ESTRASBURGO / John Nelson y su siguiente etapa del proyecto Berlioz

Estrasburgo. Palais de la Musique (Sala Erasme). 13-X-2021. Orquesta Filarmónica de Estrasburgo. Michael Spyres, tenor. Timothy Ridout, viola. Director: John Nelson. Obras de Berlioz.
El director norteamericano John Nelson (San José de Costa Rica, 1941) tiene una larga trayectoria asociada al mundo musical francés y, en particular, a Hector Berlioz. En 1973, un joven Nelson debutaba, en el terreno operístico, en el Carnegie Hall de Nueva York dirigiendo una versión sin cortes (es decir, respetado las cinco horitas que dura el asunto) de Los troyanos. No mucho después hacía lo propio en el Met con esta misma obra, sustituyendo, con apenas un día de tiempo, a Rafael Kubelik, que era el director previsto para la ocasión.
Aunque con el tiempo Nelson ha estado ligado a Francia con otros menesteres (muy especialmente como director del Ensemble Orchestral de Paris, con el que ha llevado a cabo grabaciones distinguidas de repertorio bien diferente, como la Misa en Si menor de Bach) y curiosamente su más premiada grabación resulta encontrarse en el repertorio barroco (Semele de Haendel, que recibió un Grammy), lo cierto es que Berlioz ha estado siempre en el corazón del director, que hace tiempo se embarcó en lo que poco a poco está creciendo como un integral de la obra del compositor francés.
Nada más justo porque, con permiso de los incondicionales de Saint-Saëns, creo que caben pocas dudas en que se pueda considerar a Berlioz no sólo como el principal exponente del Romanticismo musical francés, sino como el mayor maestro indiscutible de la orquesta en ese país (y en algunos más) durante ese siglo. Creo que no es exagerado decir que sin Berlioz la orquesta, y de paso, la dirección de orquesta, no serían probablemente lo que son. Es fascinante el repaso de sus partituras orquestales y comprobar la minuciosidad excepcional (una minuciosidad que habría de esperar muchos años hasta repetirse) de sus instrucciones a músicos y a director: desde el tipo de baquetas para la percusión hasta explicaciones de cómo debe marcar el director determinados pasajes o cómo debe generarse determinado regulador o transición, el compositor no ahorra detalles e instrucciones de precisión exquisita.
Cabía, pues, presenciar con interés, en directo, una nueva etapa de este proyecto, cuyos productos más recientes son La condenación de Fausto, el Requiem y, de nuevo, Los troyanos. El concierto que motivó el viaje ha sido grabado por Warner (la discográfica que asumió el proyecto iniciado bajo el sello francés Erato) para su edición discográfica (prevista para el otoño de 2022), y unía como obras principales dos partituras bien diferentes: Harold en Italia y Noches de estío.
Aunque dotado de un nuevo impulso en años recientes, las primeras piedras de este proyecto Berlioz tienen ya la friolera de 30 años. Fue entonces, en 1991, cuando Nelson registró para Erato (con la Orquesta de la Ópera de Lyon) Beatriz y Benedicto, obra estrenada en 1862, contemporánea de Los troyanos, pero por completo diversa en el carácter. Su festiva, desenfadada y alegre Obertura abrió el concierto en esta ocasión. Le siguió el ciclo de canciones Noches de estío, escrito en 1841 sobre poemas de Théophile Gautier, inicialmente con acompañamiento pianístico y orquestado posteriormente en 1856. Cerraba el concierto esa bellísima obra sinfónica titulada Harold en Italia, que en palabras del propio compositor no es sino una “sinfonía en cuatro partes con viola principal”, aunque sin duda lo principal del viola no fue suficientemente ‘principal’ para Paganini, que según parece esperaba (en balde) que el francés le obsequiara con alguna pieza pirotécnica para viola en el mejor estilo que caracterizaba al legendario violinista.
El concierto se celebró en la Sala Erasme del Palais de la Musique de Estrasburgo, auditorio de estética muy moderna, con paredes en las que destacan relieves que guardan cierto remedo con los de una cámara anecoica, y en el que al firmante le llamaron la atención tres detalles: la notable diferencia de altura entre el nivel más bajo (cuerda, podio del director) y el más alto (percusión), bastante mayor de la que estamos habituados a ver, la forma de embudo muy pronunciada, con la boca del escenario estrechándose muchísimo hacia el fondo del mismo, y una reverberación bastante importante. No puedo asegurar en qué medida esta última influyó, aunque supongo que en alguna medida lo hizo, en lo escuchado. Imagino también que el hecho de estar siendo grabada para el disco condicionó quizá algunas dinámicas, especialmente en lo referente a la parte cantada.
La Filarmónica de Estrasburgo es una formación de calidad, qué duda cabe, aunque tampoco quepa considerarla entre las de la primera fila europea. Con todo, es un conjunto de sonido cálido, generalmente empastado y con una familia de viento metal muy convincente. Nelson, por su parte, es maestro de lenguaje gestual generalmente claro (sin batuta), gran conocimiento de este repertorio y criterio muy sólido. Convencido de su idea, arrastra con facilidad a sus músicos y evidencia una conexión envidiable con ellos. Entiende perfectamente el lenguaje de Berlioz, su magistral manejo de la orquestación, sus contrastes, su trepidación rítmica, su poesía y su lirismo, pero también su vibrante exaltación, de tan contagiosa vitalidad.
Hubo de todo ello, bien que quizá no en toda la medida deseable, en la precitada obertura de Beatriz y Benedicto, aunque la vivaz introducción de la cuerda quedara un punto confusa en su articulación. Sonó muy logrado el lírico pasaje de la cuerda en el Andante un poco sostenuto, y aunque a la postre quizá faltó algo de vibración, el resultado alcanzó cotas suficientes de color y clima festivo.
