GRANADA / Divina Filarmónica (de Viena)
Granada. Palacio de Carlos V. 23-VI-2024. Orquesta Filarmónica de Viena. Director: Lorenzo Viotti. Obras de Rimski-Korsakov, Rachmaninov y Dvořák.
El ciclo de los Conciertos de Palacio del Festival llegó —sin menoscabo del resto— a uno de sus momentos culminantes, si no el que más, con el debut de la Filarmónica de Viena en la ciudad de Granada bajo la dirección de Lorenzo Viotti. La orquesta traía un programa variado, un tanto a la vieja usanza —sin ir más lejos, la de los conciertos sinfónicos del Corpus de 1883 origen este mismo festival—, como una colección o un álbum, antes de que se fuera imponiendo la idea de programas con un carácter más temático o conceptual: así, interpretaron el Capricho español op. 34 de Rimski-Korsakov; La isla de los muertos op. 29 de Rachmaninov; y la Sinfonía nº 7 en re menor op. 70 de Dvořák.
Si se me permite el símil futurista, la experiencia de haber visto tocar a la Filarmónica de Viena, al menos para uno, que es de provincias, es como ver en funcionamiento una maquina bellísima, y que lo es justamente por la eficacia y economía con la que funciona. En el empaste, en la precisión de las entradas, en los matices inverosímiles, casi podía observarse el movimiento los engranajes en perfecta sincronía; más que sonrisas o miradas cómplices entre los músicos, que las hubo, había de vez en cuando gestos de asentimiento, de suficiencia. La idea puede resumirse en el comentario que me hizo en el intermedio un instrumentista profesional que acudió de oyente: son tan buenos que hasta da coraje.
En este marco, el director adquiere su plena función de conductor, uno que tiene en sus manos un vehículo fabuloso que le permite desplegar con facilidad todas sus ideas y apretar el acelerador de su talento. En el caso de Viotti, esto se reflejó en la vitalidad de su dirección, con movimientos amplios y continuos, acompañados de todo el cuerpo, vigorosos, elegantes, como correspondía a un programa tan contrastado.
Con todo, quizá por tratarse del comienzo —y por la expectativa de absoluta perfección que se trae de casa— el Capricho español pudo sonarle a uno quizá un punto falto del brillo que cabría esperar que semejante conjunto puede llegar a darle a la pieza, eso incluso a pesar de la velocidad notable de la Alborada, y que alcanzó una culminación debidamente climática en la espectacular coda. Aún así, en las partes dubitativas y misteriosas de la Escena y canto gitano, antes de encarrilar el tema de manera definitiva, qué maravilla de sucesión de solistas a la búsqueda del tema, la flauta, el clarinete, el oboe, el arpa, por supuesto el concertino… ¡La caja, que sonó impresionante en sus matices! El momento mágico de esta interpretación.
En La isla de los muertos ya tuvimos a la Filarmónica de Viena en todo su esplendor técnico e interpretativo, desde el comienzo marino y brumoso en una implacable ascensión sonora —la perfección de las trompas— hasta alcanzar un impresionante clímax central en el tema en mayor como un bálsamo bellísimo, y la posterior tormenta sonora —la precisa pasión de las violas, marcadas por Viotti—, hasta el descenso, lento y seguro a través del dies irae, a las ondulaciones finales.
A pesar de resultar más sobria en su orquestación y por ende menos espectacular, quizá en su inspiración eficaz y en su encanto, la interpretación más redonda de la noche fue la de la sinfonía de Dvořák. Aquí la sensación de familiaridad entre música e intérpretes resultó total, en una versión compacta y apasionada, noble, redonda y brillante, con un desempeño maravilloso de las cuerdas y un Finale arrobado y que no decrecía en su equilibrada intensidad, con un Viotti que parecía sostenerlo enérgico, en una circulación vibrante de energía compartida.
Dieron una propina obvia, pero qué milagro y qué privilegio poder escuchar a la Filarmónica de Viena una versión de la Danza húngara nº 1 de Brahms tan emocionante y matizada, con ese piano súbito en la repetición del tema principal que erizaba el vello con la emoción de lo tantas veces escuchado y nos hacía rememorar nuestra propia discografía, la física y la emocional.
Cuando yo era joven y, como cualquier melómano en ciernes, acudía puntual a ver y escuchar el inevitable Concierto de Año Nuevo, en la felicitación final del director, cuando decía «Die Wiener Philharmoniker», yo entendía siempre divina filarmónica. Uno nunca ha sido el más listo de la clase, pero, al final, algo había de eso: divina filarmónica. Con el tiempo, podremos decir que estuvimos en este concierto.
José Manuel Ruiz Martínez
(fotos: Fermín Rodríguez / Festival de Granada 2024)