Elmer Bernstein: Entre luminosas praderas y almas sombrías
No fueron pocas las ocasiones en las que Elmer tuvo que aclarar su nula relación de parentesco con el más conocido de los Bernstein del siglo XX, Leonard. Ambos tenían padres de ascendencia ucraniana y una estrecha vinculación con la Gran Manzana, pero solo les unía una buena amistad. A diferencia de Leonard, cuyo progenitor se opuso al interés de su hijo por la música, los de Elmer Bernstein (1922-2004) le encorajinaron, prácticamente desde sus primeros pasos, a tomar el rumbo de una carrera artística. En su adolescencia fue pintor, bailarín, actor, pero fue el piano el que acabó por conquistarle. Con doce años, en el Metropolitan Opera House, Wagner le abrió las puertas de un nuevo mundo. La valquiria despertó en él la energía de la improvisación. En lugar de practicar sus escalas y arpegios, comenzó a fantasear con pequeñas composiciones. Un día, su profesora de piano decidió llevarle ante un maestro de campanillas. Para Aaron Copland, el imberbe tocó un pequeño vals en La menor de su exiguo repertorio. La profesora buscó aprobación: “¿Tiene algún talento este chico?”, le preguntó. La respuesta del autor de Rodeo fue de las de enmarcar: “No lo sé, démosle unas clases y lo descubriremos”.
¡Y claro que el chico tenía talento! Primero con Copland, y más tarde con Stefan Wolpe, recibiría una intensa instrucción musical al tiempo que empezaba una sólida carrera como concertista de piano. Durante la Segunda Guerra Mundial, destinado a las fuerzas especiales de propaganda del ejército del Aire, escribiría y arreglaría canciones patrióticas. La música folclórica americana era considerada un reducto del pensamiento de izquierdas y Bernstein abrazaba con pasión esas ideas. Ya de civil, conseguiría un empleo en la Radio de las Naciones Unidas, donde uno de sus trabajos acabaría llamando la atención del vicepresidente de Columbia Pictures, Sidney Buchman. La oferta se traduciría en su primera obra para cine, Saturday’s Hero (El ídolo, 1951).
Los inicios no fueron un camino de rosas, todo lo contrario. Alternó moderados éxitos con trabajos que solo le permitían sobrevivir. Una época en la que los negros nubarrones de la política se cernieron sobre su cabeza. En 1955 parecía que la suerte volvía a sonreírle. Había compuesto para Preminger la primera partitura íntegramente de jazz de la historia del cine, The Man with the Golden Arm (El hombre del brazo de oro, 1955), con un éxito clamoroso. Cuando Victor Young enfermó gravemente, Cecil B. De Mille recurrió a él para la mastodóntica The Ten Commandments (Los diez mandamientos, 1956), en un proceso de composición que se alargó más de un año. Por entonces, Bernstein formaba parte de las listas grises impulsadas por el senador McCarthy. Su no afiliación al Partido Comunista le había librado, de momento, de engrosar la lista negra. Cuando se enteró, De Mille le llamó inmediatamente a su despacho. Anticomunista confeso y presidente de la Motion Pictures Alliance, una organización que se dedicaba a mantener la propaganda comunista fuera de las películas, el director pareció aceptar sus explicaciones. Se llevó un sermón, pero De Mille decidió mantenerle en la producción y salvar, de paso, una carrera que acababa de dar sus primeros pasos.
En 1960 llegaría uno de sus hitos. The Magnificent Seven (Los siete magníficos) era su primer trabajo para un western de gran scope. El folclore americano y su maestro Copland conforman las claves estéticas. Su principal contribución a la película tiene que ver con su impulso y energía desbordantes. Siendo Sturges un director clásico, de sutiles movimientos de cámara, Bernstein convierte un ‘estudio de personajes’ en una de las aventuras más emocionantes jamás filmada. La fórmula funcionó a las mil maravillas y la pareja repetiría esquemas en otras dos grandes estampas de la época: The Great Escape (La gran evasión, 1963) y The Hallelujah Trail (La batalla de las colinas del whisky, 1965).
Pero mucho más allá del éxito popular de sus partituras del Oeste, Elmer fue durante los años 60 el maestro del intimismo, de la sensibilidad, a partir de trabajos camerísticos en los que mostró la fragilidad y complejidad humana. En To Kill a Mockingbird (Matar a un ruiseñor, 1962) convirtiendo la mirada infantil en el epicentro del relato musical. El piano, tocado con una mano como lo haría un niño, acaba por encontrar la melodía. El resto es historia de la música cinematográfica. En Birdman of Alcatraz (El hombre de Alcatraz, 1962) al encontrar el lugar en el mundo de un recluso conflictivo, mostrando su humanidad a través de un discurso profundo, una sobria economía de medios y una instrumentación prodigiosamente a la intemperie. En Summer and Smoke (Verano y humo, 1961), conduciéndonos al universo poético e inconformista de Tennessee Williams a través de una música sinuosa y dramática.
Durante los años 70 el cine sufrió profundos cambios. La contracultura imperante alcanzó a la música, desplazando a los maestros de la vieja escuela. El final de la década fue especialmente difícil para él. John Landis le rescataría en comedias irreverentes hasta que el pelotazo de Ghostbusters (Los cazafantasmas, 1984) le obligaría a un examen de conciencia. No quería más comedias. Hollywood, tan proclive a la estandarización, le había encasillado. Comenzó a forjar nuevas relaciones con directores de prestigio como Jim Sheridan —My Left Foot (Mi pie izquierdo, 1989), The Field (El prado, 1990)—, Stephen Frears —The Grifters (Los timadores, 1990)—, Francis Coppola —The Rainmaker (Legítima defensa, 1997)— y en especial con Martin Scorsesse —Cape Fear (El cabo del miedo, 1991), The Age of Innocence (La edad de la inocencia, 1993), Bringing Out the Dead (Al límite, 1999)— hasta que en el 2002 su partitura para Gangs of New York fue rechazada. Ese año Bernstein se despedía del cine con la brillante Far from Heaven (Lejos del cielo, 2002), un homenaje al cine clásico a las órdenes de Todd Haynes. No pudo soñar mejor final en la industria. La música cinematográfica, como arte emocional, consiste en mostrar a la audiencia lo que debe sentir. En su último filme rompía las barreras de una época —finales de los 50, dominada por el racismo y la intolerancia— que imponía límites a las emociones, construyendo una música que nos permitía soñar con un mundo más justo. ¶
Miguel Ángel Ordóñez
(Artículo publicado en el nº 383 de SCHERZO, de abril de 2022)
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