El tenor (o baritenor, como defiende en su último disco) Michael Spyres se hizo cargo de las Noches de estío. Quien esto firma no había podido escucharle en vivo hasta ahora, y es bien cierto que su presencia reciente en Madrid para la Norma del Teatro Real fue acogida de manera unánimemente negativa, o como poco, desangelada, por la crítica. Lo escuchado en Estrasburgo responde a una voz bonita, bien timbrada, sobre la que me cabe la duda de la anchura de su volumen. Sus pianissimi fueron sin duda de gran belleza, susurrados, extraordinarios (tal ocurrió en el final de la segunda canción, El espectro de la rosa, en el que es difícil dibujar un ppp de más delicadeza). Sin embargo, los momentos en que se demanda un forte convencido (algunos en las dos últimas y también en Sobre las lagunas) quedaron un tanto cortos.
La sensación general, con algún tempo en el lado más lento (justamente la mencionada segunda canción), fue la de una interpretación evocadora, sugerente, pero algo corta de contraste, por lo que las canciones más extrovertidas (primera y última, esta muy moderada para la indicación Allegro spiritoso) quedaron, en este sentido, más blandas de lo que quizá sería deseable (y de lo que otros artistas, pienso en Janet Baker) nos han ofrecido. Lo mejor, para quien suscribe, su interpretación, cuidadísima y de gran melancolía, de esa hermosa canción titulada Ausencia, también con unos ppp de escalofrío. Lo fue también el pppp sobre las palabras L’ange amoureux en la penúltima de las canciones. No tengo claro en qué medida la contención mencionada fue por falta de volumen o por decisión propia ante el hecho de la grabación… tendría que escuchar al cantante en otro repertorio y contexto para pronunciarme.
Cerraba el programa esa maravilla, muy poco posterior a la Sinfonía fantástica, que es Harold en Italia, partitura cíclica en su recurrencia temática, pero deliciosa de principio a fin, con una escritura extraordinariamente evocadora para la viola solista, en esta velada en las manos del joven británico Timothy Ridout (Londres, 1995). Cabe reseñar en primer término una anécdota curiosa. Nelson debió notar el ambiente algo tibio, porque, al finalizar el primer movimiento, tuvo un gesto que personalmente me resultó insólito: se volvió hacia el público y le invitó a aplaudir. Cuando tantas veces nos quejamos de los aplausos ‘cuando no toca’, no deja de ser sorprendente que desde el podio se invite justamente a eso, a aplaudir después de cada movimiento. En más de cincuenta años de conciertos no había visto nada igual, pero siempre hay una primera vez. Dicho y hecho… tuvimos aplausos en todas las interrupciones.
La interpretación se movió en los parámetros de exquisita corrección de toda la velada. Muy bien construida, más inclinada al lado lírico (fantásticamente ayudado por el hermoso canto de Ridout en la viola, capaz por cierto también de unos pianissimi tan bellos como casi imposibles) que al efusivo. El primer tiempo tuvo una vibración rítmica suficiente, pero tal vez algo corta de impulso, aunque el clímax estuvo estupendamente conseguido. Etéreo, con buenas dosis de misterio, el segundo movimiento, muy leve en la sonoridad. Estupendo el tercero, en el que se lució toda la madera y especialmente el sobresaliente solista de corno inglés, aunque también destacó Ridout, con su bellísimo sonido y su cuidadísima expresión. Brillante el movimiento final, que, aunque algo falto de la trepidación que parece demandar la indicación allegro frenetico, consiguió elevar la temperatura en su tramo último.
Otro par de anécdotas en este final de concierto. En un momento dado, vimos con asombro que el solista abandonaba el escenario mediado el cuarto movimiento (hay un largo pasaje en el que no interviene). No recordaba (y confirmé luego con la partitura que mi memoria no fallaba) que entre las numerosas indicaciones de Berlioz hubiera alguna que demandara tal abandono. Me preguntaba qué iba a pasar cuando tuviera que intervenir de nuevo. La respuesta vino… cuando reapareció… ¡entre el público! Francamente, no sé cuál es el motivo (ni el encanto, dicho sea de paso) de este gesto un tanto teatral, aunque al respetable le entusiasmó.
La interpretación, en todo caso notable y sin duda excelente por parte del solista, encontró una cálida recepción por parte del público. Y aquí vino la segunda anécdota: aunque las propinas en obras con solistas son más o menos habituales, no lo recuerdo tanto en el caso de ser la obra que cierra el concierto. Pero aquí si la hubo, y magnífica por cierto: El cuarto movimiento de la Sonata op. 25 para viola de Paul Hindemith, que responde a la indicación Rasendes Zeitmass. Wild. Tonschönheit ist Nebensache. Aquí sí, aquí hubo vibración para dar y prestar. Sensacional la interpretación del joven Ridout.
Para terminar, detalles en relación con el Covid: orquesta y solista actuaron sin distancias, ni mascarillas, ni mamparas, ni nada. El público en general fue respetuoso con la obligación de la mascarilla en espacios cerrados, aunque algunos que no lo fueron quedaron sin que se les llamara la atención (el personal de la sala no fue, ni mucho menos, tan diligente como los eficientes acomodadores del Auditorio Nacional, que hacen un trabajo sensacional en este sentido). Y eso sí: allí o enseñas el ‘pase sanitario’ (léase certificado de vacunación o de prueba negativa reciente) o no entras en ningún sitio, auditorio incluido.
Rafael Ortega Basagoiti