Desde el obispo técnico de grado medio, antes párroco…
Vivimos tiempos políticamente correctos. No es que lo políticamente correcto sea una moda. Es que la hipertrofia de la moda ha convertido lo políticamente correcto en una dictadura. Dictadura que, a algunos, francamente, nos cansa mucho. El inefable Quique San Francisco, que nunca se ha mordido la lengua, declaraba no hace mucho en una entrevista, con su característica y desinhibida contundencia, que lo políticamente correcto le parecía “una mierda”, porque básicamente lo que hacía era “censurar la opinión”. Con ciertos matices, bien podría opinarse que al actor no le falta algo, o tal vez mucho, de razón.
Lo políticamente correcto no es nuevo, y en lo que atañe al lenguaje, mucho menos aún. Hace ya muchos años que el irrepetible Cela, con su cachondeo característico, se choteaba de los nuevos términos aplicados a determinadas profesiones. La antigua denominación de “peritos” que algunos conocimos en nuestra juventud, pasó de ser respetabilísima a poco menos que despreciativa, de forma que se acuñó aquello de “ingeniero técnico” que quedaba mucho mejor y más aparente. En esta línea, el autor de La colmena terminó retratando el panorama, con ácida guasa, mediante descacharrantes expresiones como “obispos técnicos de grado medio, antes párrocos”. En la misma línea, podríamos referirnos a los conocidos como aparcacoches, que es algo muy tosco, con algún término mucho más finolis, como “director general de ubicación de vehículos a motor”.
Viene el preámbulo a colación en esta columna de opinión musical porque tras la hipertrófica e invasiva dictadura mencionada, lo que en principio tal vez obedeció al loable propósito de evitar ofensas gratuitas, hemos pasado del mal llamado (yo al menos lo veo así) lenguaje inclusivo a un marco de expresión en el que la razonable cautela deviene, en más de una ocasión, asfixiante paranoia. Los vigilantes maestres de lo políticamente correcto, no contentos con tan opresiva atmósfera, han decidido convertirse en guardianes de casi todo, y lo políticamente correcto ha expandido sus pseudópodos hasta que estos han infiltrado con total desparpajo e impunidad muchos campos más allá del lenguaje.
Esta epidemia, que a mí desde luego me parece desgraciada, ha visto crecer a su sombra, como suele suceder en estos casos, posiciones artificiales creadas con el fin de asegurar que la dictadura de lo políticamente correcto se cumple. Naturalmente tal dictadura, faltaría más, tiene sólo una dirección, la de quien ha decidido, investido por no se sabe quién o con qué fundamento, o quizá sí, qué es lo políticamente correcto. En la música ya venimos padeciendo (al menos quienes no gustamos de aceptar calladamente, y mucho menos de seguir, el pensamiento único) esta tendencia en muchos aspectos. Recordemos la cantidad de tonterías que tuvimos que leer con ocasión de la presencia de Thielemann en el podio del Concierto de Año Nuevo de este último año, o las quejas porque el concierto “siempre lo dirigía un hombre”, cuando en realidad lo ha dirigido un pequeñísimo y muy elitista grupo de personas, que sí, que eran hombres cuando simplemente no había mujeres en los podios. Y es seguro que, más bien antes que después, alguna mujer, cuando alcance la élite mundial de la dirección orquestal, lo hará también, esperemos que por méritos propios y no porque lo políticamente correcto así lo ordene.
Pero más allá de eso, hemos asistido a algunas otras cosas exóticas que van en la misma dirección, casi todas procedentes, qué casualidad, del otro lado del charco. El episodio chusco de la Turandot canadiense, con la misma puesta en escena de Bob Wilson que vimos aquí, sería para reír si no fuera porque, en realidad, es más bien para llorar. Que Ping, Pang y Pong se tengan que llamar Jim, Bob y Bill, porque un chino-canadiense llamado Richard Lee que, atención, resulta ser “miembro del Comité de Diversidad e Inclusión” de la compañía de ópera canadiense, ha determinado que la denominación original es “despreciativa” y puede “herir la sensibilidad” de los espectadores orientales… tiene tela marinera. Peor aún. No se sabe si es más deprimente el pretexto para cambiar de nombre a los personajes o la tonta e infantiloide pretensión de que las sensibilidades heridas van a dejar de estarlo por tan nimia decisión, porque si tal es el caso, recomiendo encarecidamente que se lo hagan mirar. Por otra parte, no sé si lo que me llama más la atención es la chorrada de Lee o el hecho de que el sujeto pertenezca al “Comité de Diversidad e Inclusión”, grupo que, evidentemente, pertenece al ámbito de las posiciones artificiales de vigilancia mencionadas más arriba.
Pero si creíamos que los Comités y Comisarios vigilantes de que se cumpla todo eso que dicta la corrección política habían terminado de diseñar puestos estrambóticos, yo al menos acabo de descubrir que no, que los del otro lado del charco han discurrido una nueva figura aparentemente relevante en la dirección de escena operística: el director de intimidad. Toma ya. El director (o directora, que luego viene el o la del comité del lenguaje inclusivo y me regaña) de intimidad, según un reportaje reciente de Julio Bravo en ABC (https://www.abc.es/cultura/teatros/abci-llega-director-intimidad-opera-para-controlar-escenas-sexo-201912091858_noticia.html), es “una figura que interviene en rodajes y montajes ‘coreografiando’ las escenas de contenido sexual o violento, con la intención de que los intérpretes se sientan cómodos con una situación que es, de por sí, muy incómoda”. Ahora vas y lo cascas. Parece, según recoge el reportaje mencionado, que la tal figura no ha llegado por estos lares, pero… arrieros somos. Lo peor de este tema es que todavía nadie ha instituido la figura del “director de defensa del sentido común”, que, en los tiempos que corren, sería, la verdad, algo muy deseable. Estoy por postularme para el asunto, aunque no sé si, dado el desasosegador panorama, la labor podría estar razonablemente compensada.
Rafael Ortega Basagoiti