FESTIVAL BAL Y GAY / El año que viene, diez
Ribadeo. Auditorio Hernán Naval. 21-VIII-2022. Elisabeth Leonskaja, piano. Obras de Beethoven. • San Martiño de Mondoñedo. Basílica. 23-VIII-2022. Cuarteto Quiroga. Obras de Canales, Haydn y Brahms. • Mondoñedo. Catedral. 24-VIII-2022. Serena Sáenz, soprano. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Lucas Macías. Obras de Haydn y Mahler/Simon.
Uno de los acontecimientos de esta novena edición del Festival Bal y Gay era la presencia de la pianista Elisabeth Leonskaja, figura esencial del teclado de los últimos cuarenta años, es decir, mucho más que esa repetida, tópica y al final poco lucida definición de “gran dama del piano” que a veces se le aplica, como antes a Moura Lympany —dame, además, del Imperio Británico— o a Bella Davidovich pero nunca a Alicia de Larrocha o a Martha Argerich, Dios le librase a quien lo intentara. Como ellas dos, Leonskaja es más que eso: una enorme música, damas y caballeros todos incluidos.
A sus casi setenta y siete, la pianista de Tiflis se presentaba en Ribadeo con un exigentísimo programa compuesto por las tres últimas sonatas de Beethoven, con no más de un minuto o dos de descanso entre una y otra y con una humedad ambiental que seguramente hacía el esfuerzo algo más duro. Más aún cuando Leonskaja lo abordó desde el principio con una enorme tensión interna, como decidida a explicar en un único y poderoso trazo toda la enorme cantidad de música que se acumula en esas tres obras absolutamente trascendentales. Quizá eso descolocó un poco a quienes la tienen, y con razón, por una pianista extraordinariamente sutil, inteligente matizadora, eso que revelan a la perfección su Schubert o su Mozart. Fue, digamos, un inicio algo tempestuoso, en el que el conjunto querría imponerse a la suma de sus partes, la sensación general a su propia construcción. Pero poco a poco frente a alguna rozadura, a algún pedal resuelto un poco abruptamente, a esas cosas que cuando se atesora semejante sensibilidad importan poco, se fue imponiendo una mayor calma, un reposo necesario frente a tanta tensión, así en los últimos movimientos de la 30 y la 31, aquí sí con algún pedal primorosamente utilizado. Y así llegamos al mejor momento del recital, la Arietta de la Op. 111, ese monumento de la historia de la música que Leonskaja abordó con la serenidad que impone su enunciado, Adagio semplice e cantabile, para después ir navegando en semejante hondura con el arte y la inteligencia que sólo los más grandes saben aunar. Y dejando siempre al oyente el espacio necesario para completar la lectura, ese aire que deben respirar juntos aquel y el intérprete. Como estábamos ante una artista que sabe respetar y respetarse no hubo encore alguno. Después de semejante esfuerzo, de un programa de tan descomunal potencia, nadie podía ni exigir ni exigirse nada más.
El Cuarteto Quiroga está en el Bal y Gay como en casa y eso se nota desde el primer momento en la naturalidad, la falta de afectación escénica, el diálogo implícito que se establece inmediatamente entre ellos y el público. Y a partir de ahí, de esa cercanía, surge lo esencial, que es la música y el modo de hacerla. Para empezar, no parecía caber mejor comprensión de las cualidades, tan indudables como dadas a la disolución en su abundante entorno estético, del Op. 3 nº 5 de Manuel Canales —músico de los Alba, quizá también de la condesa-duquesa de Benavente— que abría el programa. Desde la sutil veleidad de cierta retórica concertística del primer movimiento a la suave rusticidad —eso tan de la aristocracia de nuestras Luces— del último, pasando por la recreación, en una basílica románica, del ambiente nocturnal de cualquier jardín ilustrado, qué se yo, del Capricho madrileño de los Osuna en el Largo sostenutto, los Quiroga transitaron por tan recuperable música con irreprochable estilo.
