Cuando Stravinski murió
En el momento de su muerte, en Nueva York, y su sepelio, en Venecia, entre el 6 y el 15 de abril de 1971, hace ahora cincuenta años de todo ello, Igor Stravinski se convirtió en otro Beethoven. Lo afirma Jonathan Cross dentro de su biografía del compositor ruso (Reaktion Books, 2015). Es el tercer libro que este catedrático de musicología de la Universidad de Oxford dedica a Stravinski, tras The Stravinsky Legacy (1998) y la edición de The Cambridge Companion to Stravinsky (2003). El volumen, incluido dentro de la prestigiosa serie Critical Lives, acomete la “tarea imposible” de trazar un breve relato biográfico de este “maestro de la auto-reinvención”.
Cross compara a Stravinski con una matrioska. Y ese conjunto de muñecas de madera, de diferentes tamaños, que se alojan una dentro de otra, le sirve como metáfora de un creador lleno de capas, misterios y contradicciones. Incluso, el controvertido origen de estas muñecas rusas, que fueron importadas desde Japón, a finales del siglo XIX, como una forma aristocrática de idear una artesanía tradicional con fines propagandísticos y comerciales, también le funciona para su retrato. Tan difícil es encontrar al verdadero Stravinski como aclarar la verdadera relación entre las matrioskas y Rusia.
La clave reside, según Cross, en distinguir entre Stravinski y “Stravinski”, entre el hombre y la idea, el compositor y el emblema musical del siglo XX. El musicólogo británico no sólo documenta su donjuanismo, avaricia, antisemitismo, esnobismo, narcisismo, crueldad, hipocondría y vulnerabilidad, sino también su incuestionable autoridad como creador de varias composiciones fundamentales del novecientos. Y lo hace poniendo sobre la mesa sus contradicciones, como el famoso estreno de La consagración de la primavera. Un escándalo hábilmente provocado por el mismísimo empresario de los Ballets Rusos, Serguéi Diáguilev, que había repartido entradas gratuitas entre los alborotadores. Cross nos recuerda, además, que apenas hubo prensa aquel 29 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs-Élysées, pues los periodistas, junto a Debussy o Ravel, habían asistido a un pase el día anterior en que la obra de Stravinski fue recibida con entusiasmo.
“Stravinski” fue tanto una construcción suya, como nuestra. Y, en este razonamiento, Cross coincide con Richard Taruskin, cuya consideración del compositor evolucionó, considerablemente, tras la publicación de su fundamental monografía, en dos volúmenes, Stravinsky and the Russian Traditions, en 1996. Este catedrático de Berkeley adelantó sus ideas durante una lección inaugural en los Proms londinenses, ese mismo año, en el Royal College of Music. Un texto, titulado “Stravinski y nosotros”, que después incluyó en el referido Companion de Cross, de 2003, y en su monografía The Danger of Music and Other Anti-Utopian Essays, de 2010, y que empieza así: “Cuando, en los albores del tercer milenio, utilizamos la palabra ‘Stravinski’, no nombramos tan sólo a una persona, sino que nos referimos a una colección de ideas”.
La razón de ese cambio de parecer era evidente. Hasta 1996, Taruskin se había preocupado por explicar esa “colección de ideas”, surgidas a partir de varias composiciones geniales y escritos influyentes, tan sólo durante la vida del compositor. Pero, al contemplar su recepción y consecuencias postreras, especialmente después de abandonar la composición activa, en 1966, y tras su muerte, cinco años después, el musicólogo vio claro que este compositor se había convertido en una sinécdoque de la música del siglo XX. Un proceso de generalización que había convertido su historia en “la” historia. Stravinski se había transformado en un mito. Y, más concretamente, en un conjunto de mitos creados principalmente por él mismo y su entorno.
Taruskin ejemplifica sus ideas con la primera composición de Stravinski que adquirió un estatus legendario: La consagración de la primavera. Una obra maestra, estrenada en 1913 con ese sonoro (y construido) escándalo, al decir de Cross, pero sobre la que su compositor no paró de contar mentiras el resto de su vida. Ya en 1920 aclaró a un periodista que ese ballet había sido concebido como una pieza instrumental pura y sin trama. Once años después añadió, en la biografía de André Schaeffner, que la melodía del fagot que abre la composición era la única canción popular citada en la partitura. Y a Robert Craft, su principal colaborador en los años cincuenta y sesenta, le insistió, en 1960, que esa obra carecía de tradición y era un producto de su intuición. Pero Taruskin demostró, en su referida y monumental monografía de 1996, que la obra fue minuciosamente planificada en colaboración con el pintor y arqueólogo ruso Nicholas Roerich. También descubrió que la partitura contenía hasta nueve canciones folclóricas identificables para dotar de verosimilitud etnográfica su retrato de la Rusia pagana. E incluso que, para su composición, Stravinski desarrolló y amplificó el uso de las escalas octatónicas, que Rimski-Kórsakov había aprendido en la música de Liszt y transmitió a todos sus estudiantes.
