Fulgor de plata: Philippe Jaroussky y el mito de Orfeo
Philippe Jaroussky, en la excelente compañía de su conjunto Artaserse y la soprano húngara Emőke Baráth, presentaron el pasado 27 de junio un programa derivado en lo esencial de su álbum de 2017, rica y coherente combinación de tres óperas sobre Orfeo: Monteverdi, Rossi y Sartorio. La de Orfeo es una historia de amor, pero también es una historia de muerte y transfiguración, a la vez que contiene un desafío a los poderes infernales. Y, sobre todo, es una reflexión sobre la fascinación de la música y de la palabra, una sola arte en la época preclásica griega. Esa fascinación se tradujo, en los tiempos de la construcción del mito, en la acepción más literal del término. Pero en nuestro mundo de hoy nos interesa más su carga metafórica: esa magia y ese poder son los que el arte —poesía y música— posee por derecho propio.
La inspiración de las Metamorfosis de Ovidio y las Geórgicas de Virgilio, más otros muchos textos clásicos, se prolonga hasta su transformación renacentista por Angelo Poliziano hacia 1480 con su extenso y virtuosista poema, base de un espectáculo con música que se ha perdido pero que demuestra que, al subir a escena, la historia de Orfeo exigía por su propia naturaleza ir acompañada de música.
Orfeo presidió los primeros experimentos (tras una perdida Dafne de Peri) de lo que podemos describir como ópera, las dos versiones de Euridice (1600 y 1602) de los florentinos Jacopo Peri y Giulio Caccini —cuyo libreto, de Ottavio Rinuccini, contiene un final feliz: en el último verso, el coro celebra que Orfeo “porta al ciel palma e trofeo”—, pero será Monteverdi quien pase a la posteridad como creador de la ópera con L’Orfeo (1607), aunque aquellas muestran ya el ‘recitar cantando’ con que la Camerata Fiorentina aspiraba a recuperar lo que creían la recitación del teatro griego antiguo. El hecho de que se imprimiera dos veces, en 1609 y 1613, a diferencia de lo habitual en la época, nos da la medida de su éxito.
El siglo largo transcurrido desde Poliziano hasta 1600 se explica fácilmente si se piensa que está dominado por la edad de oro de la polifonía; el desarrollo de la monodia, el canto a solo, era condición imprescindible para la expresión de emociones individuales que es el tronco de todo argumento operístico. Ya Peri afirma que la monodia era el único estilo que servía para adaptar los mitos a la escena, sin dejar de reconocer el mérito de Emilio de’ Cavalieri, que en su Rappresentazione di anima, et di corpo, estrenada como la Eurídice de Peri en los últimos meses del siglo XVI —en febrero de 1600— como cerrando de forma visible una época, la monodia a una tradición del drama sacro que está a punto de mudarse en otro nuevo y glorioso género, el oratorio.
Monteverdi —por su parte maestro de la polifonía con sus libros de madrigales, ya en los cuales irá dando creciente papel a la voz sola— ve clara esta necesidad de utilizar la monodia para satisfacer las exigencias dramáticas y expresivas del nuevo mundo musical que será la ópera y aprovecha todo el potencial emotivo y dramático del relato, a cuyo servicio pone la riqueza y variedad de su escritura. Para el estreno de la ópera, una celebración nupcial, se consideró inadecuado el final trágico del libreto de Alessandro Striggio, impreso antes del estreno y de la modificación introducida por el compositor con el descenso de Apolo, padre de Orfeo, y el ascenso de ambos a los cielos, apoteosis útil además para el lucimiento de la maquinaria teatral. La música simboliza además a la perfección los ecos pitagóricos y neoplatónicos contenidos en diversas partes del texto.
PRIMA LE PAROLE E POI LA MUSICA
La prioridad de la palabra poética sobre la música, en aquel momento preceptiva, se relativiza ante la poderosa creatividad monteverdiana, sobre todo en la prodigiosa Possente spirto, con la que Orfeo tiene que persuadir a Caronte de que le permita acceder al Hades y por tanto debe valerse de todos los recursos que su arte le proporciona.
La obra fue estrenada por un reparto masculino, con el tenor Francesco Rasi como Orfeo y tal vez el castrato soprano Girolamo Bacchini como Eurídice, junto con otro castrato, Giovanni Alberto Magli, como Proserpina y en los encantadores papeles de la Música y la Esperanza; Jaroussky fue también esta última bajo la dirección de Jean-Claude Malgoire en 2004.
