El caso Blancas

Lloró y se emocionó al final de la función, cuando el teatro se vino abajo al salir a saludar en solitario. Ángeles Blancas ha cosechado un éxito arrebatador, rotundo y definitivo en el Teatro Maestranza con su inolvidable interpretación de Kostelnička, la verdadera protagonista de Jenůfa, la ópera maestra de Leoš Janáček que, cosas de la vida, se ha representado casi de modo simultáneo en el Palau de les Arts de Valencia y en Sevilla. Ocurrió ayer lunes, en la última de las representaciones programadas en la escena hispalense, con efectiva, minuciosa y sugerente puesta en escena de Robert Carsen y peor que deficiente dirección musical de Will Humburg. Blancas ha marcado un nuevo hito en su carrera con la implacable intensidad de una encarnación que es referencia vocal y escénica.
Como su madre, la inolvidable Ángeles Gulín, y como cualquier artista grande de verdad —de su tocaya Victoria a Fischer-Dieskau—, Ángeles canta —son sus palabras— “con el corazón en la mano”. En Sevilla y donde sea, se deja la piel en cada personaje. Y como otras diosas y dioses de la escena operística —Silja, Lorengar, Caballé, Rysanek, Kunde…—, su carrera asombrosa ha transitado y evolucionado por muy dispares repertorios. De aquella lírico-ligera que dejó a todos atónitos hace exactamente tres décadas —abril, 1993— con una pirotécnica Reina de la Noche en el Teatro de la Zarzuela, dirigida por Ros Marbà, hasta esta intensa dramática Kostelnička de ahora, han ocurrido muchas, muchísimas cosas, en la carrera sin retorno de la soprano muniquesa, nacida en la capital bávara en 1970.
Su voz privilegiada, intuitiva y siempre inteligente, ha encaminado los más variados senderos: Manon (Massenet), Santuzza, Tosca, Cio-Cio San, Violetta, Isabel de Valois, Helena (Vísperas sicilianas), Lady Macbeth. Minnie, Ellen Oxford, Elle (La voz humana), Kundry, Isolde, Venus, Amelia, Suor Angelica, Giorgetta, Wally, Magdalena (Andrea Chénier), Lou (Lou Salome, Sinopoli), Salud, Mélisande, Salome, Katia Kabanová, Emilia Marty (El caso Makropulos), Berg, Reimann, Rhim, Schoenberg, Messiaen, Dutilleux, Mahler, Donizetti, Weill, Dallapiccola, Rossini o todos los Mozart del mundo mundial. Un repertorio tan diverso como inmenso. Pocas, poquísimos cantantes, han disfrutado y sabido desarrollar una carrera tan plural, poliédrica y enriquecedora.
Una trayectoria cargada de oficio, talento y trabajo. Insobornable, además. De ahí, que su grandeza como artista no se corresponda con la carrera de superestrella de la ópera que su fuste merece y reclama. Blancas no sigue la corriente a nadie. A nadie ríe las gracias ni a nadie sigue el juego. Lo saben bien los agentes que han trabajado con ella. Genio y figura. Animal de escena. Profesional como la que más, pero también imprevisible. Antepone demasiadas cosas a la ambición y al anhelo de éxito. Es auténtica—corazón en la mano— en el escenario y en la calle. Dice las cosas tan claras como las canta. Y hoy, en un tiempo necio, en el que cualquier sordo chiquilicuatre puede regir un teatro de ópera o un auditorio, los artistas se programan más por su simpatía, su reír gracias, seguir la corriente o por el trabajo mercadotécnico. Por no entrar en cuestiones más íntimas.
Blancas Gulín —de casta le viene al galgo: su madre, Ángeles Gulín; su padre, el barítono Antonio Blancas— pertenece a otra estirpe. Como Gulín, como su padre. Moderna como la que más, pero al mismo tiempo, de añejo abolengo. Con su melena inolvidable o con el pelo rapado. Con sus ojos entrañables siempre. Delgada como una sílfide o menos delgada. Rosina o Isolde. Teatro. Ficción y realidad, Con sus errores y aciertos. Humana, humanísima siempre. Allí, acá o allá, siempre la misma artista. Grande. Representante de otra época más auténtica y genuina. Hoy, en Sevilla, como hace treinta años en el Teatro de la Zarzuela, Ángeles Blancas es referencia y ejemplo. Caso único.
Caprichosa, difícil, fascinante, tierna, entrañable, imprevisible… Mira de frente, con la verdad por delante, y canta las cuarenta y si hace falta hasta La traviata. A quien haga falta. No se anda con chiquitas ni rodeos. Pero, por encima de todo, es y será siempre artista inmensa, de subyugante temperamento escénico y señora de una voz, si no tan inmensa como de la su madre —sería imposible—, inteligente y honesta en un mundo de sordos y advenedizos. Con el corazón en la mano.
Justo Romero
(Foto: Antoni Bofill)
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