El viejo general
Evgeny Mravinsky fue durante cincuenta años (1938-88) director titular de la Filarmónica de Leningrado y la elevó a cotas de virtuosismo y precisión técnica muy superiores a las de cualquier otra orquesta soviética. Lo consiguió, dicen, imponiendo una disciplina casi militar (“un régimen dentro del régimen”, escribe Gregor Tassie), pero ahí están los resultados.
Ver a Mravinsky dirigiendo puede causar cierta decepción. La fascinación que ejercen los grandes directores occidentales en el podio brilla aquí por su ausencia. Su rostro se mantenía serio e imperturbable incluso en medio de las tempestades emocionales de Chaikovski; su gesto era sobrio y con una marcada tendencia a la verticalidad (Mravinsky abría poco los brazos). El glamour de la dirección orquestal no iba claramente con él. Mravinsky vivió tiempos de conflictos enconados –Revolución de Octubre, Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría– y en él la metáfora bélica parece impregnarlo todo: el director es un general, la orquesta es su ejército y la música es un campo de batalla abonado a la épica.
Aquí tenemos a Mravinsky en un concierto tardío (1983) y algo de todo esto se ha suavizado un poco. El director se concede incluso una sonrisa, impensable en épocas anteriores: cosas de la edad o, tal vez, una señal de los tiempos que cambiaban. En programa, una obra que Mravinsky conocía al dedillo: la Sinfonía nº 5 de Shostakovich. No sólo la había estrenado en 1937 y había tenido la oportunidad de hablar con el compositor, sino que nadie posiblemente la dirigió tantas veces como él. Aun así, casi medio siglo después, el director no despega los ojos de la partitura, como si todavía siguiese estudiándola. Mravinsky comprueba cada nota y cada acento con la meticulosidad del viejo general. No hay nada de cara a la galería. Sus gestos son tan escuetos que en ciertos momentos dan la sensación de limitarse a marcar el tiempo, pero es sólo una impresión. Cuando uno se acostumbra a ellos, se da cuenta de que son gestos llenos de sutilezas, gestos que comunican lo esencial, gestos de los que se ha eliminado todo lo superfluo, lo redundante, lo anecdótico y lo decorativo. En la batalla, no puedes andarte con florituras.
Mravinsky iba al hueso de la música. Incluso dentro de la grandiosidad, era un formidable constructor de planos sonoros perfectamente delineados y ensamblados. Estas cualidades brillaban con especial intensidad en los crescendi. Mravinsky era un maestro del clímax orquestal, y en este sentido una sinfonía como la Quinta de Shostakovich le venía como anillo al dedo. En el crescendo conclusivo de la sinfonía (a partir de 44’15”), la economía gestual de Mravinsky alcanza cotas sorprendentes. ¿Cómo se puede desatar semejante potencia sonora con un gesto tan parsimonioso? Tal vez sea posible cuando llevas medio siglo dirigiendo a la misma orquesta: entonces sobran no ya las palabras, sino los gestos. Con una mirada, con un simple movimiento del dedo, la orquesta sabe lo que quieres.
Para decirle a la orquesta que suba todavía más, Mravinsky mueve por dos veces (44’45” y 44’52”) el índice hacia arriba. Es un gesto muy elocuente… y muy prosaico. ¿Se imaginan a Karajan haciendo esto? Sería un lunar inoportuno en la estética del concierto. Pero así es Mravinsky, el viejo general. Él va directamente al grano, a lo esencial. No tiene necesidad alguna de convencernos o de seducirnos; su conciencia de artista al servicio de la música está por encima de todo.