Encarnar la música

Riccardo Chailly decidió ser director de orquesta a los once años tras asistir a un ensayo de la Primera de Mahler. Su padre, Luciano Chailly, era un conocido compositor pero no estaba muy por la labor de secundar la vocación musical del hijo. Aun así, ante las insistencias del joven Riccardo, invitó a su casa a Franco Ferrara para tener una opinión. Ferrara era un grandísimo director de orquesta, muy admirado por Karajan, pero había tenido que dejar pronto la batuta porque sufría en medio de los conciertos unos repentinos y nunca aclarados desmayos. Desde entonces se dedicaba a la enseñanza y de sus clases salieron muchos célebres directores. Para testar las aptitudes del chico, Ferrara le sometió a una curiosa prueba. Le dijo que pusiese un disco con una pieza que conocía bien, y que actuase como si estuviese dirigiéndola. Chailly escogió la obertura Egmont de Beethoven y empezó a dirigir mientras la música sonaba en el tocadiscos. Ferrara observó atentamente sus movimientos y, cuando la actuación terminó, dijo al padre: “Creo que tu hijo tiene talento”.
Desde el principio, Chailly ha sido muy consciente del papel visual que juega el director de orquesta. “Un concierto es ante todo una representación, un movimiento de cuerpos, y el más expuesto es tal vez el del director. Con su fisicidad, con su comunicación gestual, se ofrece al conjunto de miradas que se concentran delante y detrás de él. Un director puede guiar a la orquesta con furia o impetuosidad, o emplear por el contrario movimientos sosegados, pero lo esencial es que, al observar su gesto, el público comprenda mejor el pensamiento que orienta la interpretación, haciendo que la escucha se vuelva así más consciente.”
Este fragmento de su libro Il segreto è nelle pause (2015) lo deja claro. La cuestión no es si el director se mueve mucho o poco, la cuestión es si su gesto transmite su pensamiento, su visión de la obra. Chailly nos invita a ver al director como una especie de bailarín, cuyos movimientos deberían tener entre sus objetivos el de “encarnar” la obra en términos físicos y concretos ante la doble mirada de orquesta y público.
A menudo se adscribe la generosidad (o exceso) de movimiento a un concepto moderno de dirección, mientras que la sobriedad estaría más vinculada con la vieja escuela. En realidad, el debate sobre la gesticulación es tan antiguo como la dirección de orquesta. A Gustav Mahler ya se le acusaba de moverse demasiado en el podio, y hay varias caricaturas de la época donde se le retrata en las poses más singulares para enfatizar esta tendencia suya. De ello ha pasado más de un siglo, pero seguimos pensando que el derroche gestual es prerrogativa de los tiempos actuales frente a la frugalidad de los maestros de antaño. “Al que le molesta si doy saltos en el podio, que cierre los ojos”, decía Leonard Bernstein.
Chailly es un director al que le gusta moverse. No alcanza ni mucho menos las cotas histriónicas de Dudamel, pero sabe encenderse cuando la partitura lo requiere. Aquí le tenemos dirigiendo la Sinfonía nº 2 “Resurrección” de Mahler frente a la Orquesta y el Coro de la Gewandhaus de Leipzig. Chailly es un excelente mahleriano, pero lo que más nos interesa en este caso es el grado de exaltación, fervor y participación que el director transmite con su expresión corporal. Es el reflejo exacto de cómo Chailly ve y siente la obra. En ese momento, Chailly está poseído por el espíritu de la “Resurrección”. Puede incluso que en sus gestos estemos asistiendo a la reencarnación del propio Mahler.
Stefano Russomanno