‘Don Giovanni’ en el Real: excelente en lo musical, discutible producción
Madrid. Teatro Real. 18-XII-2020. Mozart, Don Giovanni. Christopher Maltman, Tobias Kehrer, Brenda Rae, Mauro Peter, Anett Fritsch, Erwin Schrott, Krysztof Baczyk, Louise Alder. Director musical: Ivor Bolton. Director de escena: Claus Guth.
Volvía al Real Don Giovanni, una de las óperas más redondas, fascinantes y extraordinarias del repertorio. Lo hacía de la mano musical de Bolton, que en los últimos años ha ofrecido Lucio Silla, Las bodas de Fígaro, Idomeneo y La flauta mágica, y de la escénica de Claus Guth, que contaba, para el firmante, con los nada positivos antecedentes de la producción del mencionado Lucio Silla y de un estupefaciente Parsifal wagneriano, salvado este último gracias sobre todo a una magistral dirección musical de Semyon Bychkov.
Lo mejor de la noche, que por ello merece el lugar preferente de esta reseña, vino del lado musical. El reparto escuchado ofreció un nivel de consistencia envidiable, con prestaciones que se movieron entre lo simplemente aceptable y lo excelente, inclinándose a esto último en los papeles clave. El barítono inglés Christopher Maltman, que en su día encarnó en Salzburgo al Don Giovanni en esta misma producción y que apenas hace dos meses hizo lo propio en el Liceu (en aquella ocasión con escenografía de Loy), repetía ahora en el Real. Es la suya una voz con empaque, tal vez no deslumbrante, pero que combina con inteligencia con un excelente hacer dramático que termina por convencer. Su criado, el uruguayo Erwin Schrott, se erigió en la gran estrella de la noche. Con una voz poderosa y con unos medios teatrales estupendos (incluyendo una muy divertida vis cómica), su retrato del criado fue excelente de principio a fin, incluyendo una modélica aria del catálogo.
Pese a alguna pequeña limitación en el grave, brilló la alemana Fritsch como Donna Elvira, con un excelente y ovacionado Mi tradì quell’alma ingrata. Quizá un punto por debajo de ella, entre otras cosas por un vibrato algo excesivo, pero en todo caso con un nivel más que notable, lució también la estadounidense Brenda Rae como Donna Ana, incluyendo un muy bien dibujado Non mi dir, bell’idol mio. Su manejo de la agilidad en la segunda parte del aria fue favorecido por un tempo inusualmente moderado (para lo que nos tiene acostumbrados) por parte de Bolton. Estupenda también la Zerlina de la británica Louise Alder, de timbre muy atractivo y envidiable línea vocal. El suizo Mauro Peter compuso un Don Ottavio suficiente, más expresivo que lucido en Dalla sua pace. Correcto sin más el Masetto del polaco Baczyk y falto de la imponente presencia vocal que demanda el personaje el Comendador del alemán Kehrer. Sonó muy bien la orquesta ‘distanciada’, con algunos instrumentos (trompas, trompetas, flautas, timbal) originales bajo el mando siempre más nervioso que claro de Bolton, que en esta ocasión pareció más moderado de ímpetu, tanto en tempi como en acentos, y más preocupado de cuidar la sutileza expresiva. Excelente el sobrio, pero acertado, continuo de Bernard Robertson desde el fortepiano.
Aunque es materia ampliamente discutida, y aunque tal vez en el contexto de la propuesta escénica podía entenderse, quizá merecía en el programa de mano alguna explicación el corte de la escena última (la ‘moraleja’ encarnada en el luminoso sexteto final), incluso si, como según parece ocurrió en el Liceu, el corte obedecía a limitar la duración por el toque de queda.
Y como colofón, lo que para el que suscribe es el aspecto más polémico: la propuesta escénica de Guth. Dice Joan Matabosch, en su excelente artículo del programa de mano, lo siguiente: “Todos los personajes coinciden, en la puesta en escena de Claus Guth, en un sombrío bosque de abetos que responde al imaginario romántico de una naturaleza exuberante pero también hostil y maléfica; y que es también un abandonado laberinto neoclásico…”. En efecto, esta producción, como tantas otras estos días, ahorra en decorados. Un bosque giratorio hace las veces de palacio, de boda, de lugar para la serenata de la mandolina, de cementerio y de todo lo que sea menester. Aparecen en él, como Pilatos en el Credo, una marquesina medio desvencijada sobre la que Guth obliga, primero a Don Giovanni y después a Leporello, a hacer equilibrios inverosímiles, y un coche que no se sabe muy bien qué pinta allí. Rebuscada la idea de que a Don Giovanni le pegue el Comendador un tiro en el abdomen durante la obertura y que todo el resto de la ópera sea una especie de ensoñación flash-back previa a su muerte real, eso sí, tirándose por el camino todo lo que se mueve, aunque siga sangrando por el abdomen.
Según la escena, se supone que Donna Ana es forzada en la primera escena, pero aquí parece pasárselo bomba con el libertino. Don Ottavio siempre parece un personaje bastante panoli, pero cuando tras la muerte del Comendador se dedica a intentar pedir auxilio por el móvil, inútilmente porque no tiene cobertura en el bosque, la cosa parece una payasada. Por no hablar de la idea de que la estatua del comendador sea un tronco. En resumen, más allá de análisis psicológico-filosófico-simbólicos más o menos sesudos que intenten encontrar una coherencia en esta propuesta, a quien esto firma, más allá de oscura y lúgubre, le resultó más que discutible y bastante absurda. Lo mejor de la misma, con diferencia, el hábil juego de luces que conseguía con éxito sugerir ambientes distintos sobre el monótono bosque giratorio. Con todo, uno de los mejores Mozart que hemos visto en el Real. Musicalmente hablando, probablemente el mejor. Poco tranquilizador, desde el punto de vista vírico, el plan de aforo del 65 por ciento que obliga a no convivientes que vayan solos (mi caso) a sentarse junto a desconocidos durante más de tres horas.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Javier del Real)
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