GRANADA / Argerich y el milagro de la imposible y contagiosa vitalidad
Granada. Palacio del Emperador Carlos V. 71 Festival de Granada. 5-VII-2022. Orquesta Filarmónica de Monte-Carlo. Solista: Martha Argerich, piano. Director: Charles Dutoit. Obras de Ravel y Chaikovski.
Había expectación, y de las grandes, por ver a Martha Argerich (Buenos Aires, 1941) en Granada. Más aún por cuanto poco después de ganar el Concurso Chopin en 1965, ya registró (1967) la que había de ser su primera grabación del Concierto en sol de Maurice Ravel, junto a Claudio Abbado al frente de la Filarmónica de Berlín, registro electrizante que mantiene un carácter referencial hoy en día. No es difícil aventurar que, entre los muchos intérpretes extraordinarios de esta obra singular durante las últimas seis o siete décadas, los nombres de Argerich y Benedetti-Michelangeli figuran en lo más alto de la lista.
Aunque, como bien señala Pablo L. Rodríguez en sus atinadas notas, la pretensión -declarada- de Ravel era la de situar el concierto entre Mozart y Saint-Saëns, la criatura fue por otros derroteros, y aunque el punto de partida es una obra sobre temas vascos, lo cierto es que la influencia americana es mucho más inmediatamente evidente en la escucha. El Concierto de Ravel, en sus movimientos más extremos es una obra en la que la vitalidad rítmica, el colorido, la brillantez y la diversión están (o deben estar) presentes en cantidades generosas. El lento vals del Adagio assai desarrolla, en cambio, un delicado clima de elegante intimidad, de una exquisita sutileza.
La obra requiere pues un pianista de contagiosa energía, capaz de brillar en la demanda virtuosa que la partitura exige, pero siempre haciendo a la diversión, a la luz, a la sonriente vitalidad, protagonistas de la interpretación. Requiere igualmente una tímbrica poderosa y decidida pero no hiriente, de contagiosa energía y alto voltaje en intensidad, pero sin perder nunca la elegancia. Y, al mismo tiempo, capaz de dibujar con la mayor sutileza esa maravilla de refinamiento que es el segundo tiempo.
Martha Argerich, lo demostró ya en el registro mencionado hace la friolera de 55 años, tiene todo lo mencionado y más para producir una interpretación de las que le deja a uno con la sensación de “no te creo, esto no puede ser posible”. Pero lo que parecía asombroso hace 55 años parece inverosímil, milagroso, hoy, cuando la veterana argentina de 81 años se sienta al piano y produce, como anoche, una interpretación electrizante, de imposible claridad de articulación, de agilidad que pareciera prestada porque uno no termina de poder asociarla a alguien de esa edad, de una sonoridad exquisita, unos matices precisos y una intensidad expresiva de las que te tienen, como dirían los británicos, en el borde de la silla. ¿Es posible realizar de manera más extraordinaria y diferenciada esos larguísimos trinos en el primer movimiento? Escuchando a Argerich uno se siente tentado de decir que no.
Más aún, la argentina parece haber alcanzado la quintaesencia del equilibrio transformando el irresistible voltaje inicial (que retomará en un arrollador final) en un remanso de paz y delicadeza en el segundo movimiento, dibujado con una mezcla mágica de sencillez, elegancia y profundidad expresiva. Sí, el Concierto de Ravel, como él mismo expresaba, era esencialmente una obra brillante y divertida, con sonrientes guiños al jazz y el rag-time. Pero también era esa delicatesse del segundo movimiento, que pocas veces ha sido dibujado con un pincel tan sutil.
El éxito, como no podía ser de otra manera, fue extraordinario, y tras larguísimas ovaciones, Argerich se decidió para su propina por las Gavottes I y II de la Tercera Suite Inglesa de Bach. Vitalidad rítmica siempre presente, energía contagiosa y al fin, hay que permitirle incluso la exótica realización de algunos adornos de la mano izquierda en la primera Gavotte que no corresponden a lo escrito.
Acompañaba la Orquesta Filarmónica de Monte-Carlo en su segunda presencia en el festival (la primera había ocurrido dos días antes, bajo la dirección de su titular, Kazuki Yamada). El podio lo ocupaba en esta ocasión el suizo Charles Dutoit (Lausana, 1936), exmarido de Argerich (que fue la segunda de las cuatro mujeres con que ha estado casado), veterano maestro de mando firme y decidido más que especialmente sutil e inspirador.
Dutoit acompañó con discreción a Argerich en el Concierto, con ajustes no siempre precisos, que sugerían que tal vez, pese al evidente entendimiento que hay entre ambos, tal vez hubieran sido necesarios más ensayos. Antes de eso, produjo un Tombeau de Couperin dibujado con más aseo que especial sutileza expresiva o capacidad evocadora. A destacar las prestaciones de oboe y corno inglés en un resultado orquestal que, como en el concierto, no pasó de lo discreto.
Se cerraba el programa con la Cuarta sinfonía de Chaikovski, probablemente la más decididamente dramática de las tres últimas (la Patética camina más hacia lo trágico) del ciclo. Obra que, como tantas otras de Chaikovski, exige un respeto escrupuloso por las numerosas y precisas indicaciones de cambio de tempo, y que demanda igualmente una cuidada planificación y construcción desde el podio.
La tuvo, en líneas generales, la que ayer ofreció el maestro suizo al frente de la orquesta de la capital del principado. Pareció decantarse el primer tiempo, en su porción principal, más por la indicación moderato que por el matiz con anima, pero tuvo plausible intensidad dramática y correcta elaboración de las dinámicas para una atinada consecución del clímax. Bien cantado, tal vez un punto aséptico, el andantino, y con suficiente animación y vivacidad el scherzo. El final, brillante, buscó más el encaje preciso que un carácter de más arrebatado con fuoco, que sin embargo apareció con suficiente convicción en la coda.
La Filarmónica de Monte-Carlo se antojó una orquesta notable, lejos de lo excepcional, con una cuerda de plausible y no siempre preciso empaste y presencia, una madera en la que destacaron sobre todo los mencionados oboe y corno inglés, y un metal discreto, especialmente en lo que toca a las trompas, no siempre precisas en sus ataques. Una Cuarta de Chaikovski, en fin, correcta, pero sin especiales ingredientes para el recuerdo.
Hay que reseñar que el éxito fue, otra vez, grandísimo, y se vio acrecentado tras la enérgica (y bastante decibélica) lectura que Dutoit ofreció, como propina, de la Farandole que cierra la segunda Suite de La Arlesiana de Bizet, obra en la que la orquesta gala dio, sin duda, lo mejor de sí misma. La noche, sin embargo, en ese marco incomparable del Palacio de Carlos V, tenía dueña desde minutos atrás, y se llamaba Martha Argerich. Con ella llegó la magia de una brillante vitalidad tan milagrosa como contagiosa. Con nosotros, esa magia quedará en el recuerdo.
Rafael Ortega Basagoiti
[Fotos: Fermín Rodríguez / Festival de Granada]