El tenor en la arena
Hubo un tiempo en el que la lírica era un ejercicio para gladiadores, un arte protagonizado por voces que libraban una batalla consigo mismas para empujar hasta límites extremos sus ya notables posibilidades. El escenario operístico se convertía así en un anfiteatro en donde la bravura del intérprete se medía también por su capacidad para prolongar hasta lo inimaginable las notas largas, para atacar los agudos más difíciles con arrojo y valentía, o exhibir una voz lo más ancha y tonante posible. Esta fervorosa tendencia veía en la cuerda de tenor una especie de arma de seducción viril basada en la ostentación de poderío, fuerza e integridad. Si a las cualidades antes mencionadas añadimos el atractivo físico y el esplendor tímbrico no tendremos dificultad en entender por qué Franco Corelli fue el rey de esta época de gladiadores vocales.
Algunos papeles resultaban especialmente indicados para probar el vigor del cantante. El de Manrico, por ejemplo, con la arrebatadora culminación de “Di quella pira”; el de Calaf, con el ímpetu optimista de su “Nessun dorma”; o la poesía ardiente de Andrea Chénier. Estos y otros roles constituían un inmejorable trampolín desde el cual Corelli realzaba sus dotes de arrojo temperamental, masculina sensualidad y profusión vocal. Poco importaba al público que el intérprete se prestase (sobre todo en vivo) a forzar o modificar ciertos detalles de la partitura para conseguir sus objetivos.
21 de enero de 1967. En el Teatro Regio de Parma, Corelli interpreta a Mario Cavaradossi en una Tosca donde comparte cartel con la soprano Virginia Gordoni y el barítono Attilio D’Orazi bajo la batuta de Virgilio Morelli. El tenor se encuentra en un día glorioso y su voz es una auténtica fuerza de la naturaleza. Consciente de ello, Corelli va caldeando al público a lo largo de la velada como él sabe hacer. Primero con un agudo glorioso al final de “Recondita armonia”, luego con un grito de “Vittoria!” mantenido durante 12 segundos. La actuación tiene su clímax en un “E lucevan le stelle” tras el cual (3’11”) el teatro se viene literalmente abajo. La locura se desata entre los espectadores: dos minutos y medio de aplausos y ovaciones desaforadas, y habría sido más si el tenor no hubiese atajado las aclamaciones prometiendo una propina al término de la representación.
Corelli se mete al público en el bolsillo con las armas consabidas: notas prolongadas hasta la extenuación, fiato sobrehumano, agudos poderosos… Estos efectos no atienden a razones dramáticas o musicales, sino que conforman una asombrosa afirmación de poderío vocal. Por estos excesos interpretativos, Corelli ha sido tachado a veces de artificioso e incluso de vulgar, pero el efecto sobre los espectadores es incuestionable y nos remite a épocas en las que los teatros de ópera eran, en definición de Bruno Barilli, “los asadores del sentimiento público” y el espectáculo operístico desataba pasiones viscerales comparables con las del fútbol actual o con las del antiguo circo romano.
Podemos contemplar esta escena con añoranza o con indulgencia, pero incluso en sus manifestaciones más exteriores las actuaciones de Corelli irradiaban una valentía que otorgaba al cantante unas connotaciones cuasi heroicas. Al finalizar “E lucevan le stelle”, el público de Parma le aclama como a un gladiador que acaba de ganar su combate.
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