El ‘Orfeo’ de Sartorio, ópera y cinismo en la Venecia seiscentista
Philippe Jaroussky se ha puesto de nuevo al frente del Ensemble Artaserse para dirigir el Orfeo de Antonio Sartorio en el Théâtre de la Comédie de Montpellier los días 7, 9 y 10 del pasado mes de junio: un verdadero acontecimiento por constituir la recuperación de una obra extraordinaria, poco grabada y menos representada, y por el espléndido resultado también en su faceta de director, como demostró el año pasado en París con Giulio Cesare de Haendel y el anterior, también en Montpellier y en el Festival de Salzburgo, con el oratorio Il primo omicidio de Alessandro Scarlatti.
La maravillosa música de L’Orfeo, con una cincuentena de arias, bastantes de ellas estróficas –número este nada anormal, pues las óperas de la década de 1670 cuentan con un mínimo de sesenta–; combinaciones flexibles de recitativo y aria –ya totalmente separados en los años centrales del siglo XVII, como muestra el Giasone (1649) de Cavalli y amplifican sus sucesores–, aires de danzas y bellos pasajes instrumentales, alterna la intensidad emocional con la jocosidad necesaria en los pasajes de comedia, en una mezcla de lo trágico y lo cómico omnipresente en la ópera veneciana pero no exclusiva de ella, pues ya la había introducido tempranamente Stefano Landi en Roma, también en La morte d’Orfeo (1619), que subtituló “tragicomedia pastoral”; el meridional Luigi Rossi, activo en Roma, acentuará estos rasgos en su Orfeo (1647), estrenado a lo grande en el París de Luis XIV y Mazarino.
La dirección de Jaroussky fue, como ya sabíamos, límpida, vibrante y sensible; antes de empezar los ensayos contaba que éstos habrían de ser la ocasión de ir encontrando los instrumentos idóneos para cada momento y el color justo –uno de sus principales afanes como cantante y como director– para cada situación, personaje y emoción. Su habilidad para elegir repartos ha vuelto a quedar demostrada en esta su tercera experiencia; sus cantantes alcanzaron la excelencia y mantuvieron el ritmo y la tensión que exigen tanto la partitura como el desarrollo de la acción.
Tras el Sant’Alessio de Stefano Landi en 2008, producción legendaria con un reparto de contratenores y Jaroussky en el papel titular, colabora de nuevo con Benjamin Lazar: director, actor especializado en declamación y gestualidad barrocas, formado en violín y canto, fundador en 2006 del Théâtre de L’Incrédule –que asocia con frecuencia palabra, música y danza–, con base en Louviers (Normandía), y autor de puestas en escena tanto barrocas como contemporáneas para teatro hablado y para ópera; en fin, una bomba de creatividad cuya trayectoria conviene seguir.
La puesta en escena de este Orfeo, brillante y dinámica, narra a la perfección la historia y aprovecha las capacidades actorales de todos para crear un soberbio espectáculo que no pierde tensión en ningún momento, con la ayuda del juego –esmeradamente buscado por Lazar– entre retórica barroca y naturalismo. La escenografía, moderna pero no invasiva ni –como tantas veces sucede– gratuita ni absurda, tiene un sentido y propicia bellos efectos de luz y reflejo: inspirada en los antiguos teatros anatómicos, en éste, a modo de tropo visual y conceptual, es declarada intención del director de escena diseccionar los sentimientos de los personajes que desfilan por él. La plataforma giratoria acompañará el caminar de Orfeo y Eurídice en su frustrado rescate del Hades, pero en su función de subrayar sentimientos encontrados, confusos y atormentadores nos ha recordado el aria Su le sponde del torbido Lete del Artaserse de Leonardo Vinci, cantada por el tenor Juan Sancho como el traidor Artabano mientras Jaroussky –el príncipe Artajerjes, cuyo padre, el rey Jerjes, acaba de ser asesinado– evolucionaba sobre la plataforma abrumado de angustia por la muerte de su padre y la aparente culpabilidad de su hermano, Darío. En la obra de Sartorio el giro se asocia, en su momento más notable, a los celos de Orfeo, que lo llevan a las puertas de la locura y del crimen.
