Glenn Gould y Mozart: el intérprete como crítico del compositor

En música clásica hay pocos muertos más vivos que el pianista canadiense Glenn Gould. Un verdadero icono popular, comparable a James Dean o Elvis Presley, cuya prematura muerte, el 4 de octubre de 1982, con cincuenta años recién cumplidos, inflamó su leyenda. Fue un genio del piano, pero también un personaje excéntrico y solitario, que eludió la sala de conciertos en favor del estudio de grabación. Un artista singular e iconoclasta cuya recepción póstuma fue inmensa.
Tras su desaparición se sucedieron los homenajes. Obras musicales y exposiciones artísticas, que fueron conformando su creciente arraigo global como modelo ideal de ejecutante vívido y abstruso que encontramos citado hasta en Los Simpson. Inspiró poemas, relatos y películas. Bien conocida es su presencia en la novela El malogrado, de Thomas Bernhard, una ficción sobre el poder destructivo del genio. Pero también en la serie de libros escritos por Thomas Harris, que fue llevada al cine, y donde es el pianista favorito del psicópata Hannibal Lecter.
Menos comentada, aunque quizá más interesante, es su presencia en relatos puntuales de Joy Williams, Joyce Carol Oates y Lydia Davis. Tres cuentos donde subyace como trasfondo el artista genial y el personaje excéntrico; tres narraciones cotidianas construidas trenzando sus paradojas. En Hawk, de Williams, asoma su amor por los animales dentro de la terrible historia de un perro que ataca violentamente a su dueña; y se subraya lo contradictorio de un audaz virtuoso que habita en un cuerpo inquieto y fóbico. En The Skull: A Love Story, de Oates, un profesor y escultor, que colabora con la policía reconstruyendo cráneos humanos, escucha sus grabaciones de Bach mientras trabaja; la música le parece ideal (precisa, deslumbrante y carente de emociones), pero termina desquiciado por los canturreos del pianista que le hacen volver a trabajar en silencio.
Davis va incluso más lejos y, en su caso, convierte la anecdótica pasión de Gould por la comedia televisiva La chica de la tele en el detonante de un relato cotidiano acerca de sus incongruencias. La narradora del cuento titulado Glenn Gould es una solitaria ama de casa que vive dedicada a su bebé, aunque combate su monótona vida con el popular serial televisivo de Mary Tyler Moore.
Confiesa que Gould fue su pasión infantil, cuando aprendió a tocar el piano. Pero ahora, al descubrir que su ídolo graba en vídeo su programa de televisión favorito, siente confluir esos dos mundos aparentemente tan alejados. Quién iba a imaginar que alguien con el estatus intelectual de Gould pudiera compartir con ella una pasión tan vulgar. Davis consigue humanizar la mitificada figura del pianista canadiense. Lo relaciona con la gente corriente que protagonizan sus relatos, apoyándose discretamente en sus contradicciones. Y no tanto en ese famoso oxímoron de abrigarse en verano, tan difundido entre sus excentricidades, como por combinar pasiones tan antilógicas como la música pianística de Arnold Schönberg y Richard Strauss. E incluso también por mantener una extraña relación de amor y odio hacia la música de Mozart.
A Gould le confundía, según relata Davis en su relato, que cualquier adulto sensato incluyera las piezas musicales del compositor salzburgués entre los mayores tesoros musicales de Occidente. Para él no eran tan relevantes. Y ese comentario resulta tan desconcertante que hasta Justo Navarro lo traduce al revés en su magnífica edición española de los cuentos completos de la escritora norteamericana (Seix Barral).
Esa contradicción prosigue al recordar que el joven Gould disfrutaba tocando Mozart, aunque estuviese en contra del bajo Alberti. Pero el pianista, lejos de restar importancia a este característico acompañamiento de tríadas quebradas en la mano izquierda, que toma su nombre del compositor Doménico Alberti, solía concederle un inusual protagonismo en sus interpretaciones. Lo podemos comprobar en la grabación del andante, de la Sonata nº 16 en do mayor, K. 545, de Mozart, donde parece buscar contrapuntos imposibles en su obsesiva y mecánica reiteración.
Gould comparó, en 1972, y dentro del prólogo a una edición de El arte de la fuga, de Bach, en Amsco Music, el ascenso del bajo Alberti con el descenso de la composición de fugas durante la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, en la época de Mozart. Pero la fuente que utiliza Davis para su relato proviene de una famosa conversación con el cineasta, escritor y músico francés Bruno Monsaingeon publicada cuatro años después en Piano Quarterly. Ambos textos pueden leerse, de hecho, en The Glenn Gould Reader, editado por Tim Page, en 1989, y traducido al español como Escritos críticos (Turner Música). Monsaingeon trata de analizar la desfavorable opinión que el pianista tenía de Mozart, especialmente después de grabar todas sus sonatas para piano. Gould reconoce que la experiencia ha sido estimulante, aunque aclara que no grabará los conciertos, a pesar de que ya registró años atrás el nº 24 en do menor, K. 491, como contrapunto al de Schönberg. “A diferencia de las sonatas, [los conciertos] no tienen remedio”, subrayaba Gould a Monsaingeon. En realidad, no hacia otra cosa que mantener la misma opinión que tanto escandalizaba a sus compañeros del Conservatorio de Toronto, según el pianista Peter Yazbeck, cuando defendía públicamente que Mozart no había compuesto ningún concierto para piano.
