperatura desusada a sus propuestas, en las que brilla un lenguaje que se mueve entre la ternura y la vigorosa expansión dramática.
A veces, el compositor establecía curiosas relaciones entre las notas y elementos naturales o sobrenaturales y otras encontraba, con inteligentes procedimientos cromáticos y empleo, si venía al caso, de intervalos elocuentes –trítono–, una dimensión demoníaca, algo que queda muy explcito en sus Sonatas. Hay también mucho de poético en las formulaciones de Scriabin, que se inspiró no pocas veces en escritos suyos o de su segunda mujer. Todo ello configura uno de los universos más sugerentes y excitantes de la literatura pianística que transcurre en las transición del XIX al XX. El músico supo concentrar magistralmente en sus composiciones –estudios, preludios, valses, poemas, variadas piezas–, todo el turbulento mundo que le preocupaba, angustiaba y obsesionaba y del que emanaba un lirismo en ocasiones enfermizo pero siempre efectivo, incluso efectista, y, por supuesto, extraordinariamente atractivo y que tanto ha cautivado a los más grandes pianistas.
Todo ello lo hemos tenido presente a lo largo del concierto de Eduardo Fernández, que nos ha brindado el mundo tan sorprendente y colorista –nunca mejor dicho– de esos 48 Preludios, que ejemplifican y dan cuerpo a las teorías del compositor, que seguía hasta cierto punto las ya formuladas por Rimski-Korsakov, pero aquilatándolas y ampliándolas y que resume Juan Manuel Viana en sus notas al programa cuando manifiesta que Scriabin “estableció un sistema de correspondencias entre los dos espectros –sonoro (total cromático) y luminoso (doce colores)– basado en la óptica newtoniana y ordenado según el círculo de quintas”.
Para Scriabin el preludio constituía un fragmento, un esbozo de una idea que podría existir y desarrollarse para cuajar en algo más amplio. Son ideas que hay que tener muy presentes, tanto por el intérprete como por el oyente, a la hora de enfrentarse a esta colosal construcción de 48 piezas. Como ejemplo de las correspondencias establecidas tenemos los primeros cuatro Preludios, en Do mayor, del op. 40, el op. 33 y el op. 35, que se eecuchan bañados en un rojo oscuro amenazador. El siguiente color, Naranja intenso, se corresponde con cuatro Preludios que oscilan entre Sol mayor y Sol menor. Y así hasta cubrir los 48, cada grupo de cuatro dominado por un color: amarillo soleado, verdad hierba, azul oscuro verdoso, azul oscuro zafiro, Azul purpúreo, violeta puro, lirio rojizo, azul acero, gris plomo y rojo oscuro.
En el enorme cubo los colores, a veces difíciles de distinguir entre sí, quedaban proyectados en las altísimas paredes a partir de unos metros por encima de la cabeza del pianista. Toda la franja inferior estaba tocada de una luz clara. El experimento es curioso y espectacular, aunque a la postre acabe de darnos un poco igual la tonalidad cromática individual, más allá de que casara o no con la tonalidad musical. Los Preludios, todos bastante breves (una hora y cuarto de música aproximadamente), fueron manando, con sus características individuales tan variadas, impulsados por la mano experimentada de Fernández, que los tiene absolutamente ahormados, en dedos y en mente.
A cada pieza lo suyo: máxima delicadeza en el op. 11 nº 5 en Re mayor (amarillo soleado), interrogación en el op. 11 nº 2 en La menor (verde hierba), recogimiento en el op. 2 nº 2 en Si mayor (azul oscuro zafiro), intensidad en el op. 16 nº 5 en Fa sostenido mayor (azul purpúreo), finura y ligereza en el op. 11 nº 17 en La bemol mayor (lirio rojizo), reflejos impresionistas en el op. 16 nº 4 en Mi bemol menor (azul acero), turbulencia en el op. 11 nº 18 en Fa menor (rojo oscuro). Por citar solo algunos. La rúbrica la puso el imponente op. 17 nº 5 en Fa menor.
Todos ellos fueron expuestos, como se dice, de memoria, de manera muy concentrada, por el pianista, que tocó imbuido de la importancia del reto; y enfrentándose a una acústica diabólica, reverberante, lejana, disuelta en el enorme cubo. Imposible dar el matiz, establecer las dinámicas justas, propinar los ataques fulminantes, frasear con propiedad y claridad. En otros ámbitos más recogidos –Auditorio de Cuenca– el experimento ha funcionado mejor y las notas han tenido su valor exacto. Pero hay que valorar lo hecho aquí y felicitar pese a todo a la organziación porque el mensaje scrabiniano ha quedado el menos formulado y en parte recibido.
Al final, el pianista dirigió unas palabras al respetable. Pudimos entender desde la lejanía que Scriabin aunaba ya en los últimos Preludios los polos opuestos, el Bien y el Mal, lo celestial y lo demoníaco, el Do y el Fa sostenido. Luego anunció los cinco Preludios op. 74. Y coronó con Vers la flamme.
Arturo Reverter
(Foto: Fermín Rodríguez – Festival de Granada)