Los quince miembros de Artaserse, fiel transcriptor de la música italiana del XVII, hacen honor a la partitura con el rico, suntuoso y envolvente sonido que ya le conocemos, pródigo en refinados colores. Hay que destacar el bajo continuo (tiorba, guitarra, lirone y arpa además de violonchelo, claves y órgano positivo), su perfecto engranaje con las voces y no pocos momentos mágicos, varios de ellos debidos a la intervención del arpa. Mucho trabajo tiene también la percusionista, que añade acentos descriptivos y se ocupa entre otras cosas de la lámina de trueno, de la pandereta que acompaña a la falsa gitana y de las castañuelas, que tienen también sus apariciones destacadas, alguna de enorme gracia con Erinda, el tradicional papel travestido de nodriza.
Cuando escribí sobre Giulio Cesare en estas páginas, profeticé que la siguiente aventura directoral de Jaroussky sería una ópera muy poco conocida, y así ha sido. Este Orfeo estaba en sus planes desde el disco La storia d’Orfeo, una auténtica joya –como todos los suyos–, grabado en 2017 con Emöke Baráth y Diego Fasolis combinando pasajes de Monteverdi, Rossi y Sartorio, a modo de singular pasticcio que culmina en Possente spirto, punto central y sublime de la versión monteverdiana.
Las sesiones en Montpellier han sido un paso más, y no menor, en la lenta historia del rescate de la ópera barroca. L’Orfeo es un dramma per musica en tres actos con libreto de Aurelio Aureli y estrenada en el teatro de San Salvatore de Venecia en 1672 –como de costumbre, en la larga temporada de Carnaval–; es muy representativa del gusto que domina el entorno veneciano desde la apertura de los teatros públicos de pago, el primero de los cuales fue San Cassiano en 1637. Su éxito se puede calibrar por la inhabitual conservación de tres partituras (desde luego manuscritas) en Viena (con correcciones autógrafas), Venecia y Nápoles, y por las numerosas reposiciones por espacio de más de setenta años: Palermo (1676), Nápoles (1682), Piacenza, (1689) (en el libreto se atribuye la música a Berardo Sabadini, que se dedicaba a hacer revisiones), Brunswick (1690), Roma (1694), Bolonia (1695) (el modelo de estos dos libretos es el de Piacenza), Turín (1697) y Génova (1706). En los dos últimos hay grandes cambios en el libreto.
En la versión de Montpellier, las voces se ajustan formidablemente a su papel y además las de cada cuerda –tres sopranos, dos contratenores, dos tenores y dos voces graves– se diferencian muy bien por su tipo y color. Debemos mencionarlos a todos por la altura de su desempeño vocal y escénico: las sopranos Arianna Venditelli (Orfeo), Alicia Amo (Eurídice) y Maya Kherani (Autonoe), los contratenores Kangmin Justin Kim (Aristeo) y Paul Figuier (Achille), los tenores Zachary Wilder (Erinda) y David Webb (Ercole), los barítonos/bajos Yannis François (Chirone, Bacco) y Renato Dolcini (Esculapio/Plutón), y la mezzo Gaia Petrone (Orillo).
Dentro del altísimo nivel general hemos de destacar a Venditelli, cuyo bello timbre, lleno y cálido, supo insuflar intensidad y dramatismo a su papel, y a Kim con su magnífica proyección y su voz poderosa, poseedora de los necesarios agudos pero también de una anchura y redondez de alto. Con todo, podemos declarar “triunfadora” a Zachary Wilder –en los tres sesiones fue el más ovacionado– por una Erinda divertida y sarcástica y a la vez con un toque vulnerable que la hace más cercana; por su relación con los demás personajes, sus intervenciones y comentarios, es también una especie de hilo conductor o coro griego. A la excelencia a que nos tiene acostumbrados el tenor norteamericano, especialista en el Barroco, se suma aquí una construcción del personaje llena de matices geniales y guiños sutiles.
