GRANADA / Broche de oro con Gardiner y Pires
Granada. Palacio de Carlos V. 9 y 10-VII-2022. 71º Festival Internacional de Música y Danza de Granada. London Symphony Orchestra. Maria João Pires, piano. Director: John Eliot Gardiner. Obras de Beethoven, Schubert, Mozart y Chaikovski.
Los dos conciertos de la Orquesta Sinfónica de Londres, bajo la dirección de John Eliot Gardiner y con Maria João Pires como solista, han puesto (junto a las dos veladas matutinas dedicadas a Biber por Lina Tur Bonet y su grupo Musica Alchemica) broche de oro a una brillantísima 71ª edición del Festival de Granada, que, por lo visto estos días, ha vivido un éxito de público espectacular.
Recordaba su director, Antonio Moral, en su breve parlamento del primero de estos dos conciertos sinfónicos, que el primero de ellos coincidía con los 38 años del debut de la orquesta londinense en el festival, en aquella instancia (1984), con Erich Leinsdorf al frente de un programa con obras de Brahms y Stravinski.
En esta ocasión, la orquesta no venía en el transcurso de una gira, sino en una visita específica al festival, aunque ambos programas, con idéntico contenido, habían sido ofrecidos en el Barbican Centre (monográfico Beethoven, 30 de junio) y Jerwood Hall en LSO St Luke’s (Schubert-Mozart-Chaikovski, 5 de julio). En el parlamento mencionado, Moral advirtió, a petición de Pires, que esta se encontraba mermada tras haber padecido una fuerte gripe con fiebre alta la semana anterior, pero que quería dar el concierto por respeto al público del festival.
Hubo también parlamento el segundo día, en esta ocasión de Gardiner, justo antes de la interpretación de la Segunda sinfonía de Chaikovski, cuyo sobrenombre (que, aunque no original del compositor, contaba con su bendición) de “Pequeña Rusia” se había ‘caído’ del programa, ya pueden ustedes imaginar por qué. Gardiner incidió en que, dado el rico contenido en música ucraniana de la sinfonía, debía abandonarse tal sobrenombre, y manifestó que era deseo de la Sinfónica londinense, y suyo propio, dedicar el concierto a la memoria de los que sufren en Ucrania la invasión de Rusia. Pareciéndome muy bien lo segundo, creo honestamente que eliminar un sobrenombre como el de esta sinfonía no deja de ser otro botón del postureo gratuito que nos invade. Intrascendente sin duda, pero innecesario. Claro es que otros han llegado más lejos: la Orquesta de Cleveland decidió recientemente vetar la Obertura 1812 por considerar que la celebración de una victoria rusa podría ofender a los ucranianos. Corramos un tupido velo.
Las orquestas inglesas en general, y la sinfónica de Londres no escapa a ello, tienen tradición de ser brillantísimas lectoras a primera vista, y también de trabajar a destajo, con pocos ensayos, a menudo bastantes menos de los necesarios, confiando en la enorme clase de sus excepcionales instrumentistas y en el partido que de ellos sacan los, con frecuencia, ilustres directores que ocupan su podio.
Es ilustrativo, en este sentido, el testimonio recogido en un DVD del propio sello de la orquesta, filmado en enero de 2016, dedicado a un programa precioso de música francesa dirigido por Simon Rattle, en aquel momento Music Director “Designate” (paréntesis, para comprobar lo convulso de los podios orquestales estos días: Rattle tomaría posesión en septiembre de 2017, pero tras la muerte de Mariss Jansons en 2019, decidió en 2021 aceptar la titularidad de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera a partir de 2023, por lo que la Sinfónica londinense tuvo buscar nuevo titular; ese mismo año 2021 la orquesta anunció que su nuevo director musical, también a partir de 2023, será Antonio Pappano). En aquel DVD se encontraba una entrevista con el solista de oboe de la LSO, el francés, por entonces un fichaje reciente de la orquesta (se incorporó en 2015, procedente de la Orquesta Nacional del Capitole de Toulouse), Olivier Stankiewicz. Interrogado por cómo había experimentado su incorporación a la orquesta, era muy ilustrativo escuchar su descripción del ritmo frenético de trabajo en la orquesta londinense, para lo que empleaba expresiones muy gráficas: “Aquí nos comemos la música”.
¿Por qué traigo esto a colación, se preguntarán ustedes? Pues, en buena medida, porque es un ingrediente necesario, o por lo menos conveniente, para entender y contextualizar lo escuchado en estos dos días. Pero vayamos primero con la parte solista.
Maria João Pires (Lisboa, 1944) es una artista sencillamente excepcional. De físico menudo y hasta frágil apariencia, pero con una determinación y una capacidad musical verdaderamente formidables. Lleva años maravillándonos con su forma de cantar desde el piano, con su sonido exquisito, su articulación cristalina, su fraseo refinado, diferenciado en finas inflexiones, milimetrados reguladores, matices y respiraciones que dejan el espíritu en un suspenso admirado. Es de esas pianistas a las que es imposible no seguir y rendirse en cuanto pone las manos sobre el teclado. Cierto, no es una pianista para el Primer concierto de Brahms, pero ¿qué más da cuando tiene tantos tesoros que ofrecer en Mozart, Beethoven, Schubert o Chopin, por poner solo algunos ejemplos? Quede Brahms para otros y disfrutemos del supremo arte de la portuguesa en las músicas en que nos va a rendir.
