George Benjamin: “Siento como si volase cuando escribo ópera”

En el pasado número impreso de mayo tuve la oportunidad de entrevistar al compositor británico George Benjamin. Fue un delicioso encuentro por Zoom que mantuvimos, a pesar de la cancelación del estreno de su ópera Lessons in Love and Violence en el Teatro Real, y en donde me habló de su nueva obra Concerto for Orchestra. Recupero aquí la versión completa de esa entrevista con motivo del estreno de esa composición, que tuvo lugar el pasado domingo en los Proms, aunque hoy Benjamin volverá a dirigirla en el MusikFest Berlin y su actuación podrá verse en directo a través del Digital Concert Hall.
***
En 1980 se convirtió en el compositor más joven programado en los Proms, con su obra orquestal Ringed by the Flat Horizon. Tenía veinte años y estudiaba en la Universidad de Cambridge, tras una breve etapa, en París, con Olivier Messiaen. Pero la vocación compositiva de George Benjamin (Londres, 1960) ya se había manifestado con tan sólo siete años. Un acercamiento empírico a la creación sonora, que huye del dogmatismo serial en favor de la espontaneidad, y donde el análisis detallado del material producido ha determinado un proceso creativo característicamente lento. Benjamin tarda entre dos y tres años en componer cada nueva obra. Un preciosismo que ha desarrollado un lenguaje personal, lineal y contrapuntístico, poblado de exquisitos melismas, que escuchamos cristalizado en sus óperas. Sin duda, la trayectoria de Benjamin es un camino de perfección hacia la ópera, tras el inicio de su colaboración con el dramaturgo Martín Crimp, en 2005. A pesar de haberse pospuesto el estreno en el Teatro Real de Lessons in Love and Violence, la revista SCHERZO mantuvo su encuentro por Zoom con el compositor el pasado 7 de abril. Y hablamos con él de sus orígenes, sus referentes musicales, su evolución creativa y sus planes de futuro.
Acaba de terminar su Concerto for Orchestra que le ha ocupado desde 2018. ¿Qué nos puede contar acerca de esta nueva obra?
Veo que está muy bien informado. Efectivamente terminé de componer esta obra hace unos días. Y siempre es para mí un momento feliz después de tanto tiempo. Inicialmente era una pieza de unos diez minutos, pero al final tendrá dieciocho. Es mi composición orquestal más larga y elaborada desde Palimpsests (2002). Y la he escrito para la Mahler Chamber Orchestra, un maravilloso conjunto al que destiné mi ópera Written on Skin. La composición, pensada para una orquesta de tamaño medio, de unos 50 músicos, es bastante virtuosística.
Aunque he empezado por el final, me gustaría volver al principio, pues con siete años ya tenía claro que sería un compositor. Una determinación sorprendente para un niño que no pertenecía a una familia de músicos. ¿Cuál fue su primer contacto con la música?
El pop. Yo compartía una pequeña habitación con mi hermana. Y ella tenía una radio portátil vieja donde ponía música. Le hablo de 1962-64, cuando la música pop británica estaba a un nivel impresionante con The Beatles. Yo vivía esa música y solía inventar mis propias melodías, que imaginaba armonizadas intuitivamente con guitarras y otros instrumentos. Siempre he tenido la habilidad de escuchar música en mi cabeza. Después me llevaron a ver Fantasía de Walt Disney, con siete u ocho años. Y esa película supuso mi conversión a la música clásica.
¿Fue entonces cuando Beethoven se convirtió en el héroe de su infancia?
Beethoven sigue siendo parte fundamental de mi vida y de mis clases de composición, en King’s College London, que ahora imparto por Zoom durante la pandemia. Acabo de dar un curso centrado en el primer movimiento de la Quinta Sinfonía. Examinar esta magnífica partitura con tal profundidad permite encontrar muchos detalles nuevos e inesperados.
Además, en su primer concierto sinfónico, en el Royal Festival Hall, descubrió a Debussy y su Preludio a la siesta de un fauno.
Eso fue hacia 1966 o 1967. Lo recuerdo muy bien. La orquesta empezó afinando. Y pensé que era una pieza musical (ríe). Hubo varias obras en el programa y después llegó Debussy. Me produjo una gran impresión. Y me sentí en otro planeta. Hasta en la sala podía sentirse que el aire había cambiado.
