GRANADA / Cante, baile, vanguardia y ‘chanson’: concierto total de la OCG
Granada. Auditorio Manuel de Falla. 24-XI-2023. Fuensanta «La Moneta», baile; Sergio Gómez «El Colorao», cante; Carlos Merino, cajón; Agustín Diassera, mesa de percusión; Juan M. Jiménez, saxofón; Dimitris Tiliakos, barítono. Orquesta Ciudad de Granada. Director: Álvaro Albiach. Obras de Busto, Ibert, Ravel, Falla y Sotelo.
El concierto de la OCG del pasado viernes se enmarcaba en los Encuentros Manuel de Falla, y contó como en las otras ocasiones, con música del propio Falla y otras que pueden considerarse más o menos vinculadas con él. En este caso, también como hilos conductores, una fuerte presencia tanto de la música más estrictamente contemporánea —con dos compositores del programa en la sala— y del flamenco, cante y baile incluidos. Así, pudimos escuchar Soniquete. Sinfonía… de lo jondo n.º 1 de Manuel Busto (1987) y Cantes de rojo fuego, para cantaor, bailaora, saxofón y orquesta de Mauricio Sotelo (1961). Completaron el concierto dos números de El amor brujo de Falla, el Círculo mágico y la Pantomima; y, para completar un concierto con un nutrido número de solistas y participantes, las Quatre chansons de Don Quichotte de Jacques Ibert, y Don Quichotte á Dulcinée de Ravel, ambas para barítono solista.
El concierto, como puede deducirse del programa, resultó sumamente variado, curioso, vistoso. La obra de Busto incluía un solista sentado ante una “mesa de percusión” diseñada por el propio compositor y dotada, bajo su apariencia compacta —y perfectamente decorativa—, de distintas superficies y texturas. Soniquete… pudo ser durante buena parte, de hecho, una suerte de concierto para cajón y orquesta, muy interesante y logrado, con algunos ecos tímbricos iniciales que evocaban a Falla, donde se renunciaba desde el principio al efecto fácil, al ritmo como compás uniforme y a la referencia flamenca obvia, con un solista (Agustín Diassera) magnífico, que exploraba las posibilidades del instrumento de forma más cercana a la vanguardia que al flamenco, y capaz de arrancar sonoridades insólitas con manos, dedos, puños y hasta con baquetas de escobilla, muy concentrado siempre, a veces un poco como si examinara la calidad mueble de la mesa. Avanzada la obra en este sentido, irrumpían en escena, primero el cantaor, luego la bailaora, ambos desde el público y actuando entre este, recurso ya un tanto visto y que a estas alturas se antoja tan ingenuo como poco práctico. Al margen de su calidad intrínseca de los intérpretes —que cobró todo su sentido en la obra de Sotelo— no parecieron aportar mucho a la de Busto, a la que, tras la breve intervención indicada, se incorporaron como palmeros cuando la obra adquirió un cariz más abiertamente rítmico y flamenco.
En un cambio radical de escena, como si el auditorio volviera a su ser convencional, el barítono, Dimitris Tiliakos, hizo una interpretación maravillosa, emocionante, tanto de las canciones de Ibert como de las de Ravel. Posiblemente fue, casi sin pretenderlo y algo fuera de lugar en la vorágine flamenca, el mejor solista de una noche de grandes solistas, un tanto quijotesco él mismo en su altura desvalida, con una voz potente y dulce a la vez, levísimamente rasgada, y un gran sentido musical, interpretativo y de dicción.
La orquesta estuvo muy bien todo el concierto bajo la dirección de Álvaro Albiach, seguro y enérgico en sus movimientos. El Falla, tan breve, resultó muy inspirado en su lirismo, y los números, desgajados de la obra, generaban asociaciones insólitas (o no tanto); El círculo mágico tuvo ecos de Le jardin féerique de Ravel. Tras la fanfarria, que en Granada puede resultar un tanto consabida, la Pantomima retomó el tono de bella serenidad, con estupendas intervenciones solistas como la del violonchelo Arnaud Dupont, muy bien acompañada por el concertino, Peter Biely.
Por último, la obra de Sotelo, que incluía un percusionista al cajón, saxofón solista y bailaora, colocó sin complejos al flamenco en el centro mismo de la música, de modo que no es que este se subsumiera en la, digamos, lógica de la música culta —opción explorada por tantos otros compositores—, sino que más bien al contrario, aunque sin renunciar a los planteamientos musicales o sonoros de la vanguardia. Los solistas, muy bien: el cajón, Carlos Merino, sereno en el trajín, impecable; el saxofonista, —manejó hasta tres tipos de este instrumento—, Juan M. Jiménez, esforzado, quebrado y lírico; el cantaor, Sergio Gómez «el Colorao», serio, quieto, con su bonita voz rasgada, una muy buena dicción y unas modulaciones que a alguien como el que escribe, que no sabe de flamenco, le resultaron emocionantes y musicalmente impecables; y, por último, la bailaora, Fuensanta «La Moneta», cuya actuación constituyó un experimento interesante de solista no musical, y que sorteó el riesgo del subrayado kitsch, la tentación de convertirse en un añadido vistoso; antes al contrario: desplegó un baile (de nuevo, impresión de no entendido) preciso, tan pensado como sentido, huyendo de efectos fáciles, incluso creo que algo expuesto y que recogía parte del espíritu vanguardista de la obra, con algunos movimientos contraintuitivos, de danza contemporánea, que seguramente podrían incomodar a un espectador flamenco más ortodoxo.
En definitiva, un concierto inusitadamente variado, más allá de la música y que resultó todo un espectáculo.
José Manuel Ruiz Martínez