Tras su viaje a Italia en 1770, Charles Burney hace un juicio de la ópera veneciana del XVII desde su sensibilidad dieciochesca; según él, parece haberse cuidado más de divertir a los ojos que al intelecto, juicio que se nos antoja superficial pero que la escasez del material que pudo conocer en aquella época explica. Curiosamente, su comentario recuerda unas palabras de John Dryden en el prefacio a su libreto de Albion and Albanius (1685), texto que sin duda él conocería: al diferenciar el carácter del recitativo y the songish part –el aria– asevera que la “principal intención” de la segunda es “complacer al oído más que satisfacer al entendimiento”.
Aun siguiendo los modelos de Florencia, Mantua y Roma, la ópera veneciana tiene peculiaridades impuestas por los requerimientos de la financiación de los teatros –que son cada vez más y entran en competencia entre sí–, con su gestión impulsada por el impresario, sujeto a la necesidad de atraer un público amplio y mezclado y reducir costes para optimizar beneficios, a diferencia de la ópera de patrocinio regio, nobiliario o eclesiástico y sus inversiones a capricho: la orquesta más pequeña que en Florencia y Mantua, la virtual desaparición del coro, la atención centrada en los solistas (con predominio de las voces agudas, como en todas partes: castrati y sopranos) –pero sin medios para contratar a los grandes– a la par de un aumento desaforado en el número de arias de cada ópera, más la mezcla de registros, con presencia cada vez mayor de las subtramas y personajes cómicos tan del gusto de la población local; la general reducción de cinco actos a tres y la preferencia creciente por los temas históricos, tratados libre, caprichosa e imaginativamente, sobre los mitológicos, que por su parte no escapan a una lectura paródica.
En este aspecto es decisivo lo que se ha denominado el “mito de Venecia”, supuestamente heredera de Troya y de Roma; la orgullosa aserción de la superioridad de la República sobre la Roma papal, de cuya decadencia es símbolo la de la Roma imperial con sus depravados emperadores. Las óperas se construyen en buena medida sobre unas convenciones que garantizan el éxito y contribuyen a la configuración del género; muchas proceden del teatro hablado y otras son específicamente operísticas. De las principales hay hermosos ejemplos en el Orfeo de Sartorio: la escena de la locura (si pensamos que el protagonista está tan dominado por los celos que pierde la razón hasta el extremo de ordenar el asesinato de Eurídice), la del sueño (que introduce la original y muy eficaz aparición y demanda de la esposa muerta), la invocación a seres del inframundo o el lamento, el tetracordo descendente sobre basso ostinato, fundado por Monteverdi y desarrollado por Cavalli –en cuyas óperas es omnipresente– y Purcell. Todas estas formas proporcionan puntos narrativos culminantes y van acompañadas de hallazgos musicales de primera magnitud.
Aunque Monteverdi vive en Venecia desde 1613, sus primeras óperas venecianas (1630 y 1631) se han perdido, de modo que la historia conocida del nuevo género en la ciudad no empieza con él sino con la compañía itinerante de dos romanos, Francesco Manelli, discípulo de Landi, y el gran Benedetto Ferrari como libretista: Andromeda en 1637 y La maga fulminata en 1628. Con Alessandro Scarlatti –cuya primera ópera se estrena siete años después de L’Orfeo de Sartorio– y la incorrectamente denominada “escuela napolitana”, la ópera barroca italiana es ya un género totalmente definido, con sus convenciones y formas cerradas; después de Sartorio, en la década de 1680, se perciben ya vientos de cambio que conducirán a la “ópera seria”.
La ópera del XVII ha tardado aún más que la del XVIII en ser objeto de estudios serios; para la veneciana en concreto contamos sobre todo con Opera in Seventeenth-Century Venice: The Creation of a Genre (1991), obra monumental y documentada en profundidad de Ellen Rosand, experta también en las últimas óperas de Monteverdi; la autora, que editó L’Orfeo en 1983, considera Venecia como el “taller operístico del siglo XVII”. Hay que mencionar también A New Chronology of Venetian Opera and Related Genres, 1660-1760 (2007), de Eleanor Selfridge-Field; con anterioridad sólo contábamos con dos libros pioneros: el de Helmuth Christian Wolff (Die venezianische Oper in der zweiten Hälfte des 17. Jahrhunderts, 1937) y el de Simon Towneley, que falleció centenario hace unos meses (Venetian Opera in the Seventeenth Century, 1954).