¿Y Stravinsky?
Llegué a Stravinsky por la película Fantasía y esa escena que utiliza la música de La consagración de la primavera. Tras ello comenzaron a fascinarme los volcanes. Incluso hoy me siguen fascinando. Fíjese, mi partitura de La consagración de la primavera está fechada en 1969 (la muestra a la cámara). Me la regalaron con nueve años.
¿Recuerda cuando murió Stravinsky, hace ahora cincuenta años?
Por supuesto. Estaba de vacaciones en España con mis padres, en Málaga. Fue durante la Semana Santa y tuvimos un tiempo horrible. Recuerdo también un kiosco de prensa cerca del hotel donde leí el titular en español: “Stravinsky ha muerto”.
Otra película importante en su infancia fue 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
Por supuesto. Kubrick y Tarkovski son quizá los más grandes. La vi con nueve años y me fascinó ese comienzo con Strauss, pero especialmente la extraña y misteriosa música de Gyórgy Ligeti.
La música de Olivier Messiaen llegó a su vida, poco después, cuando escuchó su Sinfonía Turangalila.
Antes escuché la música de Messiaen en la Abadía de Westminster. Una música de órgano bellísima y con unas armonías increíbles. Tenía doce o trece años. Y pregunté el nombre del compositor: “Olivier Messiaen”. Fue la primera vez que oí pronunciar su nombre. Después escuché la Sinfonía Turangalila.
Y se convirtió en discípulo suyo, en París, con tan sólo dieciséis años. ¿Cómo recuerda esa etapa?
Mi primer encuentro con Messiaen fue en abril de 1976. Un día mágico para mí. Me trató con mucha amabilidad y dulzura. Y sus clases fueron maravillosas. Pero el primer año tan sólo pude ir esporádicamente, pues debía terminar el colegio en Londres. Al año siguiente, me mudé a París, ya que era el último año que Messiaen enseñaba en el conservatorio. Estudiar con él fue una experiencia extraordinaria que amplió mis horizontes. Sentí tener el mejor profesor imaginable.
En esos años, 1977-78, usted escribió su Sonata para violín y piano y su Sonata para piano. ¿Cómo ve sus primeros pasos como compositor?
Tenía una gran cantidad de energía, escribía una música muy difícil de tocar, quizá con algo de frescura y drama. Pero era prácticamente un principiante.
Entiendo que, para usted, su catálogo arranca con Ringed by the Flat Horizon para orquesta (1980).
Esa obra fue un gran avance. La escribí después de mis estudios con Messiaen. Un proyecto muy serio, que me llevó dos años de trabajo, y en donde plasmé mi fascinación desde la infancia por la orquesta sinfónica. No fue exactamente en lo que se convertiría mi música, pero hay bastante de lo que hago ahora en esta pieza.
La obra está dedicada a Messiaen ¿Qué podríamos relacionar con él en esta obra?
Siempre he querido ser independiente. Y ya tenía gustos musicales alejados de Messiaen, como Sibelius, Mahler o Janácek. Pero estudiar con Messiaen expandió mis horizontes técnicos. Y aunque la forma y la estructura de la pieza no tenían que ver con su música, el material armónico y rítmico le deben mucho.
La obra fue inspirada por una fotografía de una tormenta tomada en un desierto en Nuevo México.
Me gustaban las tormentas entonces y me siguen gustando. Cuando era joven solía grabar truenos con una pequeña grabadora de casete para reproducirlos después y sigo todavía fascinado por ese sonido.
Ringed by the Flat Horizon fue interpretada en los Proms de 1980 con Mark Elder al frente de la BBC Symphony. ¿Qué significó eso para un compositor de veinte años?
Fue muy emocionante. Una magnífica orquesta profesional tocó mi obra y el público escuchó la composición de un estudiante.
Después escribió A Mind of Winter para soprano y orquesta (1981). Imagino que no fue fácil crear su propio lenguaje musical.
No estoy seguro de que crease mi propio lenguaje. Mis piezas juveniles fueron unas mejores que otras. Componer era muy complicado y lo sigue siendo. Me refiero a crear algo de la nada, al máximo nivel, con magia, riesgo y coherencia. En los 80 todo era muy serial y dogmático, y eso a mí no me gustaba. Mi música era una reacción contra ello.
