El placer y la emoción de degustar jazz
Que el jazz ha tenido un poderoso calado desde principios del siglo XX, ni es una noticia de última hora ni tampoco un descubrimiento digno de celebrar. Sí es importante subrayar que, por la importancia que rompiendo rutinas tuvieron las culturas llegadas desde África, el jazz se ha tornado ubicuo, está en todas partes. En pocos días, es posible que, de nuevo, las televisiones despidan el año con una banda de swing que acompañará el anuncio de cava de rigor, y las terracotas de jazzband se multiplicarán en el figurinismo de los escaparates de las tiendas de regalo. Hablemos, pues, del placer. Hablemos de la emoción de saborear jazz.
Han transcurrido más décadas degustando jazz de las que quien esto les cuenta quisiera reconocer ahora. Este hecho que, explicado así, a quemarropa, bien pudiera ser interpretado como una pasión que llega de lejos, solo se debe a la casualidad de haberse encontrado en el camino con esta música, y a la existencia de una inquietud que, desde siempre, se sustanció en la utilidad de la observación atenta de cualquier fenómeno artístico y, con posterioridad, su oportuna explicación con la fresadora periodística del lenguaje escrito.
Cuando se evoca la música que se ha escuchado con atención, se tiene a menudo la sensación de estar recordando de forma diáfana cada pasaje, cada línea melódica en el corredor sonoro de las voces y los ecos del tiempo. Y, aunque este detalle no sea a menudo más que un espejismo, sí es cierto que puede ser útil para establecer comparaciones, imaginar asociaciones poco frecuentes y arrojar luz nueva sobre el conocimiento que tenemos.
En el jazz, una música en la que convergen muchas otras músicas, nada hay que se estanque y, si uno no quiere quedarse atrás, conviene estar atento a las nuevas corrientes que, cada cierto tiempo, surgen en el mundo. Apegado a un terreno en el que la creación y la interpretación —nacidas de la combustión inmediata de los materiales— pueden hacerse simultáneas, el jazz ha terminado convirtiéndose en una pauta. Es mucho más que un simple acontecimiento artístico. Sus actitudes enarbolan la bandera de la libertad, destierran prejuicios, desdibujan denominaciones de origen y propician, con todo ello, la confraternización feliz entre diferentes culturas.
En el principio, solo fueron los Estados Unidos
Esto no siempre fue así. En el origen, cuando Joe King Oliver y Louis Armstrong desencadenaron los primeros casos de la fiebre del jazz, primero en Nueva Orleans y después en Chicago, el fenómeno tuvo una incidencia acumulada estrictamente territorial, circunscrita a los Estados Unidos. Con el tiempo, sin embargo, esta música se ha convertido en un fontanal sin llave, en un asombroso ejercicio de libertad creadora imposible de perimetrar. El jazz es el arte que se niega, una suerte de rúbrica sonora que nace de una apuesta nocturna, se manifiesta y luego se desvanece. Y como es palabra con dueño, tiene colores y geografía, aunque, a estas alturas, a veces no tenga país ni continente.
Ser testigo del acto creador, asistir a su alumbramiento en el mismo momento que el autor lo descubre, es la experiencia que mejor define la naturaleza efímera y la singularidad del hecho jazzístico. Hay una metamorfosis provocada por la combinación especial de los ingredientes sonoros y la respiración diferente de cada uno de los artistas que le dan vida. La música se hace sublime y luego desaparece…
La permanente osadía creadora
En esencia, estas son las razones por las que muchos aman el jazz. El intérprete como libertador, como alguien que ensaya nuevas rutas y cuya única liturgia consiste en elaborar arte en permanente osadía creadora. Uno se enfrenta al jazz sabiendo que está ante una música que, seguro, mañana no sonará igual. La libertad de creación es emocionante. Es un lenguaje que los afroamericanos crearon en la confraternización de culturas y edificaron en la frontera. El jazz se piensa y materializa siempre en peligro, con el artista apostado al borde del vacío. Y, a veces, despega y se produce la transformación. Arranca algo nuevo.
Estas son, en esencia, las ideas que, desde que empezó a alcanzar relieve artístico y social de calado, han venido dando luz a la percepción de muchos de los aficionados que disfrutan con esta música en particular, y, en general, con las humanidades del siglo XX, que las humanidades no son necesariamente la almoneda del tiempo. Todos son conocimientos que los estudiosos del género han venido volcando en toda clase de medios: libros, periódicos, revistas, radios, televisión y, desde luego, cine. Ninguno de estos recursos, sin embargo, es comparable al disfrute de cualquiera de las novedades, o reediciones discográficas, que, con toda seguridad, viabiliza la llegada de ese periodo de consumo que es la Navidad. A fin de cuentas, una de las gratificaciones posibles que tiene disponer de tiempo para escuchar música es la de tropezar con creadores importantes, por si sus alumbramientos hacen menos insustancial nuestra vida cotidiana. Disfruten y mucha suerte en el empeño. ¶
Luis Martín
(Foto: Louis Armstrong)
(Artículo publicado en el nº 380 de SCHERZO, de enero de 2022)
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