GRAFENEGG / Una Sinfonía fantástica ‘comme il faut’
Festival de Grafenegg. 31-VIII-2024. Orquesta Nacional de Francia. Gautier Capuçon, violonchelo. Director musical: Cristian Măcelaru. Elgar: Concierto para violonchelo y orquesta en mi menor op 85. Berlioz: Sinfonía fantástica.
A veces, cuando menos lo esperas, salta la liebre. Vas a un concierto por alguien y te acaba sorprendiendo otro. No es un secreto para nadie el momento de madurez que vive Gautier Capuçon, impecable en casi cualquier obra que se ponga por delante, por lo que no pierdo ocasión de verle siempre que puedo. Sin embargo, la única vez que había visto a Cristian Măcelaru, hace cerca de 10 años, no me había terminado de convencer. Pero si su nivel habitual es el que mostró en la Sinfonía fantástica de Berlioz este pasado sábado junto a la Orquesta Nacional de Francia, será alguien a tener muy en cuenta.
Empezamos la velada con el Concierto para violonchelo de Edward Elgar, obra compuesta hacia el final de la Primera Guerra Mundial, de carácter reflexivo y nostálgico, un tanto melancólico, sin muchas complicaciones, que por momentos parece un réquiem por un mundo que se va inevitablemente con ella. Nadie entendió por qué Elgar compuso una obra de este tipo a sus 60 años, y él, persona de pocas palabras, no se preocupó en explicarlo, y tras un estreno fallido, fue sometido al ostracismo hasta los años 60, cuando Jacqueline du Pré no solo lo volvió a poner en el mapa, sino que lo convirtió en la que es hoy, una pieza de repertorio para la mayoría de las primeras figuras del instrumento. Gautier Capuçon lo lleva tocando bastantes años, y su concepción ha variado poco en los 10 últimos –última vez que se lo pude ver en vivo–. Él ni trató de buscar tres pies al gato ni de explicar lo que no hizo en su día el compositor. Exprimió al máximo la belleza de la obra, la insufló determinación y pasión y se recreó todo cuanto pudo en ella. La melodía de la introducción del Adagio–Moderato fue una declaración de principios. Relajada, con sonido intenso, vibrato justo, y con un canto a flor de piel que nos llevó de la mano al Lento posterior, esa especie de huida de su mundo hacia otro al que no quería ir. Capuçon pareció relajarse y jugar algo mas con su instrumento en el breve Allegro que une ese segundo movimiento con el tercero, otro Adagio aun más otoñal de nuevo cantado con una belleza arrebatadora. Ni siquiera en el arranque del Finale el francés pareció querer añadir dramatismo a la obra y siguió recreándose en cantar de manera primorosa el tema principal, noble y majestuoso, y jugar con los distintos matices y cambios tonales hasta la breve coda final. En este concierto, la orquesta nunca pone en aprietos al solista por lo que Cristian Măcelaru y sus músicos tampoco se metieron en camisa de once varas, limitándose a acompañarle a modo de colaborador necesario. Tras los aplausos de rigor, seguimos con Elgar y con toda la orquesta, ya que el Sr. Capuçon nos ofreció fuera de programa una versión para violonchelo y orquesta de Nimrod, la más popular de las Variaciones Enigma, arreglada por su amigo y acompañante en discos y conciertos, el pianista Jérôme Ducros. El violonchelista de Chambery pareció entrar en trance en la conocida melodía dotándola aquí sí de una intensidad contagiosa, acariciándola con un fuerte rubato y un sonido redondo y expansivo, perfectamente acompañados por orquesta y director.
Si notable fue la primera parte, la Sinfonía fantástica de Berlioz que ocupaba la segunda fue sin lugar a duda sobresaliente. Cristian Măcelaru planteó unos tempi amplios y relajados –la versión sobrepasó algo la hora de duración– que le vinieron de perlas al “episodio de la vida de un artista”. Demostró aquello que no paraba de reiterar su eximio compatriota, el legendario Sergiu Celibidache, de que las propias obras marcaban los tiempos, y que la dirección no era un problema de rapidez o lentitud, sino de mantener siempre el tempo que permita la tensión que la obra pida en cada momento. En esta Sinfonía fantástica, además de crear la música programática, Berlioz, el mejor orquestador de su tiempo hizo maravillas con los instrumentos, consiguiendo un equilibrio impecable entre las distintas secciones, componiendo sonoridades no vistas hasta la fecha, y descubriendo el colorido orquestal, que sucesores suyos como Debussy o Ravel elevaron a las alturas. En fin, pura fantasía –como reza el sobrenombre de la obra– que tanto el Sr. Măcelaru –de gesto claro y elegante en el podio– como la orquesta nos demostraron que para ellos es una spécialité maison.
El viaje por las cinco partes fue de una transparencia y una claridad encomiable, con un excelente cuidado de las diferentes tímbricas, de las texturas, con infinitud de detalles, de matices, y con un colorido orquestal soberbio que, sobre todo con las maderas, nos llevó a la gloria. En la primera parte Ensueños–Pasiones, el Sr. Măcelaru tuvo muy claro a donde nos quería llevar. El discurso fluía y fluía de manera natural, sin perder nunca el norte, con un sonido bellísimo, una tímbrica excepcional, sacando de cada instrumentista el fraseo adecuado y terminando de forma conmovedora. Casi sin dar tiempo a reponernos arrancó el Vals perfectamente planteado y mejor ejecutado, etéreo, ingrávido, pleno de fantasía, con unas maderas sublimes que se subieron sin dudar al colchón orquestal que les proporcionaron la calidez de las cuerdas. De nuevo la ensoñación dominó la Escena campestre, pura magia sonora, todo un deleite para los sentidos donde oboe, flautas y el corno inglés estuvieron sublimes, y donde el Sr. Măcelaru jugó con tiempos y texturas –plausible como construyó el crescendo intermedio y la transición posterior– con una naturalidad apabullante. Encomiable asimismo La Marcha al cadalso, donde mantuvo el equilibrio y el tono justo para que la narración fuera creíble sin necesidad de que aquello se convirtiera en el guirigay habitual y casi sin pausa nos sumergimos en El sueño de una noche de sabbat, donde una vez más primó un discurso claro, con vuelo, pleno de detalles –difícil recordar cuando he oído un dialogo flautas fagotes de este nivel– no exento de brillantez y donde ni siquiera al final el Sr. Măcelaru permitió que aquello se desmadrara. El desmadre si cabe vino después, en el bis, una Farándula de La arlesiana de Bizet viva, extrovertida y jovial con tambor de Provenza incluido en la parte final, que fue un colofón excepcional a una inolvidable velada en la Wolkenturm de Grafenegg.
Pedro J. Lapeña Rey