El otro Don Juan

Ya sabemos que el mito de Don Juan, hoy degradado en lo consuetudinario y con mucha razón, lo que no le priva de su grandeza literaria —ya salimos del jardín, no se preocupen—, tuvo muchos intérpretes desde Tirso y la suma de unos y de otros dio lugar a unas cuantas obras maestras musicales que no hace falta citar a quienes me lean. Pero en ninguna de ellas, que yo sepa, se tiene en cuenta al Don Juan de Lord Byron* —tuvo mejor suerte con otros textos suyos—, de cuya primera publicación —los Cantos I y II por Thomas Davison en Whitefriars, Londres— se cumple este año el segundo centenario, efemérides que pasará desapercibida entre nosotros y que, por ello y otras cosas menos elementales, hará que el número de lectores del autor de Childe Harold se mantenga, por decirlo suavemente y en el mejor de los casos, estable.
Byron, al parecer, no conocía ninguna de las fuentes habituales de la historia de Don Juan sino otras bastante colaterales que le sirven de leve armazón para un relato que, en realidad, refleja lo contrario de esos modelos que nunca tuvo. Es decir, don Juan no es un burlador ni un mujeriego sino alguien a quien la vida lleva de un lugar a otro, de Sevilla a la campiña inglesa pasando por el imperio otomano, la corte imperial rusa, el serrallo, el campo de batalla —también las batallas de amor y los campos de plumas un poco como sin querer— para acabar encontrándose con un fraile fantasmal antes de que su historia quede incompleta en las primeras estrofas del inconcluso Canto XVII. No es el Don Juan de Byron un seductor, decíamos, sino alguien a quien las mujeres tratan de seducir y que se deja llevar a veces por el amor verdadero y otras por la comodidad que supone el no cambiar de estado durante un tiempo —por eso tampoco es un pícaro a no ser que tomáramos de esta figura su aspecto menos activo. Es difícil imaginar a un seductor que lleva como compañía desde que la encontrara en el saqueo a la fortaleza turca a una huérfana que se nos quedará por el camino en una historia que no llega a su fin. Nada que, ver, pues, con los otros donjuanes, que dejaron la posibilidad abierta a que alguien les pusiera en música con otras voces a su alrededor, incluso sin otra voz que todas, es decir, la de la orquesta, que es la que mejor le hubiera cuadrado con su tempestad y correspondiente naufragio —recordemos, sin embargo, el cuadro de Delacroix que está en el Louvre—, sus playas griegas, su danza española, su danza turca, su danza rusa y su danza inglesa, sus cañonazos y la presencia final del fraile gris que parece acorralarle y que se transforma en una de sus pretendientes a la que ciñe por el talle.
Quizá una de las razones de la suerte corrida por este Don Juan de Byron en el terreno de la música sea la propia complejidad del larguísimo poema narrativo escrito en ottava rima y que constituye una obra maestra a pesar o precisamente por sus divagaciones, sus salidas de tono, sus críticas feroces a algunos de los contemporáneos de su autor —mucho más románticos que él— y los recursos poéticos y expresivos cuya influencia llega hasta el modernismo tan siglo XX de escritores como Auden o, entre nosotros, Jaime Gil de Biedma. Incluso la personificación de la Filosofía en el Canto II que nos lleva nada menos que a algunas apariciones en el Galdós de La Primera República. La descripción de los amantes en el Canto IV, “They were all summer”, es de una belleza insólita. Como la audacia en el Canto VII: “But glory’s glory, and if you would find/ What that is —ask the pig who sees the wind”. O como toda la crudelísima descripción de la aristocrática compañía de Don Juan en la campiña inglesa en el Canto XI. Junto a eso, muy poca música explícita pero es verdad que en el verso más o menos implacable —más o menos impecable también— de Byron la hay a raudales, unas veces más concertada que otras pero siempre de una osadía sin límite alguno como corresponde a un genio que, además, quería saldar todas las cuentas pendientes con lo peor de su propia generación literaria y también, en ocasiones, con lo mejor. Leer su Don Juan, verdadero libro de libros, es adentrarse en esa aventura que solo la gran literatura ofrece de la mano de alguien que se explica con interesadísimo desinterés: “My sole excuse is , ‘tis my way”.
Y una curiosidad para viajeros. En el cementerio de Kensal Green, en Londres, está enterrada Anna Isabella, que estuviera casada un año con Byron. No es gran cosa en la memorabilia del autor pero el paseo vale la pena porque por ahí andan también Anthony Trollope, William Makepeace Thackeray, Wilkie Collins, Harold Pinter —sí— y hasta Lady Jane Wilde, la madre de Oscar.
*Lord Byron, Don Juan. Edición bilingüe de Juan Vicente Martínez Luciano, María José Coperías Aguilar y Miguel Teruel Pozas. Cátedra, Madrid, 1994. 2 vol. 19,95 euros.
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