En el centenario de la muerte de Marcel Proust
Una de las características que suelen hallarse en la prosa proustiana es su musicalidad. No se trata solamente de la eufonía, el bello sonido, cualidad de los textos teatrales, destinados a la voz. Proust amaba a los dramaturgos del Barroco francés, a Racine en especial, eufónicos por excelencia. Más bien, en él, apuntan a la música callada del santo poeta y tienen que ver con la sintaxis, con lo que en música se llama fraseo. Es una prosa frecuentemente resuelta por el encabalgamiento de oraciones coordinadas o subordinadas, a veces extendidas por una docena o más de líneas. Hay un ejemplo de encabalgamiento que ocupa toda una página. Ahí queda eso.
Cabe pensar que Proust encabalgaba o bien por indecisión o bien por ornamentación o bien —mejor dicho: por mal— por acumulación. Más de un lector se ha sentido abrumado por esta abundancia sintáctica y ha cerrado el libro. Más de un oyente de ópera —entre ellos Giuseppe Verdi— se sintió abrumado por Tristán e Isolda. Proust, por el contrario, se pasó la vida escuchando en su original o en una transcripción para piano, el primer preludio y la muerte de amor que clausura la obra wagneriana. Esta es la clave —nunca mejor dicho tratándose de música— del encabalgamiento proustiano. Las sucesivas tensiones que no se resuelven, el enigma semántico y tonal que encierra el llamado acorde tristanesco, la tonalidad ideal que nunca se escucha distendida según la estudió Arnold Schoenberg, todo esto halla su símil escritural en Proust. Al igual que en Wagner, donde retrata la ansiedad del deseo que sólo se sacia con la muerte —sea la corporal en grande o en la pequeña versión del orgasmo— en nuestro escritor hay la ansiedad por decir la palabra definitiva, la Palabra con la que empieza su gran libro, En busca del tiempo perdido, y con la que acaba el mismo: el Tiempo.
Este elemento es esencial a la música, arte que existe mientras transcurre y que desaparece cuando deja de discurrir y se entrega al silencio. Se podría decir que, en este orden, el libro de Proust, que es una novela y también una compleja intersección de otros géneros, semeja una partitura. La forma exterior, sus siete partes, coincide con las notas de una escala tonal. El hecho de que empiece con una promesa semántica, el tiempo, y acabe con una realidad semántica, el Tiempo, es parecida a la dupla musical del levare y el cadere, la tensión y la resolución. También es como una fluctuación de modulaciones, que van de un tono a oro y vuelven al principio que es el final porque fue la promesa del final. Exagerando hasta la coquetería, se puede decir que, al igual que Tristán, la Recherche es una prolongadísima modulación que va de la t del tiempo a la T del Tiempo, como quien modula del modo menor al modo mayor. Igualmente, la irresuelta tonalidad del preludio tristanesco es una promesa de resolución, una modulación entre la tonalidad ideal de la que se transforma en la tonalidad de si con que acaba la obra. Menuda modulación, pero es que por menos no se molestaba don Ricardo. Tampoco don Marcelo, que se pasó quince años encerrado en un gabinete de corcho para escribir su libro.
Al igual que en Wagner, en Proust hay el magno intento de que la invención artística sea a la vez experimentación. En este inciso también los gustos musicales del escritor ayudan a esclarecerlo. Sobre todo, hacia el final de su vida se aficionó a la música de cámara, en concreto al cuarteto de cuerdas, en torno a los últimos de Beethoven y el único y paradigmático de César Franck.
En el Beethoven experimentador de su extrema madurez —si se quiere, música de vanguardia si no fuera por lo manoseada que ha quedado la palabra vanguardia— hay un entrevero de géneros entre lo cómico y lo patético, y un despiece de las estructuras clásicas que dan lugar a una nueva formalidad. Por dar un símil arquitectónico, puesto que la arquitectura coincide con la música en ser ambas unas disciplinas matemáticas, sumo el caso de Antonio Gaudí, que rompía piezas de barro y cerámica para armar elementos de sus edificios acudiendo al mortero y el pegamento. Vaya todo esto por el último Beethoven frecuentado por Proust.
