Elogio de la distancia

Krystian Zimerman nunca ha ocultado sus reticencias con respecto a la grabación. De esta atormentada relación da fe el significativo número de discos que el pianista ha retirado del mercado a lo largo de su carrera. Las razones han sido variadas. En algunos casos, Zimerman ya no se identificaba con sus antiguas interpretaciones (valses de Chopin, sonatas de Mozart); en otros, estaba descontento con la toma de sonido (sonatas de Brahms) o con el instrumento (Primero de Brahms con Bernstein). La salida de sus Conciertos para piano de Ravel con Boulez se retrasó más de dos años porque el pianista no daba el visto bueno al Concierto para la mano izquierda. Al final, no hubo más remedio que volver al estudio y repetir la grabación.
Los registros de Zimerman en los últimos veinticinco años se cuentan en los dedos de una mano. Los recelos son ante todo de orden conceptual y, entre las razones de fondo esgrimidas por el pianista, una llama especialmente la atención. Según Zimerman, la grabación fomenta una aproximación excesiva al piano, que juega en contra del instrumento. Al acercar mucho los micrófonos, al poner la oreja casi dentro de la caja, el hiperrealismo de la grabación muestra la cara más cruda del instrumento. Porque ¿qué es en definitiva el piano? Unos martillos golpeando unas cuerdas de acero.
Ya lo decía Arturo Benedetti Michelangeli: “El piano es un instrumento demasiado percutivo. Yo busco un sonido entre el órgano y el violín.” Debussy, por su parte, pedía a los pianistas que el oyente nunca percibiese la acción de los martillos en la creación del sonido. En opinión de Zimerman, el piano lleva en su interior un poso metálico que los micrófonos ponen cruelmente al descubierto, enfocando sin piedad la mecánica del instrumento. No en vano, para su registro de las Sonatas D 959 y 960 de Schubert, con el que en 2017 regresaba al estudio de grabación en solitario tras más de dos décadas de ausencia, Zimerman afirmaba haber utilizado un teclado diseñado por él mismo y cuya acción sobre las cuerdas era más suave que en un gran piano moderno.
El sonido del piano cobra para Zimerman su plenitud y riqueza en la distancia: necesita viajar por el aire, entrar en resonancia con el ambiente, empaparse de ecos, vibraciones y colores para despojarse de su dureza sin perder densidad y fuerza. Ante la necesidad de proyectar el sonido en grandes salas y hacer que los matices lleguen hasta la última fila, el pianista calibra la sonoridad de tal manera que ésta se desvela a lo largo de su recorrido y no al principio. La distancia contribuye a tamizar ligeramente los extremos dinámicos, difumina los contornos y otorga a los timbres un tinte atmosférico. Al poner el acento en el origen del fenómeno, la grabación mutila el aspecto más esencial del sonido: su expansión en el tiempo y en el espacio.
Otra posibilidad consistiría en situar los micrófonos más lejos. Supongo que se habrá intentado y que el pianista polaco tampoco habrá quedado satisfecho. Quizá por ello, en las dos últimas décadas la discografía de Zimerman se ha centrado preferentemente en el género del concierto para piano, donde la presencia de la orquesta obliga a ampliar la escena sonora y favorece una mirada menos clínica sobre el instrumento. El próximo 9 de julio, el sello Deutsche Grammophon publica la integral de los conciertos para piano de Beethoven que Zimerman grabó el pasado mes de diciembre con la Sinfónica de Londres bajo la batuta de Simon Rattle, después de haberla ofrecido en diversas ciudades a lo largo de 2020 con orquestas y directores distintos, y en sesiones maratonianas.
Stefano Russomanno
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