Cuando todo esto pase

Antes de entrar en la razón última de esta pieza, puede ser oportuno un cierto preámbulo. Encontramos en estos días de zozobra una situación nueva y desconocida, que, entre otras cosas, nos enfrenta a lo que podríamos denominar una tormenta perfecta en lo que, al impacto sobre las personas desde el punto de vista psicológico, se refiere. Reúne esa tormenta dos componentes cuya coincidencia es especialmente perversa, y que son, tal vez, los más complicados de gestionar, emocional y anímicamente hablando: las incertidumbres y las impotencias, aderezada la combinación con algunos dilemas de nada fácil resolución. Lo expreso en plural porque plurales son todos sus componentes.
Tenemos toda clase de incertidumbres: enfrentamos un virus nuevo, cuyo comportamiento clínico y epidémico vamos conociendo poco a poco. No sabemos cómo se va a comportar en cuanto a generar o no inmunidad, ni estacionalidad, ni en cuanto a mutaciones. No sabemos, además, cuánto va a durar la expansión pandémica. Intuimos un brutal impacto económico, pero tampoco tenemos una idea exacta de su dimensión final ni de cuánto tardará en recuperarse, porque esos interrogantes dependen en parte de otros.
Sabemos, sí, que todo tendrá un final, porque una vez contagiada toda (o casi) la población, el potencial de expansión del virus se verá lógicamente muy limitado. Pero ignoramos cuándo llegará ese momento. De hecho, algunos pensarían intuitivamente, tal vez como resultado de una lógica ansiedad por dejar este episodio atrás cuanto antes, que, “cuanto antes, mejor”, pero la expansión brutal del asunto podría fácilmente colapsar los sistemas sanitarios y terminar ocasionando bastantes más muertos que los que el virus, de por sí, causaría. Aquí entra un primer dilema de los que antes apunté, porque puede ocurrir (en Italia ha ocurrido y creo que aquí está empezando a pasar) que ante el colapso haya que elegir a quién tratar y a quién descartar.
Parece pues, lógico el empeño de las autoridades en conseguir que el inevitable contagio de la mayor parte de la ciudadanía siga el curso de una curva lo suficientemente suave como para que el sistema sanitario pueda absorberla, de manera que todos los enfermos puedan ser atendidos debidamente y que, si se producen -que se producirán- óbitos, estos sean los inevitables y no fruto de una elección obligada por un colapso del sistema que podría evitarse.
En todo caso, tal conducta, en estos momentos, solo acentúa la necesidad de gestionar el control anímico de una de las incertidumbres: la de cuándo acabará esto. Está, por supuesto, la incertidumbre de qué ocurrirá con cada uno de nosotros y de nuestros seres queridos, con especial preocupación por los ya afectados severamente, los mayores o con factores de riesgo de sufrir la versión más agresiva y peligrosa de la enfermedad. Tampoco es fácil la gestión emocional de tal situación.
Nótese, además, que las incertidumbres mencionadas vienen acompañadas de una indeseable compañera: la impotencia. Porque, más allá de la gestión de la propia incertidumbre, hemos de aceptar que no podemos hacer (más allá de seguir cívicamente las indicaciones de las autoridades, cosa que, lamentablemente, retrata a diario multitud de casos de entendederas más limitadas de lo que sería deseable) gran cosa por deshacerla, y menos aún sobre si, cuando nos toque (que nos tocará), caerá la moneda en la cara de la versión más leve o en la cruz de la más severa.
Pero no es este largo pero quizá necesario preámbulo, a guisa de contexto, la razón que motiva este artículo. La razón fundamental es la de intentar, por elemental justicia, pero también porque tal vez nos ayude a todos a manejar mejor emocional y anímicamente algunos aspectos, llamar la atención sobre el después. Sobre qué hacer, quizá desde ahora y ciertamente cuando toda esta pesadilla pase, en lo que a este medio concierne, que es el mundo de la música. Dicho sea con el mayor respeto, como es lógico, por otros colectivos que están también seriamente afectados por el asunto, pero sobre los que ya se ocupan en otros foros.