Poco a poco se va estudiando más no sólo a Monteverdi y acaso a Cavalli y a Cesti, sino también a otros operistas venecianos de ambos siglos: Manelli, Legrenzi, Pietro Andrea Ziani y su sobrino Marc’Antonio Ziani, Pollarolo, Pallavicino, Boretti, Albinoni, Caldara –investigado y grabado por Jaroussky en un disco prodigioso–, nuestro Sartorio y, por supuesto, Vivaldi. Dos aportaciones imprescindibles son la de Reinmar Emans, que cotejó y estudió las tres partituras de L’Orfeo en 1999, y la de Vassilis Vavoulis, que publicó la documentación disponible sobre Sartorio y su música vocal en 2004. En 2001, Virginia McGill presentó su tesis doctoral sobre el Orfeo sartoriano en la Universidad de Nueva Gales del Sur (Sydney).
Antonio Sartorio (1630-1680), uno de los grandes operistas venecianos de la generación siguiente a Cavalli y autor de catorce óperas entre 1661 y 1680 –incluyendo una que, a su muerte, hubo de terminar Marc’Antonio Ziani–, pertenecía sin duda a una familia con inquietudes artísticas por lo que se sabe de sus hermanos: Gasparo era compositor y organista y Girolamo arquitecto de teatro. Antonio desarrolla su actividad entre Venecia y Hannover, aquí como Kapellmeister de Johann Friedrich, duque de Brunswick-Luneburgo, entre 1666 y 1675, años durante los cuales compone algo de música religiosa y viaja a Venecia con frecuencia a fin de crear y estrenar sus óperas, casi todas para el teatro San Salvatore, y de contratar cantantes e instrumentistas para Hannover. En 1676 fue nombrado vicemaestro de capilla en San Marcos en sustitución de Cavalli. También reemplaza al maestro de Crema en el proyecto de Massenzio sobre libreto de Bussani –ópera programada a continuación de L’Orfeo– “por carecer [la de Cavalli] de briosas arietas” según el libretista Pietro Dolfin, que dice también que Sartonio la compuso en trece días, si bien del cálculo se deduce que fue algo más de un mes. Se sabe bastante de las achuchadas condiciones de trabajo a las que los compositores se veían sometidos; Cesti se queja en una carta de tener seis semanas para el Pomo d’Oro –aunque luego tardó bastante más– y casi se le oye suspirar comentando que las cosas salen mucho mejor “cuando se goza del beneficio del tiempo”.
La publicación por Vavoulis de una serie de cartas dirigidas al duque por su secretario en Venecia, Francesco Maria Massi, y por los libretistas Dolfin y Beregan nos permite acceder a interesantes comentarios sobre las óperas que se llevaron a escena aquellos años. Dos días después del estreno, celebrado el 14 de diciembre -el 20 de enero de 1673 sería la última representación-, Massi da detalles sobre el reparto inaugural, que no se conoce completo, de L’Orfeo, obra “ben galante, più pastorale che cosa heroica” y menciona a la romana Tonina (Antonia Coresi), a Giulia Masotti y sobre todo al “barítono” que pudo hacer Erinda, según sugiere McGill, quien también apunta la posibilidad de que Orfeo correspondiera al castrato Ciecolino (Antonio Rivano), dado que días después canta en Massenzio el papel titular; no obstante, el día 9 aún no ha llegado a Venecia y el 30 escribe Dolfin ”ha aparecido” para cantar Massenzio, todo lo cual parece descartar su presencia en L’Orfeo. Vavoulis asevera que el celebrado bajo Gratianino (Nicola Gratianini), el Constantino de Massenzio, fue el intérprete de Esculapio, Quirón y Plutón en L’Orfeo. Alude Massi al clamoroso éxito, gran concurrencia y excelencia de música e intérpretes. Dolfin ya había encomiado la dolcissima musica de Ermengarda, otra creación de Sartorio con libreto del propio Dolfin; ahora cotillea al duque, con cierto regocijo porteril, la historia de la preterición de Cavalli para Massenzio, elogia a Tonina y califica de pésima la ópera “de Aureli”, es decir, el libreto.