Haydn —el Op. 74 nº 1— llegó a continuación abierto con ese punto justo de énfasis y casi juego que inicia el Allegro y que, curiosamente, también cabría predicar del Presto conclusivo, tan ajustado a las características de los que ocupan el mismo lugar en sus sinfonías londinenses y que resultó literalmente arrebatador para los intérpretes y para la audiencia, una exhibición de virtuosismo camerístico y, por ello, individual y colectivo. Lo había sido también el modo de abordar el maravilloso Menuetto, tan más allá de su denominación como ese Quasi minuetto moderato con el que Brahms demuestra, si hiciera falta, una vez más, su genio inmarcesible en el Cuarteto Op. 51 nº 2. Y es que tenía mucho sentido unir las dos obras en el mismo programa como muestras de cómo trabajar maravillosamente un material en apariencia mínimo a través del arte de la variación por muy disimulada que aparezca. El Quiroga propuso cómo quizá en Brahms esté la definitiva piedra de toque para todos, para el oyente y para el músico. Brahms exige pero da, ofrece y otorga, premia al fin el esfuerzo por hallar esa fuente que no se agota y en la que sabiduría y expresión se acercan diríamos milagrosamente si no supiéramos que no es esa la razón. El Quiroga —recordemos cómo trató la suma de gravedad y ligereza del Allegro non troppo con que se abre la página, o ese Finale que bascula entre el canon y la danza húngara— lo sabe —lo dejó diáfano Cibrán Sierra en sus palabras previas— y lo hizo saber. Un encore, también brahmsiano, la canción In Stiller Nacht, en arreglo de ellos mismos, cerró la estupenda sesión en la que volvimos a encontrarnos felizmente con el que es, por el mundo adelante, uno de los mejores cuartetos de su generación.
Y para concluir el IX Bal y Gay —diez ediciones ya el próximo año, y parece que fue ayer— uno de esos conciertos que harán historia del festival. Tarde lluviosa en Mondoñedo, cuya catedral es una hermosura pero no tiene una fácil lidia acústica. Lucas Macías y la Orquesta Sinfónica de Galicia se arriesgaron llevando diríamos que al límite lo que la reverberación del recinto permite justo antes de que los planos sonoros puedan confundirse del forte para arriba y el sonido pierda limpidez, se empañe. Lo mismo sucede a la hora de los cambios abruptos de dinámica, en los que hay que calcular muy bien tiempos y volúmenes para que todo fluya con claridad. Ese riesgo se corrió en la pimpante versión de la Sinfonía 102 de Haydn que ocupaba la primera parte. Riesgo asumido y prueba superada, pues, en el límite de las posibilidades del recinto, la lectura resultó a la vez intensa y fresquísima, sólida y bienhumorada. Lucas Macías, un magnífico maestro, entiende perfectamente esta música, desde su solemnidad inicial hasta su final pletórico, y la orquesta siguió su propuesta no ya con la probidad que conocemos sino con verdadero entusiasmo.
La segunda parte proponía algo que antes del concierto podría parecer a alguien una suerte de sucedáneo inevitable. Si se quiere meter una sinfonía de Mahler, la Cuarta a la sazón, en la catedral de Mondoñedo, es necesario usar un arreglo que permita que el orgánico quepa suficientemente en el presbiterio aun a costa, a priori, de dejar cosas por el camino —y, por cierto, sin los inconvenientes que había que salvar en Haydn. La transcripción para orquesta de cámara de Klaus Simon, estrenada en 2007, recorta el contingente sin reducir la expresión, ello quizá también porque, de las sinfonías del autor, esta Cuarta pueda ser la que mejor resista ese proceso. En cualquier caso, para que la idea funcione, los intérpretes han de partir de la base de que ello es posible, asumirlo y demostrarlo, saber muy bien que no es lo mismo que la versión original y que han de ser fieles a ella pero también a esta su reducción funcional. Y ahí el trabajo de Lucas Macías fue ejemplar: claro clarísimo y expresivo desde el primer compás —su movimiento de brazos o la forma de matizar de su mano izquierda recuerdan mucho a Claudio Abbado—, emocionante siempre, así en el conmovedor Ruhevoll que nos puso al borde de los no muy cómodos bancos de la sede mindoniense y en el que resultaría modélica —muchas cosas lo fueron de principio a fin en tan impecable lectura— la transición hacia ese final del movimiento que es quizá el único momento en el que se pueda echar de menos el mayor énfasis del original. Para el Lied conclusivo se contó con la joven soprano barcelonesa Serena Sáenz —Zerlina en el Don Giovanni de la Staatsoper de Berlín el pasado mes de mayo y Lisa en la próxima Sonnambula del Real en diciembre— que estuvo a la altura de las circunstancias: bella voz, plenamente en estilo, en el punto justo en el que hay que decir ese texto entre la ingenuidad, la ironía, la pobreza de aquí y los gozos del más allá. Un descubrimiento. La Sinfónica de Galicia demostró su clase y, sobre todo, la de cada uno de los atriles que aquí se ven especialmente exigidos por su carácter solista. Después de semejantes emociones, el público reaccionó como no podía ser de otra manera, aunque desgraciadamente suela ser de otra manera: con un larguísimo silencio, entre el trance y la perplejidad hijos de la emoción.
Luis Suñén
(Foto: Xaora Fotógrafos)