¿Por esa razón apenas compuso en los años siguientes a At First Light (1982)?
Compuse mucho, pero no lo hice bien. Empecé muchas obras que no terminé. Concluí algunas, como Three Studies para piano (1985) y Antara (1987). Pero es normal para los compositores tener periodos de silencio, donde las piezas no se completan o se abandonan. Además, yo no estaba satisfecho con el material que utilizaba. Probé otros enfoques, cambié mi técnica e hice que surgieran nuevas ideas. Y encontrar la técnica para expandir esas ideas me llevó años. De hecho, cada nueva composición orquestal me lleva dos o tres años.
Ha mencionado Antara que es una obra bastante excepcional en su catálogo, al ser su única composición con electrónica, realizada durante su etapa en el IRCAM. ¿Cómo ve hoy ese experimento?
Como algo enteramente experimental, pero no enteramente exitoso.
Después, en 1990, compuso Upon Silence para mezzosoprano y consort de violas da gamba, con una asombrosa combinación de lo estático y lo dinámico. ¿Podría verse esta obra como un primer avance hacia lo que serán sus óperas?
Sí. Esta pieza lo cambió todo en mi técnica. Cuando trabajé con Messiaen me interesaban más las sonoridades verticales, pero en esta pieza todo se volvió más lineal. También desarrollé un nuevo acercamiento al tiempo y su fluidez. Reflexioné mucho sobre cómo representarlo en términos musicales. Y este acercamiento lo cambió todo para mí.
De hecho, en 1996, escribió Sometime Voices basado en una escena de La tempestad, de Shakespeare.
Aparte de que en esta obra las palabras suenan muy despacio, y sería difícil de escenificar, fue otro avance hacia la ópera. Desde 1985 empecé a pensar en escribir una ópera. Busqué colaboradores entre directores de cine y teatro, poetas y dramaturgos. Y seguí desarrollando experiencias para fortalecer mi técnica.
Una obra francamente interesante de esa época fue Viola, Viola (1997), una composición orquestal con solo dos violas. ¿Cómo surgió la idea?
Fue una propuesta de Toru Takemitsu: componer una pieza con dos violas para llenar de sonido un gran auditorio de 1.600 asientos. Me gustan las restricciones y, francamente, me atraía crear la ilusión de una orquesta con solo dos violas. Escribí esta pieza con sumo placer para la inauguración de la Sala de conciertos de la Ciudad de la Ópera de Tokio. Y su estreno fue mi debut en Japón como director de orquesta, pues Nobuko Imai y Yuri Bashmet precisaron de mi ayuda.
Ahora que lo menciona, ¿cuándo y cómo empezó a dirigir orquestas? Pues usted no sólo dirige su propia música.
Con nueve años solía componer música en el colegio basada en dramas de Shakespeare, George Bernard Shaw y amigos. Y la dirigía a mis compañeros. Aprendí ya entonces a comunicarme con los músicos. Fue una forma de probar mis ideas instrumentales siendo casi un niño.
En una entrevista dijo que tenía un libro de mitos griegos que utilizaba para improvisar óperas.
Era un libro excelente con muchos mitos europeos, griegos y romanos. Cuando tenía una tarde libre, solía improvisar en mi cabeza óperas sobre Beovulfo, Hércules, Pegaso el caballo alado, Rolando y su cuerno…
Durante su Carta Blanca con la Orquesta Nacional de España, en noviembre de 2005, le escuchamos improvisar al piano acompañando Nosferatu de Murnau.
Sí, fue en un bello cine antiguo [Cine Doré de la Filmoteca]. Tengo muy buenos recuerdos de aquel festival en Madrid, pues el público fue muy receptivo.
¿Qué le aporta la improvisación como compositor? De hecho, usted llegó a trabajar como pianista en un club nocturno de Londres para ganarse la vida.
