Franz Welser-Möst: el sonido del silencio

El epíteto más cruel que se ha dedicado a un director de orquesta se acuñó a finales de los años ochenta del siglo pasado, cuando dos orquestas londinenses se disputaban el derecho a la residencia exclusiva en el Royal Festival Hall. Ninguna de ambas instituciones se hallaba en ese momento en su mejor forma. La Philharmonia estaba dirigida por Giuseppe Sinopoli, un psicoanalista italiano cuyas ideas flotaban sobre las cabezas de los músicos. La Filarmónica de Londres estaba a punto de perder al inspirador Klaus Tennstedt a causa del cáncer, y los músicos no estaban muy convencidos acerca de su sucesor, un joven austriaco con gafas que respondía al nombre de Franz Welser-Möst.
Dos músicos de la orquesta se referían a él como “Frankly Worse than Most” (francamente peor que la mayoría), un insulto que se dirigía no solo a esta persona concreta, sino a toda la especie de los directores de orquesta. El sobrenombre implicaba que todos los maestros eran poco menos que una basura. Este en concreto era simplemente WTM.
Cuando el apodo apareció en la crítica de un concierto, el protagonista presentó su dimisión. Los músicos le rogaron que se quedara, temiendo que su salida les costara la residencia. Siete años más tarde, cuando abandonó Londres para siempre, un crítico mordaz escribió: “Vino de ninguna parte, no va a ninguna parte”. Sinopoli, también expulsado de la ciudad, murió a los 55 años, en plena dirección de Aida en Berlín. Las dos orquestas acordaron repartirse la residencia y desde entonces se resienten. Lo único que queda de este episodio es un regusto amargo de lo desagradable que puede ser la música clásica.
Franz Welser-Möst, que ahora tiene 60 años, repasa su experiencia en unas memorias de reciente aparición, tituladas From Silence: Finding Calm in a Dissonant World (Desde el silencio: encontrar la calma en un mundo disonante). En ellas describe cómo se sintió al ser “utilizado como un amortiguador por varias partes interesadas; los golpes bajos eran cada vez más potentes mientras que el apoyo de la orquesta era cada vez más débil”. ¿Qué aprendió? Apagar el ruido ambiental, aconseja, y “descubrir que podemos confiar en el silencio”.
El remedio le ha servido. Desde el cambio de siglo, Welser-Möst es el director musical de la Orquesta de Cleveland, la más destacada de Estados Unidos. En el mercado más competitivo del mundo, ha conseguido mantener un sonido translúcido y lo ha refinado hasta alcanzar una riqueza inigualable en Strauss y una delicadeza poco frecuente en Bartók. Dos décadas en Cleveland han reivindicado su capacidad.
El objetivo de sus memorias es mirar más allá de los conflictos de su vida, hacia una quietud que descubrió un momento antes de estar a punto de morir. El 19 de noviembre de 1978, en el 150º aniversario de la muerte de Franz Schubert, Welser-Möst iba en un coche de camino a un concierto cuando el conductor perdió el control en una carretera alpina. La mujer que ocupaba el asiento de al lado murió. Franz, de 18 años, se despertó en el hospital con los dedos rotos y la columna vertebral dañada, lo que puso fin a sus esperanzas de convertirse en violinista.
Un instante antes del accidente —él está convencido de que fue ‘antes’—”un silencio increíble” le invadió. “Yo estaba completamente a su merced —escribe— incapaz de moverme, y mucho menos de influir en lo que iba a ocurrir en los segundos siguientes. Este silencio me pareció que ignoraba todas las reglas conocidas del mundo… Desde aquel día he pensado repetidamente en el fenómeno del silencio… el silencio como condición básica de la ausencia de sonido”.
La idea del silencio como música fue articulada por el compositor estadounidense John Cage, que asoció el silencio con el azar o los acontecimientos aleatorios en los que siempre hay que esperar lo imprevisto. La variable aleatoria en la vida de Franz fue un barón de Liechtenstein llamado Andreas von Bennigsen, quien jugueteó de niño en las rodillas de Wilhelm Furtwängler y se dedicó en su madurez a buscar un genio comparable. Tras declarar que había encontrado su grial en la ciudad de Wels, rebautizó a Franz Möst incluyendo el nombre de la ciudad en su apellido y lo adoptó como hijo y heredero. Sus padres, un médico y una diputada, no pusieron al parecer ninguna objeción.
Si todo esto puede sonar extraño, el barón demostró estar loco en el mejor sentido del término. Para cuando Franz pudo volar por sí mismo, el apellido se había quedado y su estrella ascendía en EMI Records. La primera vez que le vi en acción, sustituyendo a Tennstedt en una gira por Japón, se pasó el intermedio del concierto vomitando y salió a renglón seguido para dirigir la Quinta de Beethoven más electrizante que jamás he escuchado en directo. Desde aquella noche, nunca he dudado de su capacidad de autoinspiración.
Tras su debacle londinense, FWM pasó 15 años de convalecencia en la Ópera de Zúrich, trabajando con una orquesta de relojeros y una compañía sembrada de talentos, entre ellos el joven Jonas Kaufmann. Una noche de verano le oí interpretar el preludio de Der Rosenkavalier al doble de la velocidad normal. ¿Por qué?, le pregunté. “Porque podemos permitírnoslo”, sonrió Franz. “La temporada ha sido muy larga y necesitábamos soltarnos”, añadió.
En Cleveland, Franz se enfrentó a la hostilidad del único crítico musical de la ciudad y testificó en su demanda de despido. La jubilación de los músicos más veteranos suscitó disconformidades, pero su mandato ha sido en general positivo y la calidad musical —en una ciudad del rustbelt con enormes carencias— sublime. Aparte de un breve período como director musical de la Ópera de Viena, su progresión desde su etapa londinense ha sido ininterrumpida.
Sus memorias están dedicadas “a mi querida esposa, Geli”. Vive junto a un idílico lago, apreciando cada día “la posibilidad de retirarse al silencio contemplativo”. A los 60 años puede que aún le queden algunas cotas alpinas por coronar, pero el gen de la ambición está siempre atenuado por su afinidad con el silencio. Cuanto más le leo, más me convenzo de que el primer deber de un director de orquesta es imaginar un mundo sin ruido, el caos primigenio que existía antes de que Dios dictaminara “que haya sonido”.
En el podio, Franz Welser-Möst parece practicar algún tipo de meditación antes de dar el primer golpe de batuta. Carlos Kleiber, el maestro de todos los maestros, solía revolotear nerviosamente durante un minuto o más antes de comenzar. Furtwängler era famoso por no dar ningún golpe de compás previo. Puede que el silencio sea el verdadero secreto de la gran dirección de orquesta.
Artículo publicado den el nº 376 de SCHERZO (Septiembre, 2021)
Foto: Julia Wesley (1,2); Roger Mastroianni (3)