El Tercer concierto de Beethoven marca un punto de inflexión en el ciclo del gran sordo, y es notablemente más musculado que el Segundo (que, como es bien sabido, es cronológicamente el primero), inicialmente previsto por Pires (aquí y en Londres), y tiene una intensidad dramática que le emparenta con el concierto en la misma tonalidad, K 491 (nº 24) de Mozart, aunque, como es propio en el sordo, tal intensidad demanda igualmente más energía y contundencia. Quizá por ello Pires quiso prevenir al público de su merma física. Pero… ya quisiera la humanidad entera tocar el piano en plenitud física como Pires cuando está mermada. Y lo estaba, sin duda, porque incluso tosía visiblemente mientras tocaba el último tiempo.
Sí, hubo aquí o allá en los movimientos extremos roces esporádicos. Pero la música que brotaba de aquellas manos era de tal altura, de tal exquisitez y de tal belleza que casi daban ganas de decir: “Señora Pires, roce usted cuanto quiera”. Es una exageración, claro está, pero sirve al propósito de poner en contexto el valor artístico de lo que llegaba frente a algún anecdótico accidente. Si la interpretación de todo el concierto tuvo una enorme altura, la conseguida en el Largo, esa música que Czerny describió como “una armonía sagrada, distante y celestial”, fue de las que para la respiración. Realmente difícil, muy difícil, superar la estremecedora emoción conseguida por la portuguesa en este movimiento. No concedió propina, algo perfectamente comprensible teniendo en cuenta el esfuerzo que tuvo que hacer (conviene no olvidar que, aunque de aspecto está estupenda, no es ninguna niña: 77 años).
En su segunda presencia, afrontó Pires el último concierto de Mozart, el K 595, que además serviría a la última aparición de Mozart como solista, el 4 de marzo de 1791, apenas siete meses antes de su muerte. Concierto que se aleja del drama del nº 24 o de la enérgica afirmación del nº 25, y también de la alegre festividad del nº 26, para sumergirse en una sencillez, en muchos momentos camerística, en la que se funden con encanto sensaciones de dulzura, melancolía y disimulada tristeza. Es llamativo que la aparentemente risueña sonrisa no termina de esconder del todo esa escondida tristeza.
Pires, que teóricamente estaría más recuperada que el primer día, mostró quizá más roces, especialmente en el movimiento final y en algunas fases del primero. Pero… daba igual. De nuevo lo que llegaba desde el teclado era de tal belleza que volvíamos al mantra expresado con anterioridad: disculpados de sobra los roces, si la esencia es algo de tan extraordinaria altura. Todo lo fue, sin duda, pero de nuevo ganó por goleada el exquisito Larghetto.
No hubo tampoco propina de Pires esta vez. Quizá ella no estaba del todo contenta porque sabe que su mejor versión quizá sea otra. Pero la cuestión es… que esta versión de Pires es sencillamente admirable, por lo que, aun entendiendo que otras veces la escucharemos en mejor fortaleza, las dos interpretaciones escuchadas en Granada son para guardar en el recuerdo.
Viene entonces la parte orquestal, y con ella, naturalmente, Gardiner. Figura celebrada por muchos y abominada por otros (entre los que cabe contar a su colega Andrew Parrott, que se despachó en 2016 con una insultante carta al director de Gramophone llamando de todo —menos bonito— a Gardiner con ocasión de su segunda grabación de la Misa en Si menor de Bach, para su propio sello SDG), el director británico es un músico de indudable talla y especial interés en determinados repertorios.
El primer día, al concierto pianístico beethoveniano ya reseñado, añadió la Obertura Leonora II y la Cuarta sinfonía. Aunque directores como el propio Gardiner o Barenboim han demostrado cumplidamente su elevado aprecio por la segunda de las oberturas Leonora, quien esto firma ha de expresar cierta perplejidad, porque lo cierto es… que la tercera parece mucho más lograda. Esta Leonora II es como una intención no consumada (y Beethoven debió pensar igual… porque si no, no hubiera escrito la Leonora III).
Tanto en esta como en la sinfonía, compareció ‘la tercera vía’, esa que intenta conectar con el historicismo en algunos aspectos: ausencia (o casi) del vibrato en la cuerda, arcadas ligeras y de limitado recorrido, tempi lo más próximos posible a los (supuestos) metrónomos frenéticos beethovenianos, baquetas duras (aunque timbal moderno) y poco más. Se eludió el empleo de trompetas originales (que en la obertura hubieran debido lidiar con el no fácil solo de la trompeta en eco que en la ópera anuncia la llamada del ministro y la subsiguiente liberación de Florestán), y en cambio se ejecutó la sinfonía con toda la orquesta en pie (menos la cuerda grave y un músico del último atril de primeros que usó un taburete alto y dos del último atril de segundos que también usaron similar apoyo). Esto se lo hemos visto hacer a Gardiner en otros repertorios (Schumann) y no estoy seguro de que aporte algo, aparte de la ‘novedad’ estética.