Los piques y las envidias entre colegas debían de estar a la orden del día, pues Nicolò Beregan escribe días después sobre “il Domitiano del Noris” –es decir, la ópera Domiziano de Boretti con libreto de Matteo Noris– afirmando que por tener cantantes más flojos ha tenido menos éxito que L’Orfeo de Sartorio, que alaba “aunque la ópera era aureliana” y describe malignamente como un’opera stracciata, término que se podría traducir como “deslavazada” o “descosida”, lo que suponemos es alusión a las “piezas” que componen estas obras con sus contrastados registros, personajes e intrigas, si bien a nuestro juicio lo que procede es admirar a los compositores, pues, como aquí demuestra Sartorio, logran dar continuidad y lógica narrativa a sus partituras a pesar de cualesquiera inverosimilitudes y desbocadas fantasías, y sobre todo en una versión tan cadenciosa, intensa y brillante como la de Jaroussky con la ayuda de Artaserse, de Lazar y de su soberbio equipo vocal.
Es importante señalar que nada más regresar a Venecia compuso un Giulio Cesare in Egitto que fue estrenado en San Salvatore en 1676 y –primero sobre el tema– de él partió Haendel para el suyo celebérrimo de 1723. El libreto haendeliano de Haym se basa en el de Bussani para Sartorio, cuya ópera se editó en 1991 y su estudio ha llevado a observar llamativas similitudes entre ambas. En su producción operística, Sartorio tuvo como colaboradores a algunos libretistas destacados, Aureli, Minato y Noris, y a otros menos conocidos, Bussani, Dolfin y Novello Bonis. Con texto del primero compuso sólo otra ópera, la que conocemos como primera suya, Gl’amori infruttuosi di Pirro (1661). Aurelio Aureli (1630-1708) es autor de más de cincuenta libretos para Cavalli, Cesti, Legrenzi, Albinoni, los dos Ziani, Pallavicino, Boretti, Pollarolo, Provenzale, Freschi, Alessandro Scarlatti…
Muy lejos de la monteverdiana Favola d’Orfeo, el mito fundacional y asunto metamusical paradigmático de Orfeo y Eurídice se concierta con un cinismo a la veneciana que parece seguir la estela de la Poppea de Monteverdi, una complacencia en la parodia que no perdona a nadie, una ironía pragmática, materialista y desmitificadora que va más allá de la mezcla de lo trágico y lo cómico: no hay héroes y cada cual sufre y muestra sus propias miserias; triunfan la venalidad, la violencia y las bajas pasiones.
Tanto Orfeo como Eurídice se apartan mucho de las caracterizaciones habituales, heroicas y trágicas: el primero, que sólo se atiene a su carácter tradicional en la escena del Acto III en que canta atrayendo a los animales –líricamente resuelta en Montpellier–, por sus celos inmotivados, que lo llevan, gran novedad, a ordenar el asesinato de Eurídice, si bien la muerte de ésta, al pisar una serpiente huyendo del insistente acoso de Aristeo, se acomoda al relato de Virgilio en la Geórgica IV. La desesperación de Orfeo al saber que ha muerto –siendo inocente–, cuando él había ordenado su asesinato, es un momento bien revelador de su manera de ser, al tiempo irracional y cínica.
Ha sido siempre comentada la Eurídice valerosa y no pasiva de Sartorio: se aparece en sueños a Orfeo para incitarlo a bajar al Averno en su busca, y luego lo conmina a que no se vuelva a mirarla, condición impuesta para su liberación. Sea como fuere, su amor fracasará por la estupidez de aquél y por la incapacidad infantiloide de Aristeo de dominar lo que no es más que deseo físico; cambia de amada como de camisa y al final, perdida para todos Eurídice, la gran víctima, él volverá al redil de su prometida Autonoé, que a punto está de no tragarse su tardío arrepentimiento.