La transposición para contratenor del papel —cantado por tenores y ciertos barítonos— no desvirtúa su espíritu, sino que, muy al contrario, lo eleva a otra dimensión, siempre y cuando, desde luego, las cualidades del intérprete —y no sólo de su voz— sean las idóneas para tan exigente tarea. Ninguna lo es más que la de Jaroussky con su bellísimo timbre inconfundible, su color de soprano, su musicalidad inigualable y su capacidad de matizar hasta el infinito cada palabra y cada sílaba; la música experimenta una transfiguración. Esta voz, luminosa y dulce como ninguna, realza la fragilidad y la humanidad del personaje, en completa oposición a manera en que lo veía Claudio Cavina, quien, cuando dirigió la ópera de Monteverdi, lo entendió dominado por un sentimiento de superioridad, presunción y seguridad en sí mismo. Jaroussky pone al descubierto el núcleo palpitante de esta música y sitúa al héroe-antihéroe en un plano semiceleste, ambiguo una vez más: terrenal por su vulnerabilidad y celestial por la belleza y el hechizo de su canto.
La fuerza poética, el esplendor melódico, armónico y cromático y la extraordinaria ornamentación de L’Orfeo tienen su punto más alto en las arias elegidas para esta selección. Después de Rosa del ciel (acto I) —más bien un arioso—, himno del semidiós a su padre —Apolo, es decir, el Sol, “vita del mondo” —, de ecos neoplatónicos, y de la deliciosa Vi ricorda, o bosch’ombrosi (acto II), a tempo de danza, dos momentos de luz radiante que contrastan con la tiniebla que vendrá después —la oposición de luz y oscuridad es un leitmotiv conceptual y simbólico de la obra: cielo e infierno, Apolo y Plutón—, el momento culminante de la ópera monteverdiana y de este recital es, por supuesto, Possente spirto (acto III) que va mucho más allá del ‘recitar cantando”, pues aquí la música es señora y no sierva, aunque la genialidad del compositor hace de ella cumplida expresión de emociones y mantiene en el debido plano la letra poética.
No hay que olvidar la preocupación de Monteverdi por hallar la manera de reflejar el lenguaje humano y mover las pasiones, preocupación bien expresa en sus cartas a Striggio en 1616 en referencia a Le nozze di Tetide —‘fábula marítima’ y una de sus óperas perdidas, supuestamente siete—, pues los personajes no humanos, como los vientos, no hablan, y alude a Orfeo y a Ariadna, sus dos figuras emblemáticas en este sentido.
El compositor logra también que la línea melódica no se pierda en la profusa ornamentación, mucho más que mero virtuosismo. Textos como el prefacio de Caccini a la edición de su colección Le nuove musiche (1602) dejan claro que la ornamentación de la monodia en esta temprana época tenía la función de realzar el dramatismo y la expresividad de la palabra. En efecto, se percibe claramente que nada es arbitrario y que, despojada de dichas ‘florituras’, la línea vocal no tendría ni mucho menos la fuerza y la intensidad que tanto admiramos en esta música y que tanto contribuyen a su estilo peculiar.
PODEROSO ESPÍRITU
De ello son ejemplos perfectos las filigranas de la mencionada Possente spirto, cuya partitura es un auténtico espectáculo con su límpida escritura, bella en sí misma como lo son ciertas fórmulas matemáticas; contiene dos líneas vocales, una con la ornamentación y otra sin ella, junto al bajo continuo instrumental, y nada más, como era habitual en la época. Los autores de The Monteverdi Companion observaron que este acompañamiento improvisado o desarrollado a partir del bajo cifrado se adecuaba magníficamente a seguir la declamación y el canto, de gran intensidad emocional, y se evitaba forzar la línea vocal a pautas rítmicas más rígidas para obtener una uniformidad de ejecución en una agrupación de músicos ya considerable.
Se piensa con fundamento que la línea ornamentada de Possente spirto estaba destinada a los cantantes que no tenían la capacidad o la osadía de aportar la suya propia. Estos melismas requieren una agilidad y una coloratura de absoluta naturalidad, rasgos característicos de Jaroussky desde sus comienzos, hace casi veintidós años; destaca en adornos típicos de la época como la ribattuta di gola, rápida repetición picada de una nota que en voces más graves tiende a ligarse.
Y dentro de esta aria aún hay que destacar el pasaje en el que el protagonista se identifica ante su singular oyente, el barquero del Hades, psicopompo o conductor de las almas de los muertos. La hipnótica frase “Orfeo son io”, durante la cual enmudecen los violines acompañantes y en la que he contado sesenta y cinco notas, es una afirmación de identidad, ilustrada por el virtuosismo propio del personaje. Una creación, en fin, autorreferencial, música dentro de la música, un juego de ingenio adecuado al Barroco, tan aficionado al cuadro dentro del cuadro y al teatro dentro del teatro.
De otros tres momentos hay que referir también la perfecta y sutil conexión entre palabra y ornamento: casi el principio, Orfeo canta “e formidabil nume” con las treinta y ocho notas de un melisma que parece encaminado a poner de relieve su deferencia hacia Caronte y su voluntad de convencerlo; poco después, antes del primer ritonello, sólo dos monosílabos, “in van” se deslizan a lo largo de cuarenta y dos notas con la misma intención persuasiva y respetuosa, pues aluden a que sin su concurso en vano intentará un alma pasar a la otra orilla. Y más adelante riza el rizo con “A lei volt’ho il camin”, literalmente “a ella he vuelto el camino”, donde canta en setenta y dos notas el amor que lo lleva a buscar a Eurídice en el reino de las sombras.
