Gabriel Bacquier, estilo y dicción
Esta asoladora racha que se ceba fundamentalmente en las voces graves de varón, se ha llevado ahora por delante, como consignábamos en estas páginas hace pocas horas, al barítono Gabriel Bacquier, una de las glorias más permanentes de la lírica francesa. Artista serio, conspicuo, sabio, desarrolló una extensísima carrera de casi 50 años durante la que dio lecciones de bien hacer, de bien expresar, de administrar unos medios de relativa calidad y de emplearlos con base a una técnica probada. Sus conocimientos pudieron ser trasladados a sus numerosos discípulos gracias a su disposición, siempre abierta pero exigente, como maestro de canto.
No conocemos muchos detalles de sus años de aprendizaje. Sabemos que, llevado de una afición infantil y juvenil, que alimentaba con la escucha de grandes cantantes del pasado, recibió en cuanto pudo, tras la Ocupación, las primeras nociones de canto. No hemos logrado saber quiénes fueron sus profesores en la Escuela de Música primero y en el Conservatorio de París, después, del que salió en 1950, a los 26 años, con un Gran Premio. Enseguida empezó a moverse y se enroló en la compañía lírica francesa de José Beckmans con la que se presentó en Niza. Su nombre comenzó a adquirir notoriedad en la parte de Fígaro de El barbero de Sevilla en el Teatro de la Moneda de Bruselas, en el que estuvo enrolado de 1953 a 1956.
Rápidamente mostró una de sus características artísticas más importante: la de la versatilidad, pasando con suma facilidad de las óperas más populares del repertorio francés (Faust, Lakmé, Manon, Werther) a las más habituales de opereta (Angélique, La Belle Hélène, Las Cloches de Corneville, Miss Heylett, Monsieurt Beaucaire), de la ópera italiana (La Bohème, Madama Butterfly, El barbero) e, incluso la checa (La novia vendida). En 1962 apareció en Glyndebourne como Fígaro de la ópera de Mozart, lo que lo marcó como una suerte de especialista de la creación del compositor salzburgués. Ya había cantado en la Scala para entonces; y en el Covent Garden, en el que fue admirado por su creación del obeso Falstaff, del intrigante Malatesta y del malévolo Scarpia, con el que había comparecido ya en el Palais Garnier.
Naturalmente cruzó muchas veces el ‘charco’ y visitó los principales coliseos del Nuevo Mundo. Chicago fue la primera singladura en 1962 (Samson et Dalila) y abrió un provechoso curso de varios años, que lo llevaría al Met de Nueva York (en el que cantaría los más diversos papeles a lo largo de 18 temporadas consecutivas), a la Ópera de San Francisco, a la Ópera Lírica de Fiadelfia. Fueron muy comentadas sus intervenciones en Aix-en-Provence, donde dio lecciones en partes tan diametralmente opuestas como las de Golaud de Pelléas y de Falstaff. No acabaríamos si nos pusiéramos a reseñar las miles de actuaciones del barítono, su dominio de la escena, la variedad de sus registros, que lo facultaban para encarnar más de 120 personajes, a los que proporcionaba sustancia y a los que revestía de humanidad, tanto si tenían talante cómico, como los donizettianos Dulcamara o Don Pasquale (con el que se retiró de la escena en la Ópera Cómica en 1994 y que llegó a cantar con Kraus en el papel de Ernesto), como si entrañaban carácter netamente dramático, así alguno de los verdianos más reconocidos (Rigoletto, Don Carlos de Vargas, Renato…).
Por supuesto, en artista tan prolífico era de esperar que interviniese en más de una creación mundial. Ahí tenemos, por ejemplo, las de Don Quichotte de Jean-Pierre Rivière (La Scala, 1969), Andrea del Sarto de Daniel Lesur (Marsella, 1962), La véridique histoire du Docteur de Maurice Thiriet y, en particular, Le Dernier Sauvage de Gian Carlo Menotti (Opéra-Comique, 1963). Las crónicas nos cuentan también su participación, en mayo de 1980, como parte protagonista en la prémiere de Cyrano de Bergerac de Paul Danblon (recordemos que Alfano había compuesto otra sobre el mismo personaje estrenada en 1936 en Roma), que tuvo lugar en Bruselas con motivo de la conmemoración del 150 aniversario de la fundación del Estado belga (Ópera de Walonia, Lieja, 1980). Añadamos otros dos títulos: L’as-tu revue? y L’Escarpolette de Jean-Michel Damase.
