El comprador de discos concienzudo
Coleccionar discos puede llenar partes sustanciales de una vida. Uno se convierte en su propio disc jockey, para sí mismo y para los melómanos más allegados. Además, escuchar música con frecuencia es un antídoto excelente contra las asechanzas de la soledad, con sus vacíos similares a la grada de un campo deportivo en tiempo de pandemia.
El novelista Alejo Carpentier, en un artículo de 1956 sobre el coleccionismo, incluido en su libro Ese músico que llevo dentro, lo califica de “encomiable actividad”. Pero algo después, no sin sorna, añade que “hay quien, sin haber escuchado tal sonata de Beethoven tocada por Kempff, corre desaforado a comprarse la misma, tocada por Schnabel, la que tampoco tendrá el tiempo de escuchar a derechas”. Entre ambos términos, puede plantearse una cuestión crucial de estas líneas, la de si al cultivar una pasión legítima, esta puede llegar a despeñarse con la violencia del hipogrifo calderoniano.
Ante esa bulimia discográfica, capaz de imponerse a otros hábitos fijos cotidianos, se impone algún tipo de sistema o truco, enfocado hacia una mínima precaución. Sería algo así como el escape del adoctrinamiento televisivo, o del insulso noticiario suburbano, encendiendo lo mínimo o nunca el aparato, y dando a menudo la espalda a las pantallas del metro.
Ya apenas quedan en el mundo tiendas históricas de discos, pues Tower Records, la más famosa de Nueva York, entró en bancarrota hace casi 3 lustros, y tampoco existe en Viena Da Caruso. Sin embargo, en España, grandes almacenes como El Corté Inglés o la Fnac, aun con sus matices estándar, todavía engloban capacidades mucho mayores que lo que un discófilo medio puede adquirir, puesto que reciben, y sobre todo recibían antes del parón vírico, material discográfico en abundancia.
Si el comprador tiene muy definidas las lagunas de su discoteca, y una idea bien pensada de lo que va a comprar, no es mala guía si es esa voluntad se refrenda. Pero si se hace el viaje sólo para pasear las pupilas por los atractivos estantes de los fondos, novedades y promociones de la tienda, entonces empieza el verdadero peligro. Casi siempre hay discos apetecibles, que creyendo elegirlos son ellos los que nos eligen de un solo fogonazo. Para alguien con la pulsión del CD en las venas, visitar una nutrida sección especializada, es como para el jugador entrar en un Casino o en el bingo Canoe. Que si estoy en racha; que si un último giro de la bolita; un par de cartones más y nos vamos, etcétera.
La primera sugerencia es no comprar nunca un CD o un vinilo fastuoso el día mismo que lo ves. Ni tampoco el segundo. Esas primeras 48 horas ardientes, incluidas las dos consultas con la almohada, pueden despejar algo un panorama en el que quizá se impongan otras prioridades, como la compra de unas gafas. Durante ese tiempo hay que oír interiormente la voz del abogado discográfico y la del fiscal. El abogado dirá: “Compra este CD, esa nueva Aida, esa flamante integral de las 9 sinfonías de Beethoven. Admite que en otras ocasiones te he aconsejado bien”. Y dirá el fiscal: “¿De verdad no confundes coleccionar con amontonar? Piensa en Saponjic, ese futbolista del Atlético de Madrid de piernas silenciosas como muchos de tus discos, que a veces calienta banquillo pero nunca juega. ¿Van a acabar tus discos empolvados en las estanterías de tu casa, de tanto esperar el turno de hacerse oír?”.
Sorprende el caso verídico de un coleccionista, ya fallecido, que un fin de semana supo que salía al mercado el prestigioso Fidelio con Mödl y Furtwängler. Pues bien, el lunes a las 9 de la mañana estaba como un clavo en Alfa Yébenes, la espléndida tienda importadora que había entonces en Callao. Lo más insólito es que ya tenía ese Fidelio, igual aunque no idéntico, pues en el nuevo reparto sólo cambiaba uno de los prisioneros.
Ciertamente, han de desdeñarse los discos donde parte del material ya se tiene en otro, las ediciones de aniversarios e integrales. Por grande que sea el autor compendiado, como lo son Bach o Mozart, es posible que en toda una vida no alcances a profundizar de verdad en su catálogo, mucho más allá de 400 Bach-Werke o Köchel, a los que hay que añadir cientos de Deutsch, por la categoría de Schubert, u otros jalones de la historia musical y las rarezas. Si puedes oírlos todos sin interrupciones, ruidos molestos o callejeros, adelante. Pero, antes de sacar la billetera, la palabra clave es seleccionar.
Si hablamos de Amazon, conviene reducir la propia reducción. El llamado gigante comercial posee un catálogo en este apartado que obnubila el raciocinio. Aunque tenga lagunas, es un buen vehículo para saber qué existe en el campo de las grabaciones históricas y recientes. Mas intentar seguir su ritmo totalizador es un camino veloz hacia la ruina. Es mejor pasar hambre de náufrago mientras se leen los reclamos, y más sociable intercambiar copias de rarezas con amigos, aunque las carátulas no sean tan fardonas. Lo óptimo sería desconocer los intríngulis del pago con tarjeta de crédito on line. Desde un punto de vista que toca de lleno la ética, la compra masiva de mercaderías on line constituye una amenaza más que potencial para grandes almacenes como El Corte Inglés, que en sus años dorados facturaba casi el 1% del PIB español. Seres reales, como las gratas María Ángeles, Marisol, Manoli, Mónica, Maribel o Marta pueden acabar viendo comprometido el futuro.
El disco de música culta, eso es cierto, es un objeto singular. Como producto es menos útil que un bolso o una toalla, pero admitida de antemano su seriación por los melómanos, a menudo contiene música de primer orden, con artistas comparables en lo suyo a los incosteables Velázquez o Picasso. Sin embargo, tras la muerte, pocas lápidas serían más tristes que una que dijera: Aquí yace Fulano. Oyó 20.000 discos. Apenas hizo nada más en la vida.
Joaquín Martín de Sagarmínaga