Situó Gardiner, los dos días, a la orquesta con la siguiente disposición de la cuerda, de izquierda a derecha: violines I, chelos y contrabajos (estos detrás), violas y violines II (enfrentados a los violines I). Aunque tiene todo el sentido en el intercambio entre violines I y II, y especialmente en la música de Beethoven (y Mozart), el ajuste debe estar bien ensayado, porque a menudo van al unísono o al menos con el mismo dibujo rítmico. Si la cosa no está perfectamente encajada, el desajuste está servido, sobre todo si el tempo es rápido (como es el caso con Gardiner). Y aquí conecta eso de ‘nos comemos la música’. El ajuste mencionado es complicado, pero cuando hablamos de acústica al aire libre, incluso siendo buena (y la del Palacio de Carlos V lo es), es problemática, y exige tiempo para el encaje. Y tiempo… apenas hubo.
Así las cosas, el Beethoven de Gardiner sonó como cabía esperar: enérgico, vital, rotundo y con nervio. Y todo ello llegó de la sinfónica londinense, aunque esa medida última del empaste (hay que decir que el gesto de Gardiner no es siempre lo nítido que cabría esperar) dependió en muchas ocasiones del tirón, decidido y sobresaliente, del concertino de ambos días, Carmine Lauri, que tiró del carro de lo lindo (incluyendo centesimales anticipaciones a las que el resto de la orquesta seguía religiosamente). Que hubiera podido quedar más redondo, creo que caben pocas dudas, dada la categoría de la orquesta. Que lo escuchado evidenció en todo caso un nivel excelente, tampoco hay duda. El público lo reconoció así, y Gardiner regaló (un poco sorprendente, la verdad), el tercer entreacto de Rosamunda de Schubert… que formaba parte del programa del segundo día.
Respecto a los acompañamientos a Pires, parecieron de entrada algo sorprendentes, porque tanto en Beethoven como en Mozart se partió de concepciones diferentes en cuanto a tempi y al carácter incisivo de la aproximación. Pero, tras expresar sus intenciones primarias en las correspondientes introducciones, es reseñable la adaptación del director británico al más sosegado y menos punzante acercamiento de la portuguesa, más inclinada a destacar su refinada (y mágica) elegancia de canto.
El segundo día se abrió con los Entreactos 2 y 3 de la Rosamunda schubertiana. Sorprendió la inclusión del segundo entreacto, de interés menor y que creo que, fuera de la interpretación completa de la música incidental para Rosamunda, no se toca nunca, o casi. En cambio, resultó deliciosa, matizadísima y de encantador lirismo la interpretación del tercero (que mejoró la regalada como propina el día anterior), y marcó uno de los mejores puntos orquestales de los dos programas.
Ese segundo concierto se cerró con la interpretación de la Segunda sinfonía de Chaikovski, en su versión revisada (y severamente recortada por su autor, que con acierto eliminó reiteraciones y digresiones varias de la versión original) de 1879. No es Chaikovski el nombre que uno asocia más con Gardiner, pero es cierto que el británico ha transitado con frecuencia esta obra, que nos llegó con sus proverbiales consistencia, brío y energía, pero en cuya interpretación pudieron echarse en falta también los numerosos rasgos de lirismo y un más flexible acercamiento agógico.
Resultó nuevamente significativo el hecho de que, dentro de una prestación orquestal de alto nivel, se observara nuevamente la capacidad de arrastre del concertino, siempre ejerciendo de líder indudable. Pero fue incluso más digno de destacar (de nuevo lo de ‘nos comemos la música’) que el empaste y perfección en la ejecución fueron considerablemente mayores en el movimiento final que en los precedentes, donde los ajustes (especialmente en el tercer tiempo) no fueron especialmente redondos. El Moderato assai-Allegro vivo final, en cambio, sonó espléndidamente, y mostró el nivel excepcional de una orquesta que se encuentra, sin duda, en la liga de las mejores. Todo ello parece sugerir que probablemente ese movimiento tuvo más trabajo de ensayo.
El éxito fue, como la noche anterior, grandísimo, y Gardiner regaló una propina que marcó de nuevo uno de los puntos más altos de ambas veladas: una deliciosa lectura del scherzo de El sueño de una noche de verano de Mendelssohn, dibujado de manera extraordinaria, con exquisita levedad, chispa y elegancia por la orquesta londinense, con lucimiento muy especial del (o quizá ‘la’, porque no pude verlo desde mi localidad) solista de flauta. Nos quedamos con la sensación de que Gardiner se encontraba más cercano al idioma de Mendelssohn pero, en cualquier caso, fue una preciosa culminación para dos veladas sobresalientes y, como señalamos al principio, un auténtico broche de oro a un festival de lujo.
Rafael Ortega Basagoiti
(Fotos: Fermín Rodríguez – Festival de Granada)
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