GRAFENEGG / Luces y sombras en el debut en Austria de la Orquesta del Festival de Bayreuth con Pablo Heras-Casado a la batuta
Festival de Grafenegg. 29-VIII-2024. Bayreuther Festspielorchester. Vida Miknevičiūtė (Siglinde), Michael Spyres (Siegmund), Günther Groissböck (Hunding / Wotan). Director musical: Pablo Heras-Casado. Wagner: La valquiria (extractos)
Uno de los momentos más esperados del verano austriaco era la presencia en el Festival de Grafenegg de la legendaria Orquesta del Festival de Bayreuth. Y es que a pesar de que solo 300 km separan la ciudad bávara de la frontera austriaca, nunca hasta la fecha, y eso que el festival está a punto de cumplir 150 años, la había traspasado. Un éxito sin duda a apuntar en la gestión de Rudolf Buchbinder, director artístico de Grafenegg desde 2007 hasta el verano de 2026, en que cederá los bártulos del festival a Johannes Neubert.
Sin embargo, la sorpresa y la alegría inicial se fueron mitigando según se fueron conociendo los detalles. No habría representación de una ópera wagneriana completa. Grafenegg es un festival para orquestas al aire libre, no dispone de foso, y dado que según se va poniendo el sol, alumbra directamente sobre el escenario, el concierto debe empezar cuando deja de dar directamente sobre él, es decir sobre las 19:00 – 19:30 de la tarde. Así que el programa se compuso de extractos de La valquiria, la más popular de la Tetralogía. El colosal acto primero, uno de los más perfectos que jamás Wagner compuso, ocupó la primera parte mientras la segunda, mucho más corta, incluía la cabalgata, y el Leb’ wohl, la emocionante escena de despedida de Wotan a su querida hija Brunilda y la posterior Música del fuego mágico con la que concluye la obra.
El reparto tampoco llamaba a euforias. Por más que los hermanos welsungos –Michael Spyres y Vida Miknevičiūtė– fueran los titulares de este año en Bayreuth, y que a la batuta no estuviera Simone Young, sino Pablo Heras-Casado, el granadino que ha puesto definitivamente una pica en Baviera, y que ha sido recibido en la colina verde como el nuevo Mesías, la historia es muy terca y la hemeroteca también. En este pasado mes de julio, en el dossier que esta revista dedicó al Festival de Bayreuth, tanto Miguel Ángel González Barrio como Arturo Reverter nos recordaban a los grandes nombres que a lo largo del tiempo han pisado aquellas tablas. Y evidentemente, con todo el respeto a los cuatro protagonistas, y siendo plenamente consciente de que no tenemos que atrincherarnos en el pasado, no era lo mismo.
Afortunadamente, la orquesta sí era la del festival, y nos dispusimos a disfrutar especialmente de ella. Desde los primeros compases se vio que ya hay bastante complicidad entre la orquesta y el granadino, lo que nos dio un arranque de acto estupendo, con una tormenta virulenta, de sonoridad imponente. Poco a poco, y tras un primer encuentro entre los hermanos casi onírico, con un Heras-Casado recreándose en la belleza del momento, el discurso musical empezó a decaer y a perder tensión. La belleza tímbrica estaba ahí. Los cantantes estaban cómodos –demasiado–, sin muchas aristas que superar, pero eché en falta el diferenciar más las atmósferas del drama, que las emociones estuvieran a flor de piel, que viviéramos esa tensión entre Sigmund y Hunding, o que vislumbráramos esa atracción que el primero empieza a sentir por Sieglinde. Con unos tempi en general bastante parsimoniosos, tuvimos que esperar prácticamente hasta después de la canción de la primavera, cuando Sieglinde va creciendo poco a poco y revela que Wotan clavó la espada en el fresno, para que el discurso volviera a coger vuelo, Heras-Casado dejara de recrearse en la tímbrica exquisita y en el colorido que le garantizaba la orquesta, y nos fuera llevando de la mano hasta el final del acto, cuando ambos se rebelan contra su negro destino, liberan la espada y huyen de casa de Hunding.
Vida Miknevičiūtė fue una Sieglinde de voz atractiva, volumen algo limitado y emisión canónica, con un sentido dramático excelente, tirando de la obra en toda la parte final, a pesar de algunos agudos algo destemplados. Por su parte, Michael Spyres fue un Siegmund entregado, bien fraseado, con una dicción alemana trabajada hasta el más mínimo detalle, y con una gran intención en la expresión aunque bastante soso en escena. Además, y a diferencia de algunas estrellas actuales, sus registros inferior y central suenan a tenor. Un trabajo meritorio, sin duda, con momentos puntuales interesantes, y donde demostró no ir a lo fácil –su primer walse fue con diferencia más largo que el segundo aunque ninguno de los dos tuvo una resonancia de impacto–. Sin embargo tuvo varios hándicaps importantes. Ni por carisma, ni por una pobre presencia escénica, ni por un material ayuno de metal, ni por un registro superior engolado y por momentos estrangulado, puedes llegar a creerte que es el héroe de la obra. Günther Groissböck, el tercer pilar y uno de los cantantes más queridos por aquí, mostró un estado vocal preocupante. Desconozco si es algo puntual –aunque ya vimos algo similar el pasado mes de mayo en la Novena de Beethoven que Riccardo Muti dirigió a la Filarmónica de Viena por el bicentenario del estreno de la obra– o algo más serio, pero hubo poco más allá que un fraseo monótono y su importante presencia escénica. Escaso de proyección, con sonoridad justa, con un vibrato demasiado ostensible, y con el registro grave desguarnecido es muy complicado sacar adelante un Hunding correcto.
Tras esta, en cualquier caso, atractiva primera parte, la segunda supo a poco. Empezó con la inevitable Cabalgata de las valquirias –¿hay que ir siempre a lo fácil?, ¿no hay otros momentos maravillosos en la obra?–, para concluir con el monólogo con el que concluye el acto. Pablo Heras-Casado pareció mucho más motivado en este cuarto de hora final, consiguiendo no solo un sonido wagneriano de primera, sino dotando a toda la escena en que Wotan despide a su hija más querida y muestra una tristeza acorde al momento, de una intensidad considerable y la grandeza y la lujuria orquestal que reclaman estos pentagramas. Lamentable, tampoco aquí Groissböck le acompañó de una manera convincente con un fraseo poco natural, forzado, casi siempre al límite y prácticamente inaudible en el registro grave -el momento clave del monólogo, en el que exhorta a que solo pretenda a Brunilda alguien mas libre que él, su Der Gott ni conmovió ni estremeció-, dejando todas sus fuerzas para la llamada final a Loge, donde al menos, sacó el punto de bravura del momento. Como dije antes, espero que sea solo una mala racha y que pronto pueda volver por sus fueros. Y también confío que no haya que esperar otros 150 años para la segunda visita de esta gran orquesta, y que en ese caso, podamos tener una representación completa.
Pedro J. Lapeña Rey