Aparte de esta entrevista, el principal documento para ahondar en la hermenéutica gouldiana de la música de Mozart se ha recuperado hace pocos años. Se trata del episodio televisivo How Mozart Became a Bad Composer (“Cómo se convirtió Mozart en un mal compositor”), emitido, el 28 de abril de 1968, por la PBL dentro del programa Public Broadcast Laboratory, pero ausente de todas las ediciones audiovisuales del pianista hasta 2012, en que Sony Classical lo lanzó en DVD. En realidad, este documental había sido descubierto, en 2007, por la documentalista Lucille Carra, mientras preparaba su película titulada Glenn Gould, Recording Artist. Y, un año más tarde, fue objeto de un monográfico en la revista GlennGould que publica la Fundación Glenn Gould y edita Kevin Bazzana. Ese número incluía no sólo una introducción del propio Bazzana, junto a una transcripción anotada del guion de ese programa televisivo, sino también una versión acortada de la referida entrevista con Monsaingeon.
El programa dura 37 minutos y se inicia con Gould tocando un fragmento del primer movimiento del referido Concierto 24 en do menor, K. 491: “Una obra que ha tenido bastante mejor prensa de la que merece”, en palabras del pianista. Y añade: “Creo que Mozart, especialmente en sus últimos años, no fue un buen compositor”. Lo tilda de “artesano ingenioso en el teatro” y asegura que “demasiadas composiciones suyas suenan como memorandos de oficinista”. Tras montar una curiosa pantomima, en donde el propio pianista representa a un pedagogo inglés llamado Sir Humphrey Price-Davies, que se muestra favorable a Mozart con un exagerado acento británico, afirma que este concierto, “supuestamente una obra maestra tardía, es en realidad una espantosa colección de clichés”.
Gould dedica los siguientes minutos a demostrar su opinión. Y lo hace tocando y comentando varios pasajes del referido concierto. Atribuye el declive de Mozart como compositor a que “abusaba de su facilidad para improvisar”, hasta el punto de sostener que “una computadora podría producir realmente esos mismos clichés, con un mínimo de programación”. Y lo opone a Beethoven, que “era una mente tan calculadora […] que había desarrollado una capacidad única para fingir que estaba improvisando”. Para terminar, se decanta por las obras tempranas de Mozart: “Piezas gloriosas: magras, exigentes y poseídas de ese infalible instinto de orientación tonal con que el joven Mozart estaba tan generosamente dotado”, asegura el pianista. Y concluye tocando la Sonata en si bemol mayor, K. 333, que atribuye al año 1778 y ubica en París, aunque, en realidad, esa sonata la redactó en Linz, en noviembre de 1783. El dato lo conocemos por los estudios analíticos del papel utilizado por Mozart, que publicó Alan Tyson en 1987, y que coincide con la misma remesa de la Sinfonía nº 36 en do mayor, K. 425, subtitulada con el nombre de la ciudad austriaca.
En la entrevista con Monsaingeon, Gould también reconoce a sus mozartianos favoritos. Habla de la impresión que le produjo escuchar a Robert Casadesus, en su grabación de 1937, para Columbia, del referido Concierto en do menor, K. 491, con la orquesta de la Société des Concerts du Conservatoire dirigida por Eugène Bigot.
También comenta la devoción mozartiana que emana de Eileen Joyce y su famosa grabación, de 1941, también en Columbia, de la Sonata nº 18 en re mayor, K. 576. Pero elude utilizar la palabra “inspiración” a pesar de que es posible relacionar la transparencia y propulsión musical de ambos pianistas con sus propias grabaciones. Casadesus fue un claro punto de partida para Gould, al concebir su versión de ese concierto pianístico, y Joyce desarrolló pioneras lecturas de Mozart en los años treinta mezclando la transparencia del jeu perlé con un finísimo uso del rubato.
En cierto modo, Joyce fue en un icono similar a Gould hasta los años cincuenta, aunque después cayera en el olvido. Fue además una pionera en conceder protagonismo musical al bajo Alberti en la música de Mozart, tal como podemos comprobar en su propia grabación del segundo movimiento de la Sonata en do mayor, K. 545, donde también se escucha esa referida mezcla del nítido jeu perlé con su exquisito rubato.