Viene aquí otro interrogante que tiene, con toda lógica, extraordinariamente preocupados y nerviosos a los profesionales de la música, sean estos intérpretes, gestores, compositores o profesionales de cualquier otra naturaleza implicados en el asunto: el interrogante doble de cómo van a sobrevivir todo este tiempo (teniendo en cuenta que este ya se añade al propio de que la magnitud de dicho tiempo es, a su vez, una incógnita), y el interrogante de qué va a pasar después. No es baladí el segundo, porque, con la debacle económica que se está produciendo, es harto probable que las economías de potenciales patrocinadores queden tan maltrechas que los fondos para la actividad musical procedentes de esas fuentes tarden lo suyo en llegar.
Se ha dicho, creo con razón, que en las grandes orquestas (salvo prolongación excesiva que hay que esperar no ocurra), el problema es menor (ojo, no digo que desdeñable en ningún caso) porque disponen de un salario mensual. Pero el de los autónomos o el de quienes, a falta de un puesto fijo, trabajan “a demanda” (pienso por ejemplo en músicos actualmente en bolsas de trabajo, orquestas de plantilla no fija etc.), es un problema francamente serio. Porque durante la tempestad, tienen que seguir pagando sus cuentas, y después, naturalmente también. Y aquí es donde, creo, hay dos necesidades, porque en la pareja de esta incertidumbre, la potencial impotencia del “qué hacer”, sí creo que puede haber una respuesta.
Y esa respuesta depende, creo, de dos componentes: uno es el estado, que debe tomar medidas ya (como ha hecho el alemán), para asegurar ayudas a los profesionales de la música que les permitan esa supervivencia durante la tempestad y que les empujen a recuperar luego lo antes posible la normalidad ahora perdida. Complemento necesario, en la medida de las posibilidades de cada uno según la merma sufrida, es el apoyo de patrocinadores y empresas, para lo que sería de agradecer que el estado diera también su empujoncito particular en lo que al tan aplazado mecenazgo se refiere.
Pero el otro somos nosotros, todos los que de una u otra manera estamos implicados en este mundo de la música. En estos días de enclaustramiento forzoso estamos asistiendo a muchas demostraciones de generosidad e imaginación por parte de multitud de artistas, que ayudan sin duda a mantener alto el espíritu. Hay muchos conciertos gratuitos, contenidos de publicaciones, artículos… Algunos incluso organizan, como vimos hace poco comentado en Scherzo, conciertos streaming de pago, aunque esa alternativa no está, lógicamente, al alcance de todo el mundo.
Pero es necesario, absolutamente necesario, poner ya en valor lo que todos esos artistas hacen. Más allá de la encomiable generosidad de estos días, es necesario que demos un paso más, no sólo en cuanto a política estatal y a patrocinio privado, sino en cuanto a la política que hacemos todos y cada uno de nosotros como aficionados a la música. Son de agradecer, desde luego, los aplausos diarios a quienes desde sus profesiones se están jugando la vida (y algunas veces dándola de hecho) por sacarnos de este trance.
Pero la música, que creo que estos días está siendo especialmente entregada para que la gente maneje mejor anímica y emocionalmente su encierro, necesita a su vez de nuestra altura de miras y generosidad para que, desde ya, los músicos sientan nuestro apoyo y tengan la seguridad de que, como público, vamos a estar ahí cuando todo esto pase: llenando las salas, asegurando audiencias y discos, rodeándoles, no solo del calor agradecido, sino del apoyo material que el remedio de la comprometida situación en que están quedando, demanda.
Por eso aquí, recogiendo una idea que nació esta mañana en el perfil de Facebook de una buena amiga, Esther Ciudad, lanzo una iniciativa que espero que todos apoyen y que tiene un doble componente: #ayudasamusicosya y #llenemosluegolassalas.
Más que un ruego, creo que es una obligación: que al menos ayudemos, combatiendo y doblegando la que quizá es única impotencia (o casi la única) que podemos combatir, a convertir en certidumbre la que tal vez sea la única interrogante, angustiosa por demás, que en alguna medida está en nuestra mano. En todo este panorama, hay cosas que, como decía el torero (creo que Rafael Guerra) “no pueden ser, y además son imposibles”. Pero no son todas, algunas son posibles. Y esas, está en nuestra mano conseguirlas. Creo que las que planteo aquí son de ellas.
Rafael Ortega Basagoiti