En cuanto a Franck, lo proustiano de este belga afrancesado y germanizante es la intermediación de la memoria en las reformas paralelas de la sinfonía y la novela. En la sinfonía clásica, cada movimiento tiene sus temas característicos. En la sinfonía, la sonata, el cuarteto y el quinte con piano de Franck, los sucesivos movimientos reiteran los temas de sus predecesores. Algo similar se observa en obras de la misma época como la Gran sonata de Liszt y la Sinfonía “Patética” de Chaikovski. Se puede leer esta instancia como una remembranza. Si una sonata, un cuarteto o una sinfonía son diversas formulaciones de diversas historias —admito que verbalizar la música es peligroso, pero no tengo más instrumentos que las palabras— en las estructuras clásicas las historias son itinerantes, van de atrás hacia adelante y dejan lo que ha pasado como, justamente, algo pasado. Lo mismo ocurre en la épica clásica y en la novela, que es la épica moderna, por ejemplo, del siglo XIX.
En Proust, en cambio, la narración, aunque en abstracto podamos ordenar sus piezas temporalmente, en concreto es producto de la memoria. Puede avanzar, pero también retroceder, recurriendo al tiempo, indispensable en el lenguaje verbal que es siempre sucesivo, pero también a lo que podemos llamar contratiempo de las asociaciones libres de la memoria. Contratiempo y modulación, cabe repetirlo, son términos musicales.
La historia, entonces, entendida en términos proustianos, es la recuperación de algunos fragmentos mnemónicos que se asocian para reconstruir, más que para construir, un relato. No casualmente —y no hablo de influencias directas, impertinentes— la época de Proust es asimismo la época de Freud. En efecto, lo que intenta un psicoanalista es poder contar una historia, una biografía verosímil del paciente. Para ello dispone de unos elementos dispersos que se captan por un esfuerzo metódico de la memoria, como en Proust. Y, como en Proust, la tarea del técnico se asemeja a la de un arqueólogo que hurga ruinas, las ordena, imagina cómo rellenar los huecos y acaba reconstruyendo un edificio destruido por el olvido, la censura y el desgaste impuesto por el tiempo. Noto al pasar que, en tanto Proust era un melómano, Freud era un melófobo porque la música, inefable, se escapaba de sus manos quirúrgicas que sólo admitían seccionar y recoser palabras.
Después de esta digresión, tan proustiana ella, volvamos a Wagner. En efecto, por aquellas fechas cabe hablar de un wagnerismo francés. Lo sustentan poetas de primera línea, Baudelaire y Mallarmé, y nombres menores como Judith Gautier y Catulle Mendès. Proust admiraba a Baudelaire, cuyos poemas florales y malignos releía y citaba constantemente, al tiempo que detestaba a Mallarmé de cuyo simbolismo —más bien de cuyos simbolistas— ironiza varias veces en la Recherche. Del lenguaje lírico baudeleriano hay mucho en Proust pero, a su pesar, también mucho de simbolismo. El principio simbolista de que una cosa, al ser nombrada, siempre significa lo que parece significar y asimismo otra cosa, juega todo el tiempo en Proust, tanto en forma de comparación (“esta cosa es como esta otra”) o de metáfora, comparación sin término comparativo (“esta cosa ‘es’ esa otra cosa”). Más aún: Mallarmé, como buen wagneriano, se pregunta acerca de cuánta música hay en la palabra y cuánta palabra es de raigambre musical, de modo que la decisión verbal de valerse de tal palabra y no de tal otra, es una decisión prosódica y fonética (musical) que genera sentido. La luz de la tarde entra en el comedor e ilumina la porcelana de la vajilla: el comedor ‘es’ el fondo del mar poblado de moluscos fantásticos. Al anochecer, el obelisco de la Plaza de la Concordia es un enorme pastel helado de fresa.
En el orden temático, hay en la novela proustiana una presencia insistente de figuras y situaciones que se avienen con los motivos conductores de Wagner. Son los que vimos al citar la reforma de la sinfonía, la cual aproxima a ésta con la rapsodia. La lista de tales elementos da para una contabilidad. Elijo uno solo, el del amor, para vincular a Proust también con un contemporáneo al que rigurosamente no leyó, pero con quien compartió siglo: Edmund Husserl y su fenomenología. Fenómeno es imagen y aparición. Los personajes proustianos se dan de modo fenomenológico, se le aparecen al narrador y se nos aparecen a sus lectores. Estas apariciones —en alemán se usa la misma palabra, Erscheinung, para fenómeno y aparición— son momentáneas por naturaleza, iluminaciones memorables sobre el gris de la costumbre y la rutina. Son fragmentos que se reparten para perfilar una psicología, siempre múltiple y contradictoria, o para llevarnos de una sensación a una panoplia de sensaciones que cuajan en imágenes, según la célebre escena de la magdalena en la taza de té.
