‘Don César de Bazán’, de Massenet: dos horas de felicidad
MASSENET:
Don César de Bazán. Laurent Naouri, barítono. Elsa Dreisig, soprano. Marion Lebègue, mezzosoprano. Thomas Bettinguer, tenor. Christian Helmer, barítono. Christian Moungoungou, barítono. Ensemble Aedes. Orchestre des Frivolités Parisiennes. Director: Mathieu Romano. NAXOS 8.660464-5. 2 CD
Don César de Bazán fue la primera ópera importante de Julles Massenet. Antes de ella hubo nueve intentos que quedaron en el olvido que también le parecía reservado a esta joyita que sólo tuvo trece representaciones tras su estreno en París en 1872 —fueron, por cierto, sus protagonistas los futuros Carmen, Don José y Escamillo—, en un momento terrible para la ciudad y con Francia en plena crisis tras la guerra con Prusia. Su autor la recuperó, tras reorquestarla, en 1888 —se daría en Ginebra el 20 de enero—, un año después del incendio de la Opéra Comique de París en el que se perdió el original. En la presente grabación se han tenido en cuenta también anotaciones manuscritas para las representaciones de París en 1912. Es decir, que de ser la predecesora de una obra tan distinta como Le Roi de Lahore —donde ya hay mucho de su autor, por otra parte, y que fue su gran éxito inicial— pasó a reestrenarse después de Le Cid y antes de Esclarmonde, es decir, cuando Massenet era ya requerido por las mejores voces de su época. Un arreglo de la Sevillana del Intermedio ha estado, además, en el repertorio de las grandes coloraturas, desde Amelita Galli-Curci y Nellie Melba hasta Sumi Jo.
Con el Ruy Blas de Victor Hugo como fondo, los libretistas Adolphe Philippe d’Ennery, Dumanoir (Philippe François Pinel) y Jules Chantepie crearon una trama cuya ligereza no está exenta de cierta dignidad en unos protagonistas que aceptan la realidad por encima de la división clasista de la sociedad a que pertenecen, desde el rey Carlos II de España a Maritana, una chiquilla de la calle, y a don César de Bazán, en cierto modo el epítome de esa sensatez obligada pero, en cierto modo, también transgresora desde su conciencia de nobleza. Y a esa historia —narrada con una suavidad que sustituye a cualquier conflicto verdaderamente dramático, improcedente aquí donde los cambios de identidad responden adecuadamente al tópico que representan— sirvió Massenet con un conocimiento ya bastante claro de lo que era el teatro musical en un momento en el que la vieja opéra-comique —que rebasará definitivamente Carmen tres años después partiendo de algunos de sus presupuestos— ha dado ya todo de sí y donde hace falta eso que él aporta: su mano tan especial para las voces y para ese inconfundible color orquestal —en el que tantas veces aparece lo español, también aquí, naturalmente. Hay, además, un magnífico sentido de la continuidad dramática —es verdad que la grabación prescinde de las partes habladas sin música—, y el conjunto es un viaje apasionante y sin sobresaltos por una inspiración que, sobre no intentar nunca llegar al culmen de las emociones, posee un infalible sentido de la medida.
Para que todo eso llegue a buen puerto, como aquí sucede con creces, hacen falta buenas voces y buena dirección orquestal. Lo primero lo cubre con excelencia un magnífico reparto en el que destacan el buen gusto en las agilidades de Elsa Dreisig como Maritana, la nobleza de línea de Laurent Naouri como Don César o el riesgo controlado de Thomas Bettinger como Carlos II. A su lado, la inteligencia de Marion Lebègue como Lazarille —por cierto en el reestreno también Célestine Galli-Marié— para aprovechar plenamente las oportunidades que da el autor a voces como la suya. Christina Elmer es un impecable Don José de Santarem y Christian Moungoungou un perfectamente adecuado Capitán de la Guardia. Artífice decisivo en el éxito de esta recuperación es el director Mathieu Romano —que recuperó la obra en Épinal en 2016— al frente de Les Frivolités Parisiennes, una magnífica orquesta como lo es el coro, el Ensemble Aedes, dotando a su lectura de un dinamismo, una luminosidad y un sentido poético que aseguran, lo que no es poco, nada más y nada menos que casi dos horas de felicidad.
Luis Suñén