El concursante aspirante al éxito fulgurante

En los últimos días se ha generado una polémica en las redes tras una desafortunada afirmación de uno de los concursantes de cierto concurso televisivo de masiva audiencia. Aunque, en sí mismo, il fatto è serio, el clima se ha calentado lo suficiente como para que quien esto firma, preludie el tema con el debido sarcasmo, de manera que baje la espuma de la irritación antes de proceder al más serio análisis de una materia que, me temo, tiene algo de desgraciada recurrencia.
Existe en nuestros tiempos cierta competición televisiva llamada Operación Triunfo. La competición en cuestión somete a los aspirantes a una inmersión en una academia, con sus idas y venidas, eliminaciones y tensiones, y la cosa termina generando presuntos, o no tan presuntos, triunfadores (la operación-competición ha producido ya cantantes que se han forrado bastante, la verdad), en el variopinto género de la música moderna. El firmante confiesa no haber consumido tiempo viendo la tal competición, porque, tras ver apenas unos minutos de la primera, celebrada hace años, decidió que tenía cosas más interesantes y enriquecedoras que hacer, y de paso evitaba lo que tenía todas las trazas de constituir un factor de riesgo para padecer hipertensión, ansiedad y depresión, todo en uno. Pero en la edición que se desarrolla en estos momentos se ha producido un hecho que motiva esta pieza.
Un concursante aspirante al éxito fulgurante, probablemente inconsciente del impacto resultante, deslizose velozmente por la inclinada pendiente, y, cual patinador imprudente, dirigiose rectamente al batacazo imponente. En un momento dado, en plena efusión de agradecido entusiasmo por la irrepetible experiencia que estaba viviendo, el concursante aspirante al éxito fulgurante creciose, y dejose llevar por el calor emergente en la academia fulgente, profiriendo entonces, estridente, el aserto alucinante con el que se estrelló, contundente: “Esto que estamos haciendo aquí, en esta academia, le da mil vueltas a cualquier conservatorio”. Como la competición-operación es un programa muy visto (de esos fenómenos sociales que uno no termina de entender, pero qué le vamos a hacer, es lo que hay), las redes sociales se incendiaron de inmediato. Los profesionales, o al menos una parte importante de ellos, respondió con calentada indignación al sonoro patinazo.
A una instrumentista le subió tanto la temperatura que, en su bien comprensible indignación, perdió el oremus verbal, y con él parte de la buena razón que le asistía, y soltó por aquella boca (en realidad por aquellas frases de su perfil en redes sociales) lindeza y media, de las que podría derivarse una invitación a la titulada para recuperar alguna clase de modales. Otros, entre ellos un estimado amigo mío, se expresaron con firmeza, pero con mucha más y mejor mesura en los términos. Y, como le dije a ese amigo, me temo que el problema sea más profundo (casi estoy por decir que desgraciadamente), que el mero, aunque desafortunadísimo desprecio por lo que se enseña en un conservatorio. Hace apenas tres meses, me referí en una de las bitácoras anteriores de Scherzo (https://scherzo.es/blog/donde-estas-oremus/), a la epidemia de engañosa facilidad e inmediatez que invade la sociedad actual, en muchísimas facetas, y lamentablemente, también en la música. Se hipnotiza y hasta envenena con la añagaza del presunto éxito de fácil obtención, desdeñando con olímpico desprecio todo aquello que suponga esfuerzo, estudio, reflexión y análisis.
Y, sí, también rechazando el componente de experimentar, de crecer, de probar acercamientos distintos, de enriquecerlos con experiencias vitales y culturales distintas, que es compañero imprescindible en la génesis de una interpretación musical. Porque quienes hemos pasado por conservatorios y puesto nuestras manos, aunque sea, como en mi caso, torpes, sobre un instrumento, sabemos que los ingredientes mencionados son no ya necesarios, sino imprescindibles en el empeño de generar algo que se asemeje a una interpretación satisfactoria. Interpretación que es una criatura que nunca, nunca, termina de crecer y evolucionar, porque, al final, la música es algo que solo adquiere vida cuando alguien la interpreta. Entretanto, no deja de ser un lenguaje escrito en una partitura que aguarda al intérprete que lo descodifique. Por supuesto, los conservatorios tienen mucho que cambiar y que mejorar. Lo saben bien quienes han pasado por ellos y también quienes trabajan en ellos. Pero más allá de la necesidad de cambio, decir que vale más el paso de unos meses por una academia ad hoc que catorce años de estudios en un conservatorio es un disparate de dimensiones catedralicias, y, como tal, completamente inaceptable.
La sociedad actual, enferma de prisas, obsesionada hasta la neurosis con lo inmediato, y por ende con lo fácil, es un caldo de cultivo idóneo para la apoteosis de la vulgaridad y el dominio tiránico del desdén por la complejidad. Es una suerte de perversa ecuación en la que lo simple equivale a fácil y rápido, y en la venta de lo simple, entra el desapego por lo complejo. Éxitos tan fáciles como inmerecidos y por tanto deprimentes para quienes los contemplamos, perplejos, a algunos de los cuales me referí en la bitácora mencionada, nos persiguen cada día cual penitencia inclemente y frustrante. Hay quien ha dicho que estos “triunfitos” (al parecer les llaman así, según he podido leer), pasajeros del trayecto hacia el éxito express, no están en realidad despreciando a los conservatorios, sino expresando que, en realidad, para el éxito no los necesitan.
Y, en el fondo, quizá ahí reside lo más grave del problema. Los profesionales harán bien en reivindicar su labor, porque es sangrante que venga cualquier advenedizo a despreciarla como si fuera un asunto menor. Harán bien también en revisar qué se está haciendo mal. Un chiste inglés que me enviaron hace poco decía: “El 20 % de los niños aprenden el lenguaje musical; el 70% de los adultos confiesa que le gustaría haber aprendido”. Algo mal se está haciendo en el ámbito docente cuando lo que se genera es un aluvión de “me habría gustado…”. Pero desde luego, lo que es inaceptable y lo que no puede ser el camino, es transmitir que el regalo envenenado (y falaz) de que para el éxito basta con un pasaje satisfactorio por la academia de éxitos express, aunque algunos (pocos) se forren con ello. Eso sí, salvo que la gente empiece a discriminar más y, con ello, a diferenciar a los artistas hechos y derechos de los vendedores de humo o aprovechados de las circunstancias, me temo que esto es lo que hay.
Más allá de mejorar, impulsar y reforzar la enseñanza musical en la infancia, los medios y los profesionales deberían alzar su voz para defender el verdadero peso de su profesión y formación, y para rechazar de plano, entre otros muchos motivos, por ofensivas, afirmaciones como la desgraciada con que nos ha obsequiado el concursante candidato al éxito fulgurante que, en su imprudente empeño deslizante, ha protagonizado un patinazo tan imponente como malsonante. Tomemos nota del trastazo, y, a poder ser, ejerzamos la correspondiente pedagogía. Porque el mal, aunque no consuele, sino más bien al contrario, no es sólo nuestro. Para muestra un botón de hoy mismo: acabo de leer que la nueva ministra de Cultura en la Rusia de Putin, entre otras lindezas, declara abominar la ópera, los conciertos y los museos. Lo que se dice muy propia para el cargo. A los melómanos rusos les va a salvar que a Putin sí le gusta la música, porque lo que es en manos de esta ilustrada… Facundo, el mundo está para el tinte.
Rafael Ortega Basagoiti