Estilos

El estreno dentro de la temporada del Teatro Real, aunque en los Teatros del Canal, de Las horas vacías de Ricardo Llorca y el previsto, ya en la sala titular, de El abrecartas de Luis de Pablo es, además de una excelente noticia por tratarse de dos obras de autores españoles de nuestro tiempo, un buen pretexto para reflexionar acerca de eso que llamamos el estilo, lo más o menos contemporáneo —aunque todo lo de hoy lo sea—, y sus relaciones con el público, con ese público del que, como le manifestó a Goethe, Beethoven siempre quiso recibir el aplauso. Llama la atención en este par de obras la decisión de llevar la más directamente asimilable —no hemos escuchado El abrecartas, pero no es arriesgado pensar que lo sea menos— al circuito, por así decir, alternativo, y la más compleja al propio Teatro Real. Naturalmente, la figura de De Pablo merece todos los honores, pero eso no implica que la de un autor de estética más asequible deba ser constreñida en sus posibilidades. Hace tiempo que por ahí fuera ese debate se ha ido resolviendo por diversas razones combinadas, desde el abandono de un lenguaje demasiado engolfado en su propia sintaxis hasta la puesta en duda del concepto de progreso en música pasando por la principal de todas que es, de nuevo, el gusto de un público que se ha manifestado soberano y sensible al mismo tiempo.
Demasiadas veces se ha relegado al público en estos debates. Se le ha despreciado por su presunta ignorancia de las líneas del citado progreso, se le ha equiparado al sector socialmente alto que suele ir a la ópera o se le ha respondido con acritud cada vez que ha salido el enojoso asunto de la música clásica como patrimonio de una élite. Sabemos muy bien que los teatros de ópera son, como las salas de conciertos, además de espacios para perpetuar la tradición, también para ir desarrollando nuevas etapas de la misma a través de la modernidad de la que somos actores y partícipes, marcos incomparables de una vida social que no quiere sobresaltos, tan es así que equipara precisamente novedad y susto cuando hace mucho que el debate se va ciñendo cada vez más a la adecuación entre intenciones y resultados por parte de los compositores. Fuera de España los ejemplos son evidentes y, sobre todo, en Estados Unidos y en el Reino Unido. Creadores como, entre otros, Benjamin, Wuorinen, Glass o Adès han conectado con los abonados a las grandes temporadas sin que saltaran chispas que no fueran perfectamente controlables, del mismo modo que su lenguaje es comprensible sin necesidad de una preparación previa. Y hablamos de grandes compositores, no de oportunistas ni de reaccionarios estéticos. Por cierto, tres de ellos han sido ya representados en el Real.
Todavía parece haber una pantalla de prejuicio que hace difícil la convivencia de diversas maneras de enfocar la creación musical cuando ni lo más avanzado ni lo más conservador son nada cuando el genio no aparece. Quizá esa sea la lección a aprender, muy difícil cuando ese aprendizaje depende casi siempre de la propia voluntad, del ánimo del interesado, cuando todavía debemos calibrar las diferencias entre programaciones públicas y privadas o seguimos sin resolver adecuadamente la convivencia en todas ellas de lo viejo y lo nuevo, en ambos casos de sus ejemplos mejores, mientras se va construyendo un porvenir sin el cual la historia se detendrá para convertirnos en meros registradores de una sola ocasión, degustadores de mil versiones distintas de una misma obra que colma toda nuestra apetencia porque, en realidad, nos hace pensar poco. Sin presente no hay tradición pues esta pierde su referente necesario en un ejercicio de ida y vuelta.
Sin presente nos quedamos sin palabras frente a nuestra realidad sometida al escrutinio de una cultura que espera de nosotros que seamos capaces de tomar el testigo y darlo después a quien llegue. Y ese presente, este, el nuestro, tiene muchas moradas y en todas ellas puede acomodarse el genio, con su lenguaje, el que sea, pero capaz siempre de decirnos, con música, quiénes y cómo somos. Y eso no coarta ni el análisis de los procedimientos ni el vuelo de las intenciones. ¶
[Foto superior: Escena de Las horas vacías de Ricardo Llorca en los Teatros del Canal. Foto: Pablo Lorente]
(Editorial publicado en el nº 379 de SCHERZO, de diciembre de 2021)