Como es habitual tanto en los asuntos históricos como en los mitológicos, el argumento consiste en una o varias tramas amorosas que transitan por encuentros y desencuentros de consecuencias unas veces funestas y otras hilarantes. Una visión negativa del amor se desprende del desarrollo y del final: unos personajes son arrastrados por la pasión y otros –Quirón, Esculapio, Baco– se mantienen saludablemente al margen y predican a los demás un cúmulo de advertencias generalmente inútiles. Cada una de las parejas –en lo esencial asimétricas en sus sentimientos, de modo que apenas hay una verdadera relación humana entre sus miembros– causa o padece malos entendidos y desdichas.
El libreto del estreno veneciano, editado en 1673, explica en el texto inicial el fundamento del relato y luego añade “si finge che…” y en esa anunciada ficción se enumeran las imaginativas variaciones que el libretista ha introducido en aquél. Dice sin rebozo que Orfeo es presentado como un marito geloso, y en efecto su talla heroica queda reducida a ese modesto papel. Autónoe, en la mitología hija de Cadmo, rey de Tracia, y esposa en efecto de Aristeo, aparece disfrazada de gitana en un intento de recuperar el perdido amor de su prometido, que ha enloquecido literalmente, como mostrará el desarrollo de la acción, por Eurídice. La presencia del disfraz, amén de un recurso universal del teatro barroco en todas sus formas, concuerda muy bien con la importancia del carnaval en Venecia
Reunir al centauro Quirón con Hércules y Aquiles como discípulos es para Aureli “un disculpable anacronismo” ideado “para enriquecer más el enredo”. El servicio al gusto veneciano se pone aquí modélicamente de relieve. Pero ya mucho antes hay textos en los cuales los poetas se niegan a ser juzgados por criterios de verosimilitud; las convenciones –dramáticas y musicales– proporcionarán el sistema de referencias que se precisa.
Texto y música contribuyen por igual a la perfecta caracterización de los personajes, que cobran vida en sí mismos y en sus variables interrelaciones. Amén de incluir personajes ajenos al relato, una peculiaridad es que presenta a Orfeo junto con el Aristeo de Virgilio y con Esculapio, ambos medio hermanos suyos como hijos de Apolo. Podemos postular que algunos de los personajes representan uno de los cuatro temperamentos hipocráticos: Orfeo es un melancólico de manual, dominado por la bilis negra; Quirón, un buen colérico-sanguíneo, y Aristeo un sanguíneo de alguna variedad un tanto histérica, mientras que Esculapio nos hace honor a los flemáticos.
Quirón intenta hacer carrera de sus díscolos discípulos, presentados como dos jovenzuelos retozones e impulsivos aunque noblotes e ingenuos, dos originales personajes cómicos que nada conservan de su raigambre mitológica; parece irónica su primera escena, en la que aparecen persiguiendo a un pobre animal, por mucho que el libreto lo conceptúe como “fiero jabalí” y a ellos como “jóvenes héroes”. Su caracterización en Montpellier nos parece abonar esta lectura, pues aparecen “des-naturalizados”, vestidos de blanco y con maquillaje blanco en todo el cuerpo, a modo de inverosímiles estatuas animadas y muy humanas, sacadas de su origen “antiguo”. Quirón, por su parte, no logra encauzarlos hacia el estudio ni convencerlos de los peligros del amor a pesar de sus exhortaciones. En este montaje, su vestuario y actuación muestran su doble naturaleza humana y equina, con unas muletas que hacen las veces de patas delanteras y al mismo tiempo aluden a su provecta edad, y una camisa de camuflaje llena de medallas, recuerdo de un glorioso pasado militar superpuesto a las ocupaciones docentes que le asigna el mito. El desempeño de Yannis François se aprovecha de su otra profesión, la de bailarín. También hay que recordar que en aquel memorable Primo omicidio dirigido por Jaroussky hizo este bajo-barítono un Lucifer igualmente memorable.