Como era de esperar en cantante tan versátil y completo, Bacquier fue magnífico intérprete de la mélodie. Su clara dicción y la variedad de sus acentos, su talante expresivo lo facultaban para ello. Las canciones de Poulenc, Ravel, Hahn, Duparc, Fauré y otros tenían en su voz y estilo uno de sus mejores servidores, en la línea de un Pierre Bernac o Gérard Souzay, aunque con una voz más quilates, de mayor empaque, de pasta más densa, bien que no llegara a las máximas sutilezas del segundo. Pero era un artista que, aun en sus años de declive, supo mantenerse con dignidad, tanto en este repertorio como en el escénico.
En principio, la voz era la de un barítono lírico de tonalidades penumbrosas, de una rara homogeneidad de registros, que iba fácil al grave y al agudo, con plenitudes indudables. El timbre brillaba en sus mejores años gracias a un apoyo de primer orden y a un manejo de los resonadores magistral. Basta escuchar, a través de youtube, un breve recital celebrado en la Sala Pleyel de París en marzo de 1966 con la Orquesta de la Radio cuando contaba 42 años. El instrumento circula arriba y abajo son gran facilidad, con escaladas muy fáciles y resueltas al fa y al sol agudos. Nítida pronunciación, elegante dicción (que sería siempre uno de sus puntos fuertes), matices, colores y acentos. Ejemplar. Facultades que mantendría incólumes durante algún tiempo y que, en algunos puntos, salvando distancias y admitiendo que esta apreciación es muy subjetiva, nos lo asemejaba al bajo-barítono belga José van Dam, de instrumento más consistente.
Hacia los setenta comienzan a aparecer en su canto ciertas irregularidades, paulatinamente acrecidas: la línea pierde igualdad, el apoyo es menos firme, el sonido algo más opaco, el agudo más problemático, con la consecuencia de recurrir, cada vez con mayor frecuencia, a las notas abiertas y descimbradas y a reforzar en mayor medida los apoyos nasales, algo que siempre estuvo presente, aunque en menor medida, en su canto, como suele suceder a menudo en los cantantes galos. La gran nariz que coronaba la faz de Bacquier parecía favorecer ese efecto. Lo curioso, al menos en sus años iniciales, es que tendía a emitir con la cabeza bien erguida y echada un poco hacia atrás.
Lógicamente, a medida que perdía armónicos y riqueza tímbrica, el instrumento se fue oscureciendo, aunque mantenía sin problemas su presencia en los registros medio y grave, lo que le permitió aún estar más que decoroso en un personaje como el de Guillaume Tell de Rossini, que grabó, si bien ya echáramos en falta algo más de nervio, de vigor en sus intervenciones. Claro que en la serena exposición del aria Sois inmobile mostraba su excelente línea de canto. Ese ensombrecimiento tímbrico lo facultó para abordar algunas partes más propias de un bajo, en particular las de signo bufo, como las más arriba citadas de Don Pasquale y Dulcamara. En los ochenta solía prestarse a cantar partes no muy principales previstas para un bajo lírico, como la de Capuleto de Romeo y Julieta de Gounod. Brilló también, aunque esta es más baritonal, en la verdiana de Melitone de La forza del destino.
Era normal que un cantante experimentado, conocedor, veterano de mil batallas dedicara, tras su retirada, muchas horas a la enseñanza de su arte. Ahí fue sin duda un campeón, primero al frente de una cátedra en el aula vocal de la Ópera de París, más tarde en el Conservatorio y desde 2001 en la Academia de Música de Mónaco, en la que dirigió representaciones estudiantiles. En youtube el lector también podrá localizar diversos ejemplos de sus habilidades como docente que explica con claridad, y autoridad, sus teorías. Se le puede ver y escuchar asimismo en distintas y provechosas conversaciones. Las de alguien que siempre defendió el género lírico de su país y que luchó hasta su muerte para que se recuperaran sus esencias.
Como era de esperar, Bacquier fue objeto de múltiples homenajes y de diversas distinciones, entre ellas las tan importantes Orden Nacional del Mérito y la Orden de las Artes y de las Letras. Y protagonista de una gran cantidad de grabaciones de mérito. Citemos unas cuantas: La hora española de Ravel (DG, 1967), Los cuentos de Hoffmann de Offenbach (Decca y Erato), La Jolie fille de Perth (EMI) y Los pescadores de perlas (Gala), Pelléas et Mélisande de Debussy (Eurodisc), Don Pasquale de Donizetti (Erato), Manon (DG) y Don Quichotte de Massenet (Decca), Don Giovanni (EMI), Las bodas de Fígaro (EMI), Così fan tutte (Decca) de Mozart, Tosca de Puccini (Vega), Guillaume Tell de Rossini (EMI), Otello (Decca) y La forza del destino (RCA) de Verdi.
Bacquier aparece como protagonista en multitud de estudios, diccionarios, enciclopedias y revistas, cuyos nombres harían innecesariamente extenso un artículo que ya lo es de por sí.
Arturo Reverter