Pero las mentiras de Stravinski prevalecieron. Y la obra se convirtió en música absoluta y en un modelo de ruptura con el pasado, cuando, en realidad, había sido cuidadosamente planificada y era una glorificación maximalista de la tradición musical rusa a la que pertenecía. De hecho, la influencia de esas ideas falsas han determinado los principales estudios publicados sobre La consagración de la primavera. Lo podemos comprobar en el subtítulo de la famosa monografía sobre la obra, de Pieter C. van den Toorn, Stravinsky and the Rite of Spring (1987): “Los inicios de un lenguaje musical”. Una consecuencia directamente relacionada con la recepción que tuvo este ballet, tal como explica Van den Toorn en el arranque del libro: “Durante la mayor parte de este siglo, nuestro conocimiento y apreciación de La consagración de la primavera proviene de la sala de conciertos y de las grabaciones”. Taruskin añade, incluso, que esta feliz amnesia provocada por Stravinski, que ha facilitado la descontextualización de su obra para mantener su vigencia, también ha provocado que su interpretación como ballet nos resulte decepcionante. A todo ello habría que añadir, sin duda, las tretas editoriales del compositor para evitar la caducidad de los derechos de la partitura.
Pero volvamos al libro de Cross, cuyas conclusiones ofrecen quizá la imagen más precisa que podemos esbozar hoy del verdadero Stravinski. Me refiero a que, adopte la máscara que adopte, en toda su obra habita un disimulado lamento por su condición, perenne y definitoria, de emigrante. Y también un sentimiento elegíaco por su alejamiento de Rusia que siempre trató de ocultar en favor de un impostado internacionalismo. Lo encontramos en su constante apropiación de sonoridades autóctonas, cánticos ortodoxos, referencias folclóricas, codas elegíacas y otras formas rituales desde una perspectiva diferente.
Y repasemos, para terminar, sus funerales en Nueva York y Venecia, como muestra de todo lo dicho. En realidad, Stravinski nunca tomó la decisión de reposar para siempre en la ciudad italiana. Está claro que adoraba Venecia, donde había estrenado su ópera The Rake’s Progress, pero esa decisión la tomaron otros junto a su viuda, la pintora Vera de Bosset, que hoy reposa junto a él, en la isla del cementerio de San Michele. La ciudad italiana fue vista como el destino perfecto para sus restos. Un puente ideal entre Oriente y Occidente, como el propio Stravinski, que combinaba los canales de su natal San Petersburgo con la sofisticación de su adoptiva Hollywood, al tiempo que, como su música, miraba hacia el pasado con voluntad de futuro.
Stravinski falleció el 6 de abril de 1971, a las 5:20, y ya durante la madrugada de su muerte, Lillian Libman, su gerente personal, puso en alerta a los medios de comunicación con la inesperada noticia. A pesar de sus 88 años, sorprendió la súbita muerte del compositor, que se había recuperado satisfactoriamente de un edema pulmonar y acababa de instalarse en un lujoso apartamento de diez habitaciones en la Quinta Avenida neoyorquina. En el momento de la muerte, junto al compositor no sólo se encontraba su gerente, su esposa y su enfermera personal, sino también su secretario y hombre para todo, Robert Craft, que a pesar de la conmoción atendió a los medios.
Tres días más tarde, el 9 de abril, se celebró un primer servicio mortuorio en la famosa funeraria de Frank E. Campbell, a pocos metros del nuevo domicilio del compositor. El evento congregó a la flor y nata cultural y musical de Nueva York, y su crónica se ilustró, en The NewYork Times, con una foto de Craft entrando con la viuda de Stravinski, en medio de cientos de admiradores allí congregados. Ambos se colocaron en primera fila, al lado derecho, pues el lado izquierdo se había reservado para los tres hijos vivos de la primera esposa del compositor (el pintor Théodore de Ginebra, el pianista y musicólogo Soulima que llegó desde Illinois y Maria Milena desde Los Angeles), que mantenían una tensa relación con la viuda. El servicio ortodoxo se inició a las 15 horas con música del propio Stravinski: su versión coral del Padre Nuestro, Otche nash.