Pero en la conversación con el cineasta y músico francés, Gould alaba además a Alfred Brendel y, entre los directores, destaca a Josef Krips. Recuerda la afición que tenía este director vienés de canturrear conciertos y sinfonías de Mozart. Y cuenta como, en una ocasión, tras conocer que Gould había grabado el Concierto K. 491, insistió en que lo tarareasen completo juntos mientras tomaban un té: “Ese té fue lo más cerca que estuve nunca de amar a Mozart”, reconoció Gould.
Monsaingeon trata de encontrar la explicación a ese rechazo de Gould y, especialmente, a su famosa boutade de que “Mozart había muerto demasiado tarde y no demasiado pronto”. Para ello le pregunta por su formación. Habla entonces de una especie de “incidente” que tuvo con uno de sus profesores durante el estudio de la Sonata nº 13 en si bemol mayor, K. 333. El pianista se quejaba del comportamiento esquivo de Mozart ante cualquier posibilidad canónica en favor del normal discurrir melódico acompañado por bajos Alberti. Siempre mantuvo esa crítica contra la preponderancia de lo homofónico frente a lo contrapuntístico, es decir, contra la esencia del estilo clásico. Un rechazo que, obviamente, no se circunscribía a Mozart sino que englobaba una desaprobación general hacia al clasicismo e incluso más allá. Gould estableció ese “punto ciego” en el siglo largo que separa El arte de la fuga, de Bach, de Tristan e Isolda, de Wagner, e incluso lo alargó después en el repertorio para piano hasta 1900.
Su grabación del allegro inicial de la Sonata en si bemol mayor, K. 333, realizada en 1965, trata de compensar el referido retraimiento contrapuntístico con una acuciante celeridad. E incluso contraviene la retórica de la forma sonata al evitar repetir la exposición. El pianista habla de ese movimiento como una “paráfrasis lineal” donde podría subvertir el orden de los temas y todavía la música seguiría funcionando. Somete al Mozart clásico a esta particular cura de creatividad que afecta no sólo a los tempi con su habitual articulación nítida y afilada, sino también a dinámicas y acentos indicados por el compositor; incluso también la costumbre que tiene de separar o “arpegiar” las notas de algunos acordes y que justifica como “un hábito originado por el deseo de mantener vivo el espíritu del contrapunto”.
Esa crítica al “Mozart clásico” le lleva a descubrir otro Mozart que a Gould le interesaba mucho más. Monsaingeon entresaca de los comentarios del pianista la clave de su visión del compositor salzburgués: el interés por sus obras de la primera etapa, es decir, por el “Mozart barroco”. Las composiciones de la década de 1770 son para él las mejores de su catálogo; música con una delgadez de textura y verticalidad vocal casi camerística que se ajustaba idealmente a su forma de tocar. E incluso coloca la Sonata nº 6 en re mayor, K. 284, como su favorita.
¿Como podríamos interpretar hoy esa postura hacia la música de Mozart? Hermann Danuser publicó la explicación más convincente sobre Gould, en 1978, dentro de un famoso ensayo sobre la interpretación actualizadora de Bach después de 1950, en Schweizerische Musikzeitung. Para este musicólogo alemán, la postura del pianista canadiense parte de un afán radical por negar toda tradición interpretativa pretérita. Su forma de tocar Bach abjura de lo anterior y llega mucho más lejos que Friedrich Gulda o Sviatoslav Richter a la hora de purgar la arbitrariedad romántica adherida a su música durante el siglo XIX. Esa obsesión de Gould le ha llevado, en palabras de Danuser, hacia “caminos extraños, bizarros o a veces simplemente erróneos”. Pero ese “manierismo interpretativo” también le ha permitido iluminar esa música con una luz moderna y actual. Una forma de interpretar a Bach (pero también a Mozart) que es un ejemplo de reinterpretación o interpretación actualizadora. Se refiere Danuser a que Gould no altera las cualidades primarias de la composición, es decir, las alturas y las medidas anotadas por el compositor, pero sí las secundarias. No sólo modifica el timbre, al tocar un piano moderno, sino especialmente la articulación, la dinámica y el tempo. Y lo demuestra comentando varias interpretaciones de preludios de El clave bien temperado.
Casi veinte años después, Danuser añadió un sabroso comentario sobre la relación de Gould con la música de Mozart. Lo hizo dentro de su artículo «Interpretation», incluido en los tomos temáticos de Die Musik in Geschichte und Gegenwart, en 1996, que se tradujo al español hace cinco años, en la Revista de Musicología de la SEdeM. Danuser asegura que las grabaciones de Gould de las sonatas de Mozart han creado un nuevo concepto de “interpretación negativa”. Y el pianista no sólo ha tratado de revelar la simpleza estructural de Mozart como compositor, sino que también ha aportado un renovado interés hacia su música. Ese concepto, que se sitúa a medio camino entre la interpretación hermenéutica y performativa, es decir, entre la explicación verbal y la representación sonora, ha añadido una nueva faceta al intérprete actual: la de crítico del compositor.
Pablo L. Rodríguez