Trabajé seis meses como pianista de club nocturno, entre 1982 y 1983, y lo odiaba. Nadie me escuchaba. En cuanto a la improvisación y la composición, apenas comprendía la diferencia cuando era joven. Pero con los años, cada vez me interesa menos la improvisación. De adolescente improvisaba durante horas, con veinte años lo hacía ocasionalmente y la última vez que me senté al piano para improvisar fue hace unos diez años. Es algo que ya no me interesa. Resulta imposible componer obras orquestales con estructuras complejas a muchas voces desde la improvisación.
La pieza suya más moderna que dirigió en aquella Carta Blanca madrileña fue Palimpsests (2002), que estrenó Pierre Boulez. ¿Qué importancia ha tenido para usted Pierre Boulez como compositor, director y músico?
Era un director fantástico que dirigió varias interpretaciones maravillosas de mi música. Combinaba refinamiento, precisión e inteligencia, y todo parecía tan sencillo y elegante en sus manos. Como compositor era magistral, aunque no me interesa su música temprana. Desde Le marteau sans maître y, especialmente, después de Pli selon pli, que es una obra maestra, adoro sus composiciones. En cuanto a sus ideas, no estábamos siempre de acuerdo. Y solíamos discutir a menudo. Mucha gente piensa que era muy dogmático, pero tenía una imaginación muy poética, sumada a su oído y mente extraordinariamente refinados. Fue un gigante de la música del siglo XX.
Otra persona fundamental en su trayectoria es el dramaturgo Martin Crimp, con quien ha forjado una sólida colaboración lírica. ¿Cómo llegó a la ópera?
En 1985, la Royal Opera, Covent Garden, contactó conmigo para encargarme una ópera. Me habría encantado aceptar, pero no podía. No tenía una historia y no sabía cómo escribir una ópera, pues la forma en que otros lo hacían no me agradaba. En los años siguientes, tomé notas, pensé mucho y fui a varias óperas. Tuve encuentros con directores, productores, poetas, directores de cine, dramaturgos y novelistas. Pero no llegué a nada. Y cuando pensaba que nunca encontraría un colaborador, mi colega del King’s College London, Laurence Dreyfus, me habló durante un almuerzo de Martin Crimp, un autor teatral amigo suyo al que consideraba un genio. Nos puso en contacto. Y supe que había encontrado la persona ideal para escribir óperas. Leí todas sus obras teatrales y me fascinó su intensidad y tensión dramática, pero también su estilo compacto e inteligente junto a su lenguaje tan extraño como simple. Crimp, por su parte, escuchó mi música. Y el interés por colaborar fue mutuo. Además, por casualidad, publicábamos en compañías “hermanas”: Faber & Faber y Faber Music. Justo en ese momento, me llegó el encargo de Joséphine Markovits, la directora del Festival d’Automne á Paris, que estaba convencida de que debía escribir mi primera ópera para ella. Y nos empujó a trabajar juntos en colaboración con la Ensemble Modern. Fue un cúmulo de coincidencias. Y sucedió casi como un milagro.
¿El tema de su primera ópera, Into the Little Hill (2006), que pudimos ver en el Teatro Real/Teatros del Canal justo antes de la pandemia fue idea de Martin Crimp?
Sí y no. Yo anotaba en mi diario poemas, novelas, obras teatrales y películas como ‘óperas potenciales’. Y tenía una lista con sesenta ítems. Uno de ellos era, precisamente, El flautista de Hamelín. De hecho, cuando era un colegial había tratado de escribir una ópera con un amigo sobre este tema. Y le conté todo esto a Martin. Por tanto, fue mi sugerencia, aunque la decisión fue suya.
Al día siguiente del estreno de esta ópera de cámara, el 22 de noviembre de 2006, en la Ópera de la Bastilla, recibió la propuesta del Festival de Aix en Provence para componer su segunda ópera. ¿Cómo fue el proceso hacia Written on Skin (2012)?
Debo mencionar a otra persona muy importante para mí: Bernard Foccroulle, que fue el director de La Monnaie y después del festival de Aix-en-Provence. Lo conocí en Bruselas, en 1989 o 1990, y me propuso escribir una ópera para La Monnaie. Lamentablemente, mi respuesta fue la misma que había dado al Covent Carden. Pero él nunca se rindió. Incluso me invitó a dirigir una reposición de Pelléas et Mélisande, en 1999, con José van Dam como Golaud.
¿Fue su primera ópera como director musical?