Lo anterior cabe aplicarlo a los motivos conductores y queda dicho que algo diré sobre el amor proustiano y la música. El dúo de amantes en este libro siempre muestra al amante en una posición social y cultural superior al amado, de manera que se construye un vínculo, si se quiere pedagógico, entre el dominador y el dominado, el señor y el siervo, que dialécticamente desagua en el señorío invertido: sin siervo no hay amo, de modo que el siervo le es esencial a su señor. Así pasa entre Swann y Odette, Saint-Loup y Rachel, Charlus y Morel, el Narrador y Albertine. El modelo de la fascinación amorosa es, como el de todos los placeres, un afecto infantil. El Narrador siempre quiere ser amado como lo amó su abuela y como lo amó su madre sustituyendo a la abuela muerta y mimetizándose con ella. Es decir: el amor de una mujer inalcanzable por interposición del tabú, lo cual exacerba el narcisismo del Narrador, que siempre se considera digno de ser amado, y genera sufrimiento porque la realidad del ser amado es la realidad de otro, impenetrable como todo semejante. Así el amante se deshace en delirios celotípicos, siempre fantasea que el amado se le escapará, todo hasta que acaba sabiendo que no ama a quien cree amar, que la elección es siempre errónea, porque aquello que lo enamora es un ente imaginario producido por el amante, algo que ha crecido en su interior y que allí permanece encerrado. Además, como todo lo deseable en Proust, es bello a la distancia y desilusionante de cerca, por lo que siempre se teme la cercanía a la vez que se busca el contacto, por temor a que lo inmediato no responda a su símbolo, con lo que volvemos, mal que pese a nuestro escritor, a Mallarmé.
Amor y música resultan también inseparables. El modelo es la frase en la sonata de Vinteuil, en la cual Swann descubre lo que siente por Odette, o sea que se trata de algo inexpresable con palabras, algo inefable, sin significado alguno pero pleno de sentido. Y este plus de la música sobre la palabra, de nuevo un apotegma simbolista, hace en la novela a Vinteuil, el músico, el paradigma del artista. En efecto, el arte va más allá de la vida, no es su mera prolongación, por lo que cabe sacrificarle cualquier otro aspecto de la vida misma. Vinteuil, de hecho, vive apartado lejos de París, nunca se sabe si existe o se ha muerto porque el tiempo de su existencia es el Tiempo del arte, producido en una época determinada y reproducido en épocas indeterminadas, si no como algo eterno, al menos como algo inmortal.
Esta capacidad de insistencia, esta perennidad intemporal, esta plenitud de sentido, esta comunión entre el signo y su valencia absoluta, nos acercan a la verdad. No es efable porque toda palabra ha de explicitarse por otras palabras que etcétera, en una puesta en abismo de la hermenéutica. En cambio, la música prescinde de lenguas y traducciones, lo significa todo sin decir nada, ajusta perfectamente lo dicho con el discurso, es idéntica a sí misma. En Proust es el arte por excelencia, pero no es el suyo, lo que admitirlo es un acto de razón —de medida— y, si se quiere, de modestia, en medio de la inmodestia soberana que implica escribir una novela con 3.000 páginas.
Este es el fulcro de la obra proustiana. Vivir es perder el tiempo, pues el tiempo pasa para siempre, por eso se torna pasado; lo tuvimos pero dejamos de tenerlo, lo hemos perdido. Por el contrario, el Tiempo es el recobrado porque la obra, aunque temporal, es recurrente, pasa y retorna. Si se quiere: pasa para volver y vuelve para pasar. Lo que dice en palabras es equívoco. Lo que dice con música, es absoluto. Si la verdad de la vida la dice el arte, la verdad del arte es la música. Goethe lo cuenta con un mito, que es como se cuentan mejor los cuentos. Los hombres tuvimos Alguna Vez en Alguna Parte una lengua común que no necesitaba traducción porque era ella total explicitud. La hemos perdido en el tiempo. Sólo nos queda de ella la música, o sea la que anima a la palabra en la canción y el poema, y recupera la memoria de haberlo sido todo, callando y oyéndose a sí misma. La callada música del santo poeta. Queda dicho.
Blas Matamoro