El frescor y el fuego (en la muerte de Santiago Salaverri)
En sus últimas horas terrenales, Santiago Salaverri Barañano estaba rodeado de su mujer, sus hijos, sus nietos y hasta un par de amigos. Era una imagen conmovedora por la carga de afectividad que rebosaba e incluso parecía providencial que la música que sonó de fondo en unos momentos fuese la canción Los caminos del amor de su admirado Francis Poulenc, un autor con el que nos deleitó en varios de los 24 programas que dedicó en la radio a la canción francesa y del que la memoria selectiva me lleva al ciclo El frescor y el fuego, de 1950, cuyo título supone un primer acercamiento al carácter de Santiago, una persona en la que convivían el frescor, el fuego y, por supuesto, los caminos del amor, en una atmósfera compartida en primer lugar por la familia, los amigos y el amor por la música.
Se ha ido de viaje, como si fuese un Dante contemporáneo, con el deseado acompañamiento musical de Soave sia il vento de Cosí fan tutte, de Mozart, un tema que le fascinaba al hablar de viajes, como me ha señalado su hija Gabriela. Santi era un melómano espeluznante. Exponía con sencillez los argumentos más profundos y buscaba siempre el diálogo desde la sonrisa. Con motivo de la pandemia me preguntó hace unos meses a qué festivales iba a asistir este año. Le dije que iba a crear un Festival casero de nombre Salaverri. Le hizo mucha gracia, pero no es ninguna tontería. Una sesión podía estar volcada en Maria di Rohan, una ópera de Donizetti que le encantaba; otra en el grupo francés de Les Six (su pasión francesa, ay). Me recordaba de cuando en cuando que en 1990 fuimos a la inauguración de La Bastilla y vimos Los troyanos, de Berlioz, y al día siguiente en Châtelet El enfermo imaginario, de Charpentier); otra sesión podía estar dedicada a Treemonisha, de Scott Joplin (me quedé boquiabierto cuando me regaló el disco); otra a La forza del destino, una ópera de Verdi de la que dio una conferencia memorable para los Amics del Liceu de Barcelona en 2012; y , cómo no, una a la Pequeña misa solemne, de Rossini, en recuerdo de una versión insuperable que escuchamos juntos en Portugal dirigida por Alberto Zedda.
De frescor y de fuego estaban llenos su concepto de la amistad y su irresistible vitalidad. Con Emilio Casares hablaba horas y horas sobre la historia de la música española y sus avatares, con el fallecido Romano Gandolfi y recientemente con el tenor Saimir Pirgu tenía una relación pletórica de humanismo, con Juan Lucas traspasaba todos los límites del compañerismo y la generosidad. Y en un lugar de privilegio hay que situar su bilbainismo. Santi era de la villa del Nervión hasta las cejas. El amor por sus hermanos y hermanas era, es, infinito.
Ahora nos deja físicamente pero no espiritualmente. Precisamente en Bilbao cuando murió mi padre yo estaba muy compungido y mi familia se presentó con una botella de champán para brindar por él. “Es lo que más le habría gustado en este momento”, me dijeron. Les creí. Y propongo el brindis por Santi, por su ejemplo, por su modelo de vida, por su concepción de la cultura, por su amor indiscriminado. Con champán si es posible. Música, amor y vino es el primero de los 25 lieder populares escoceses, Opus 108, de Beethoven. Parece un guiño pensado para este momento. Gracias, Santiago, por haber sido como has sido. Siempre nos quedará en el recuerdo tu maravillosa amistad.
Juan Ángel Vela del Campo