Sí y la única ópera que he dirigido aparte de las mías. Fue un reto excepcional y una experiencia maravillosa. Aprendí mucho sobre la producción de una ópera, aunque ese título de Debussy lo conocía increíblemente bien por mis clases con Messiaen. Foccroulle me encargó, en 2004, el ballet Dance Figures para La Monnaie y seguimos colaborando. La mañana siguiente al estreno de Into the Little Hill me dijo que sería el próximo director del Festival de Aix-en-Provence y que era el momento de escribir una ópera grande. Se lo dije a Martin y aceptamos de inmediato. Después discutimos el proyecto, durante el festival de 2007, en que Pierre Boulez dirigió magistralmente De la casa de los muertos con la Mahler Chamber Orchestra. Por esa razón escribí mi ópera para ellos.
¿Por qué optaron por un tema relacionado con la Provenza?
Foccroulle nos dejó total libertad, pero nos pidió que ambientásemos la ópera en Provenza. Tras ello, la idea nos llegó por medio de la hija mayor de Martin Crimp, que estudiaba literatura medieval en Cambridge. De las seis sugerencias que recibimos, Martin eligió esta historia basada en una leyenda del trovador Guillem de Cabestany. Me la mostró y estuve al instante de acuerdo.
Su siguiente ópera Lessons in Love and Violence (2017) es más compleja y oscura. ¿Cómo ve esta tercera ópera en relación con la anterior?
El encargo vino esta vez de la Royal Opera, Covent Garden, el mismo día en que Written on Skin se estrenó en el Reino Unido. Acepté de inmediato. Martin y yo pensamos en una historia inglesa. Y optamos por la vida del rey inglés medieval Eduardo II. La partitura resultante, Lessons in Love and Violence, me llevó 26 meses de trabajo continuo, al igual que Written on Skin, pero es una obra mucho más oscura. En términos de color, podría decirse que es menos turquesa, dorada o anaranjada (la paleta de la iluminación medieval que sustenta la obra), y opta por azules y púrpuras oscuros más sombríos. Su lenguaje es psicológicamente más complejo y directo que Written on Skin.
Barbara Hannigan me comentó, en una entrevista publicada en esta revista, la enorme diferencia entre Agnes, de Written on Skin, e Isabel, de Lessons in Love and Violence
La maravillosa Barbara tiene razón. En Written on Skin ella era el centro y en Lessons in Love and Violence su papel es más pequeño y el rey es el centro. Pero realmente es una ópera de conjunto con predominio de voces masculinas. Me encantó la versión de Josep Pons en el Liceo de Barcelona, que vi por YouTube. Cuando no dirijo, puedo sentir la naturaleza de mi música con mayor claridad. Y Josep comprende cada detalle de la obra como si fuera el compositor, aunque en sus manos la ópera suena menos tensa y oscura, y más tierna. Fue una magnífica interpretación. Estoy muy feliz y agradecido, pues han hecho posible el milagro que supone montar una ópera con público en estos tiempos tan difíciles.
¿Por qué necesita más tiempo para componer una obra orquestal que una ópera?
Es muy simple. Cuando compongo una obra orquestal no tengo nada: silencio y papel en blanco, escasas ideas y desconozco cómo comenzar. Gradualmente llegas a algo y ocho meses después parece que empieza a moverse. En una ópera tengo el texto, la estructura, la forma, el lenguaje, las palabras, la historia, la trama con sus tensiones y la relación sugerida entre las voces y los instrumentos. No tengo silencio ni el papel en blanco, aunque el pentagrama esté vacío. Y la música se beneficia de la emoción y la estructura del drama, lo que me permite escribir mucho más rápido. Si me llevase el mismo tiempo escribir una ópera que una obra orquestal, cada una de mis óperas me habría ocupado unos diez años de trabajo. En la ópera me siento en mi líquido elemento. Me gusta el espacio y el proceso, adoro las voces, me encanta el drama y me gusta el canto con los instrumentos. No quiero decir que no sea un terrible desafío. Pero siento como si volase cuando escribo ópera impulsado y ayudado por la narración, sus palabras, el argumento y la forma.
¿Está pensando ya en su cuarta ópera?
Sí, será mi próximo proyecto.
Pablo L. Rodríguez