Otra clave de parodia es la intervención de Baco al final del Acto II. En Monteverdi, al final, Apolo discende di una nuvola cantando para prometer a su hijo vida inmortal en el cielo y la contemplación de su amada “en el sol y en las estrellas”. Pues bien, el irreverente Sartorio transfiere ese consuelo al dios del vino, quien disuade a Aristeo de darse muerte: se presenta en un carro con sátiros y bacantes, en Montpellier coronado de pámpanos y portando un botijo que pasará a Aristeo, el cual acepta consejos y botijo y se emborracha, y no de dolor.
Las damas son algo más complejas, pues tanto Eurídice como Autonoé son fieles y constantes en su amor -que ellos hacen poco por merecer-, tienen iniciativa y actúan con inteligencia, pero a veces también a ellas se les agota la paciencia. Erinda es, al menos en apariencia, un personaje totalmente cómico, pero no por ello resulta plano ni previsible; las “amorosas locuras de una vieja” –como reza el libreto– tienen siempre chispa, sobre todo cuando reconoce que le siguen gustando los jóvenes guapos y que el oro es la llave que “abre la puerta de todos los corazones”. Como corresponde a un papel cómico, su canto es silábico y no melismático, sus arias estróficas, ágiles de ritmo y con las pertinentes repeticiones y ritornelos.
Los personajes “serios” tienen a veces un toque festivo, como Autonoé en su encuentro con Hércules y Aquiles, diálogo entreverado de comentarios zumbones por parte del pastor Orillo, que no tiene más ideal que el dinero, acepta los amores de la otoñal Erinda inducido por su oro –¿hay quizá relación entre el metal precioso y el nombre de “Orillo” entendido como un diminutivo poco usual en italiano? – y es parodia muy terrenal de los refinados ambientes pastoriles favoritos en poesía, novela, ópera y ballet; también Erinda tiene quizá un trasfondo dramático en su conciencia del paso del tiempo y del inevitable envejecimiento y en su casi desesperado carpe diem, igual que la Alcesta de la Erismena de Cavalli, con libreto del propio Aureli.
La nutrice, papel generalmente cantado por un tenor (recientemente, Marco Angioloni ha grabado el disco Il Canto della Nutrice –título que parece socarrona analogía del Canto de la Sibila– tras explorar las creaciones venecianas y en especial las muy numerosas de Cavalli) es un personaje habitual desde la Arnalta y la Euriclea de Monteverdi; como todas las figuras cómicas de la ópera barroca, que se remontan a la comedia griega y romana, es heredera de la Commedia dell’Arte, aunque los representantes más característicos de ésta son los zanni, los criados varones que son los antepasados del gracioso del teatro clásico español y sus análogos –y análogas– en Molière. No obstante, Erinda se sale de lo acostumbrado porque no está tan en función de los demás; tiene una marcada personalidad y no sólo interviene en las intrigas ajenas sino que trama las suyas propias, formando una tercera pareja amorosa -bastante asimétrica en los intereses de uno y otra- con el joven y oportunista Orillo.
Lejos estamos también de los comienzos florentino-mantuanos en el final; nada de la transfiguración neoplatónica de Monteverdi, antes bien una situación muy terrena: la reconciliación de la segunda pareja de (más o menos) enamorados para el indispensable lieto fine con el dúo Mia vita/Mio ardore, que por cierto recuerda un tanto al debatido Pur ti miro que cierra L’incoronazione di Poppea del genio de Cremona. Dicho final feliz, un tanto traído por los pelos aunque Aristeo ya nos tiene acostumbrados a sus bruscos cambios de humor, compensa el trágico e irreparable de la peripecia de Orfeo y Eurídice. Conviene recordar que los actos II y III terminaban –y así se indica en la primera edición del libreto– con sendos ballets, el uno de pastores y ninfas y el otro de sátiros y bacantes.
Como conclusión de la ópera –casi única escena no incluida en la versión de Montpellier– Tetis viene a llevarse a su hijo Aquiles a la isla de Sciro o Esciros para librarlo de la guerra de Troya –en la cual morirá según un oráculo–, refugiado entre las hijas de Licomedes en traje femenil. Pero aquí, como es bien sabido, empieza otra historia que dará lugar a numerosas óperas, muchas de ellas sobre el libreto de Metastasio.
María Condor
(fotos: Marc Ginot)