El “espacio Sokolov”

Le Tic-toc-choc, ou les Maillotins es una de las tantas y magníficas muestras de humor musical presentes en la obra de François Couperin. Incluida en el decimoctavo Orden del Tercer libro de piezas para clave (1722), es una página virtuosística y brillante que explota hábilmente las posibilidades creadas por los cruces de manos. Las interferencias entre la mano izquierda, con su melodía en corcheas (básicamente un arpegio), y el crepitante ostinato rítmico en semicorcheas de la mano derecha producen un entramado de texturas superpuestas digno de un Ligeti barroco. Las diferentes capas, al moverse en el mismo registro, crean la impresión de un movimiento ondulatorio constante, como la oscilación de una cuerda o de un péndulo.
Los Maillot eran una familia de funambulistas, y toda la pieza de Couperin parece moverse, musicalmente hablando, en el alambre. Si ya Le Tic-toc-choc tiene su punto de dificultad en el clavecín, pese a que las manos del intérprete pueden distribuirse sobre teclados diferentes, la pieza se vuelve endiablada cuando se toca en el piano. Trasladadas a un único teclado, las dos manos han de moverse forzosamente en un pañuelo, por lo que los dedos se estorban recíprocamente y se obstaculizan. Para sortear este inconveniente, hace falta una buena dosis de equilibrismo y mover los dedos en una postura innatural, casi vertical, como las piernas de una bailarina.
Aquí, donde la convivencia entre ambas manos se antoja claustrofóbica, se abre el “espacio Sokolov”. El primer vídeo es una versión de Le Tic-toc-choc que el pianista ruso ofreció al término de un recital en el Teatro de los Campos Elíseos de París en noviembre de 2002. En este caso, no basta con asistir al concierto. Hay que estar al lado de Grigory Sokolov, como hace aquí la cámara (se nota la mano de Bruno Moinsangeon), para contemplar lo más cerca posible el espectáculo de sus dedos, la magia de unos movimientos que aúnan rapidez y agilidad, fuerza y precisión. Incluso en espacios tan reducidos, Sokolov es capaz de hacer el pino y al mismo tiempo diferenciar los planos sonoros y variar los timbres.
Con Sokolov, uno tiene la sensación de que entre tecla y tecla hay una distancia mayor que con cualquier otro pianista. En una simple octava cabe un universo. Pero no es solamente una distancia física, cuantitativa; es sobre todo una distancia cualitativa. Para entenderlo mejor, escuchemos a Sokolov en el Impromptu op. 90 nº 2 de Schubert (la toma es de 2013). Muchos pianistas dan la impresión, por así decirlo, de sobrevolar la pieza: apresuran el paso, sacrificando la individualidad de las notas en aras del legato que envuelve la línea musical de la mano derecha. Sokolov elige en cambio un tiempo más lento y desgrana las notas como si quisiera dar sentido a todas y cada una de ellas. Hasta en los pasajes donde el legato más impera (pienso en los Estudios op. 25 nº 2 y 10 de Chopin), las versiones de Sokolov vislumbran entre nota y nota, entre tecla y tecla, la existencia de un espacio mínimo, imperceptible, en el que todo puede ocurrir y todo puede cambiar.
Entonces, cada paso es una sorpresa, cada sonido está en conexión con el anterior pero puede abrir de repente puertas inesperadas, conducirnos a horizontes nuevos, desvelar colores que no habríamos imaginado. Y si esto puede ocurrir en el espacio entre dos notas, qué viaje más maravilloso aún representará una pieza de música, por pequeña que sea. A esto llamo el “espacio Sokolov”.
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