Recuerdo de Antonio Gallego y de sus glosas musicales
Hace ya algunas décadas que Antonio Gallego (Zamora, 1942-Madrid, 2024) se refería a su oficio señalando que “es común debilidad tomarse demasiado en serio la propia profesión”. En ese momento presentaba el primer número (y único), publicado en el año 1 del otoño de 1998, de Los papeles de Gallego, miscelánea musical periódica e independiente que tuvo como editor a Tomás Vidales. El librito, pequeño pero enjundioso, recopilaba “viejos papeles” procedentes de su inmenso archivo, una miscelánea de “sabrosas noticias, ensayos crónicas e imágenes, ora litográficas, ora xilográficas, y aun fotografiadas que a la música hispana y a la foránea se refieren”. En aquellos años, suficientemente lejanos como para que todavía existieran archivos empolvados y falta de información, leer Los musicastros de Peña y Goñi, repasar crónicas concertísticas del joven Albéniz, pasearse por las portadas de las partituras “moriscas” de Monasterio, Chapí o Bretón, o solfear La pecadora de Fernández Caballero, significaba abrir el mundo de los prodigios a la curiosidad de cualquier diletante, más aún de un imberbe estudiante de musicología en el conservatorio de Madrid.
Antonio Gallego ya era catedrático, aunque llegara de rebote desde Valencia. Había heredado el puesto que ocupó el pionero Samuel Rubio y su entrada en el aula fue oxígeno en vena: “una de las mejores herramientas para instruirse, y no perecer aplastado bajo la pesada losa del principio de autoridad es la ironía.” De manera que, entre papeles disparatados y frases ilustres, Antonio reconstruyó la asignatura, limpiándola de viejas adherencias religiosas y metodológicas, lo que supuso, por ejemplo, abordar de manera inédita el por entonces “lamentablemente olvidado decimonónico siglo”. El territorio era perfecto para sus intenciones y ahí están los “papeles” para demostrar la comodidad con la que se movía por aquellos años, aunque no fueran exclusivos. La relación de artículos, comentarios, ponencias, críticas, muchas en El Sol donde dirigió la sección, ediciones y libros firmados a lo largo de su vida demuestra que no hubo tiempo abandonado gracias a su sorprendente capacidad para transitar por músicas muy distintas y hacerlo siempre con una solvencia profesional y una precisión lingüística extraordinaria. Antonio exploró en sus trabajos muchos territorios ignotos y, esto es lo más increíble, para cada uno encontró la expresión justa, la exacta calidad literaria, lo que suponía añadir al estricto ejercicio de la musicología, entendida desde una perspectiva objetivamente científica, un punto de creatividad pocas veces practicado. Un detalle digno de quien, por encima de todo, fue un vehemente amante de la poesía.
De ella y de música habló en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes donde ya había concluido el catálogo de su calcografía (1978) que traería luego la Historia del grabado en España (1979). Se conocían por entonces algunos libros fundamentales. Se puede citar Manuel de Falla y “El Amor brujo” (1990), que pide a gritos una reedición, en donde tuvo la tentación de “deslumbrar a sus colegas” y lo rechazó por “frustrante y aburrido” prefiriendo que Falla y sus allegados contaran lo sucedido a partir de los documentos conservados. Los conocía bien pues ya había dado a la imprenta el catálogo del compositor (1987), en realidad una relación de materiales conservados en el Archivo Falla e investigaba la obra del gaditano. Pero está también La música en tiempos de Carlos III (1988), donde quiso dejar la palabra a los músicos e intelectuales de la época y que abrió el foco más allá de los por entonces habituales ámbitos palaciegos o eclesiásticos. Puestos a resumir, debe citarse El arte de Joaquín Rodrigo (2003) donde barrió lo mucho y no siempre bueno que hasta entonces se había publicado sobre el compositor del “Aranjuez”. O La música ilustrada de los jesuitas expulsos (2015) donde se queja (siempre con el ojo guiñado) de no ser reconocido “como experto dieciochista” y que apunta ya a la obsesión bibliográfica de sus últimos años.
En realidad, cualquiera de sus textos encierra en sí mismo un afán por la polémica digno de un dialéctico impecable. Algunas de sus disputas son históricas, a veces saldadas con un apretón de manos y en otros casos imposibles de cerrar, muy particularmente la que se construyó en referencia a la vieja discusión sobre la presencia de la musicología en la universidad y no de la música como a él le habría gustado. Sus argumentos penetraron en la prensa de la época y varios de ellos quedaron impresos en aquel inserto dedicado a la Clásica música y que ABC decidió incorporar a punto de iniciarse la década de los noventa. Allí brilla con una dimensión formidable lo mejor de su sabiduría y lo más afilado de su escritura. Siempre con la ironía como parapeto, incluso la guasa, en el límite de una estrategia discursiva de impecable contenido y capaz de relacionar asuntos aparentemente incompatibles. En ello se fiaba su afán enciclopédico, digno de un bibliófilo capaz de acumular un biblioteca de proporciones inabarcables, y su voluntad por hacerlo al detalle, como le gustaba recordar a partir del ilustre dieciochesco Antonio Rodríguez de Hita: “en la música no se busca más que el sonar bien”.
Y a ello se dedicó también en sus muchos años al frente del Departamento de Actividades Culturales de la Fundación Juan March, en donde diseñó conciertos y ciclos abiertos, tantas veces, a la exploración de repertorios históricos y actuales apenas transitados. En la March creó la Biblioteca de Música Española Contemporánea, que tuvo extensión en proyectos como la Tribuna de jóvenes compositores, y el ciclo Poética y poesía. Antonio Gallego fue miembro fundador de la Sociedad Española de Musicología y dirigió también su revista. Perteneció como académico numerario a la Academia de San Fernando y a la Real Academia Extremeña de las Letras y las Artes, aquí con un cariño muy particular. En todos los lugares situado en una posición activa, dispuesto a glosar, precisar y “disfrutar de las virtudes de la sátira”. La brillantez de su legado es indudable y ahí está para quien lo desee explorar, pero aún tiene un valor especial el recuerdo de su conversación, erudita y penetrante. Decididamente entregada a la necesidad de compartir, sin mayor trascendencia, sus infinitos saberes con la intención de permitir “que los corruptores vapores del sopor dogmático se disuelvan, e incluso con el tiempo casi desaparezcan, sino del todo, casi por completo”.
Alberto González Lapuente