Todos estos melismas se desarrollan en un ritmo ya ondulante, ya sincopado, en una secuencia de semicorcheas y fusas que combina ribattute di gola y puntillos, los cuales dan una sensación de empujar, de hacer avanzar la línea melódica en una línea perfectamente trazada y controlada.
Es también asombrosa la brillante instrumentación, con grupos distintos para cada estrofa —dos violines, dos cornetos, dos arpas, dos violines más bajo—, sus diálogos y los efectos de eco con la voz o entre ellos. Es interesante recordar que el barítono belga Nicolas Achten grabó en 2014 el aria acompañándose al arpa, que evoca la lira o cítara del personaje, en una completa identificación con este.
LOS OTROS ORFEOS
Sin contar con madrigales, cantatas, oratorios y ballets, muchos Orfeos operísticos vinieron después de Monteverdi, aun limitándonos a la época de nuestro interés, que sólo rebasa la mitad del siglo XVIII para abarcar a los hijos de Bach. Antes de referirnos a los que formaron parte del recital del Palau con el gran Claudio, no podemos dejar de mencionar a Marc-Antoine Charpentier, de los compositores más sublimes no sólo del Barroco francés sino de todo el período, con La descente d’Orphée aux enfers (c. 1686), ópera de cámara al parecer inconclusa, pero antes compuso la cantata secular Orphée descendent aux enfers (1683-1684); y a otros como el florentino Domenico Belli con su Orfeo dolente (1616): se queja el compositor en una carta de que los cantantes encontraban la música “difficile e incantabile”; el romano Stefano Landi con La morte di Orfeo (1619), tragicomedia pastoril con un tenor en el papel titular; el alemán Heinrich Schütz con su Orpheus und Euridice (1638); Matthew Locke con The masque of Orpheus (1677), en el tradicional género inglés de la mascarada; Louis Lully, hijo mayor de Jean-Baptiste, con su Orphée (1690), escrito en colaboración con su hermano Jean-Baptiste y que forma parte de las obras producidas en la Ópera de París esos años con una fuerte crítica contra Luis XIV, satirizado además como Plutón ya desde algunos ballets de mediados del siglo, como hace también André Campra con su Orfeo nell’inferi, en el acto III de Le Carnaval de Venise (1699), comédie lyrique.
Entre los dieciochescos destacan Georg Philip Telemann con su Orpheus (1726), parte de cuya música se ha perdido y modernamente se han llenado esas lagunas con otras obras del maestro de Magdeburgo, y Karl Heinrich Graun (1752), un preclásico como Carl Philipp Emanuel Bach, el más genial de los hijos de Johann Sebastian. Un caso curioso es el pastiche Orfeo, con piezas de Nicolo Porpora, Carlo Broschi, Nicola Antonio, Leonardo Vinci, Johann Adolph Hasse y Francesco Araja; se estrenó en Londres en 1736 con libreto del influyente poeta romano Paolo Antonio Rolli, activo en esta ciudad, y su primera interpretación moderna tuvo lugar en 2020.
Concluimos con Christoph Willibald Gluck, con sus dos versiones: Viena (1762) para castrato alto y París (1774), para haute-contre, el tenor alto francés; posteriormente se adaptaría a otras tesituras y colores vocales, también para contratenor; en ella han destacado el propio Jaroussky y Bejun Mehta, ambos naturalmente en la primera versión.
Luigi Rossi estrenó su Orfeo (1647), descrita como “tragicomedia in tre atti” y primera ópera representada ante la corte francesa; consistió en una regia y costosa producción parisiense con ballets —es decir, al gusto francés—, gracias al impulso de la reina regente y de Mazarino, con libreto de Francesco Buti y en el papel titular el castrato contralto Atto Melani. Aunque lo cómico y lo festivo tienen gran presencia en esta ópera, lo emotivo se intensifica en dos piezas de tono melancólico, las maravillosas arias Lagrime, dove sete? y Lasciate Averno, de las cuales Jaroussky hace toda una creación a la medida de su sensibilidad. De la segunda hay también versiones para soprano, con las que más se puede comparar la suya, pero ésta es más conmovedora y llena de colores y sutiles matices.
Ya es otra época, la del bel canto y el abandono de la más o menos respetada subordinación del texto a la música, por obra de compositores como el propio Rossi, napolitano, en Roma y París o, en Venecia, Cavalli, Cesti o Antonio Sartorio, que estrena allí L’Orfeo (1672) —con libreto de Aurelio Aureli y el castrato soprano Francesco Maria Rascarini—, obra que incluye tramas y personajes secundarios y asimismo pródiga en bellos momentos.
En todas estas melodías inmortales, la voz de Jaroussky no sólo canta; también danza, respira, flota y vuela.