¿El final de Bayreuth?

Ioan Holender, agente, director artístico de la Ópera de Viena entre 1992 y 2010 y persona siempre bien informada, ha publicado el pasado 1 de julio un duro y polémico artículo en Die Presse en el cual predice el final del Festival de Bayreuth. A sus bien vividos 87 años, Holender está ya de vuelta de todo y no se anda con pelos en la lengua. En el artículo se pregunta sin rodeos si Bayreuth está ante su final definitivo. Parafraseando a Wotan, el dios wagneriano, utiliza la expresión “Das ist das Ende” (Esto es el final). Y lo argumenta con razones de peso: las esperas de hasta diez años para conseguir una localidad han desaparecido; Bayreuth ya no es el destino soñado por cualquier director de orquesta, cantante o director de escena que se precie; la pérdida de la imagen de Bayreuth como “santuario wagneriano de culto” y lugar de peregrinación de wagnerianos de todo el mundo…
Conservador como siempre ha sido en lo que respecta a las puestas en escena, el veterano Holender no deja de esgrimir como razón de peso de la supuesta extinción del Festival de Bayreuth las “aberrantes” producciones escénicas que se han “sufrido” en el legendario Festspielhaus desde la desaparición de Wolfgang Wagner”. Pero tiene la prudencia, esto sí, de no citar ni culpabilizar nominalmente en ningún momento a Katharina Wagner -hija de Wolfgang Wagner y su sucesora al frente del festival- de las razones de la supuesta crisis.
De alguna manera, y pese a la aparente virulencia de su escrito, Holender arroja la piedra y esconde la mano. Los motivos aducidos son datos muy concretos y objetivos, fuera por ello de cualquier posibilidad de rebate. Evidentes y bien conocidos: el Bayreuth de las listas de espera es cosa ya del pasado, tanto como la presencia de las más grandes batutas. Las celebridades vocales siguen acudiendo a Bayreuth, pero bien es cierto que su presencia es cada día más escasa. Por otra parte, es también irrebatible que las producciones escénicas de la “era Katharina” no se han distinguido precisamente por su calidad o profundidad, comenzando por las firmadas por ella. El tiempo de los Chéreau, Dorn, Flimm, Hall, Kupfer, Müller, Ponelle o los mismos Wieland y Wofgang Wagner (tío y padre de Katharina, respectivamente) es agua pasada. En su lugar, en el Bayreuth de la bisnietísima ha recalado una generación de jóvenes como ella entre los que hay directores de escena que jamás habían montado óperas de Wagner, ajenos por completo a su lenguaje y naturaleza escénica.
Cuestionar el futuro de Bayreuth, rebatir y protestar sus montajes escénicos, es algo tan antiguo como el propio Festival, fundado por Richard Wagner en 1876. También lo es el poner en solfa su gestión y funcionamiento interno, tan apegado a la vieja usanza, con estrecheces que atentan contra el bienestar de los espectadores -solo quien ha asistido conoce el calvario que es seguir durante horas y horas una ópera de Wagner sentado en rancias y espartanas butacas de madera, a veces con temperaturas en la sala tan tórridas que ni en la calle de la Sierpes de Sevilla-, con un sistema de “aire acondicionado” que consiste en arrojar agua sobre el tejado del Festspielhaus, etcétera, etcétera. Como quien cambia la vieja solería de casa por una tarima comprada por cuatro chavos en Leroy-Merlin, a estos “modernos” les gustaría ver transfigurada la centenaria platea de Bayreuth en un auditorio con luces led, butacones tapizados en piel artificial y aire acondicionado made in China.
También el inolvidable Ángel-Fernando Mayo, guardián de la tradición, dedicó un capítulo al futuro de Bayreuth en su imprescindible libro sobre Wagner (Península/Guías SCHERZO). Bajo el título “¿Quo Vadis Bayreuth?”, Mayo ya esgrimía hace treinta años los mismos argumentos que hoy utiliza Holender. Bayreuth ha vivido y sobrevivido siempre con el estigma de la crisis y la renovación. A pesar de que los argumentos esgrimidos por Holender y antes por Mayo son tan ciertos como evidentes, Bayreuth, el peso de la memoria, de la historia, de la tradición, de la evocación wagneriana, del mito del foso invisible, de una acústica que es única, de la “Colina sagrada” y de toda la parafernalia que envuelve el santuario wagneriano, se imponen sobre cualquier circunstancia o crisis.
Ni siquiera en los tiempos dorados de los Lorenz, Flagstad, Nilsson, Windgassen, Varnay, Furtwängler, Knappertsbusch o Keilberth se iba a escuchar a los mitos. En Bayreuth el único mito es Wagner y su Festspielhaus. Y eso, la obra de arte total, la tan cacareada Gesamtkunstwerk, es lo que reclama la atención del peregrino wagneriano. Barenboim o Thielemann, Meier o Davidsen, no son importantes como el prodigio de sentir el comienzo del preludio del primer acto de Parsifal en la oscuridad única y sin aplauso de Bayreuth. Ningún divo cobra tan poco en ningún otro sitio. Muchos llegan sin carrera y Bayreuth les catapulta como estrellas wagnerianas. Luego, cuando ya lo son, dicen adiós a Bayreuth y a sus rácanos cachés. Pasó, pasa y pasará. Y siempre surgen nuevas voces en un festival que tiene por santo y seña la renovación permanente.
Como el agua que brota del manantial, Bayreuth y la música de Wagner, sentida y escuchada en el Festspielhaus, pueden con todo. Son tan irrebatibles como el Vaticano, La Meca o Lourdes. Aguantan hasta las perpetraciones y atentados que desde el mismo corazón del Festspielhaus se infligen año tras año. Para los sempiternos cuervos de Wotan, Bayreuth ya se acababa en 1976, cuando el Anillo ‘marxista’ del centenario, firmado por Patrice Chéreau y Pierre Boulez. Todos anunciaron entonces la debacle. Hoy, aquel Anillo es una referencia venerada hasta por los más ortodoxos guardianes del grial wagneriano. Bayreuth, como la vida, como las religiones, seguirá así, eternamente. Más allá de modas, circunstancias y atentados. Con sus iluminados, sus cofrades y sus inevitables detractores. Cuestión de fe. ‘Ladran, luego cabalgamos’. Y a lomos de Grane.
Justo Romero