A partir del 7 de noviembre, medios de todo el mundo publicaron decenas de obituarios del compositor. Relatos gloriosos centrados, habitualmente, en La consagración de la primavera y su escandaloso estreno, pero en donde se generalizó un curioso símil con Beethoven. Uno de los obituarios más famosos lo firmó el histórico crítico de The Irish Times, Charles Acton: “¿Qué puede escribir la gente corriente sobre los inmortales? (…) ¿Qué se podría haber escrito frente a la muerte de Beethoven? Porque, cualquiera que sea el veredicto sobre la música de Stravinski dentro de 50 o 200 años, él y la música de este siglo estarán relacionados, al igual que Beethoven y la del anterior… Y seguramente para la humanidad en su conjunto el nacimiento de Beethoven en 1770, y la muerte de Stravinski, casi dos siglos después, definen un período de nuestra historia”.
Cross recuerda, en su biografía, que también Robert Craft contribuyó discretamente a esa filiación beethoveniana de Stravinski. Los escritos de este director de orquesta estadounidense, que lo fue todo para el compositor en sus tres últimas décadas de vida, tampoco están exentos de inconsistencias. Se comprueba leyendo entre líneas el detallado relato de su relación con el compositor que publicó, en 1972, como Stravinsky: Chronicle of a Friendship (1948-1971), y décadas más tarde revisó y amplió. Concretamente, Craft anota el día en que murió Stravinski, el 6 de abril de 1971, los mismos acontecimientos atmosféricos que leemos en el diario de Johann Carl Rosenbaum la fecha en que murió Beethoven, el 27 de marzo de 1827. En Nueva York, no sólo nevó y aullaron los vientos, como en Viena, sino que, además, cayeron exactamente tres truenos, en el momento cumbre del relato.
Los ecos beethovenianos también impregnaron los mensajes oficiales emitidos por los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Soviética, tras la muerte de Stravinski. Referencias a la hermandad de los hombres que remiten al mensaje de Schiller en la Novena, pero que muestran cómo la música del compositor ruso se había idealizado por encima de la ideología y la política, para representar a ambos bandos de la Guerra Fría. Curiosamente, en 1952, La consagración de la primavera fue utilizada para la propaganda anticomunista de la CIA durante la inauguración, en París, del Congreso para la Libertad Cultural (CCF).
Y tampoco es difícil relacionar, como hace Cross, el famoso cuadro de Franz Stober sobre el funeral de Beethoven, en 1827, con las imágenes publicadas del sepelio de Stravinski en Venecia, casi un siglo y medio después. La multitud que llenó las calles de Viena para presenciar el cortejo fúnebre de Beethoven no difiere mucho de la gente que se agolpó alrededor de la Basílica de SS. Giovanni e Paolo, el 15 de abril de 1971, mientras el ataúd de Stravinski salía en góndola con destino a la isla de San Michele.
Uno de los principales testimonios del funeral veneciano de Stravinski lo realizó, en 2010, el propio Robert Craft. Una filmación que difundió la pianista, compositora y artista multimedia, Jocy de Oliveira, con motivo del estreno de su video-ópera Revisitando Stravinsky. Craft lee y glosa una carta que escribió a la propia Oliveira la mañana siguiente al entierro del compositor. Empieza recordando que a Stravinski no le gustaban los funerales y que no fue a ninguno, ni siquiera al de su primera esposa Yekaterina Nosenko y al de su hija Ludmila. Prosigue explicando algunos pormenores organizativos de un funeral celebrado en una iglesia católica que tuvo que ser desacralizada para un funeral ortodoxo. Destaca, entre los miles de asistentes al acto, al poeta Ezra Pound, que tenía casi la misma edad del compositor y había llegado a las cinco de la mañana para asegurarse un lugar en el templo; Craft recuerda que Pound era uno de sus grandes admiradores y había traducido al inglés, en los años treinta, la primera biografía del compositor, de André Schaeffner. Y comenta, a continuación, las intervenciones musicales durante la ceremonia, que se realizó en canto bizantino e incluyó Requiem Canticles, que Stravinski había escrito, en 1966, pensando en su propio funeral. Craft dirigió a un conjunto del coro y orquesta de La Fenice, pero asegura que fue una ejecución difícil por los pocos ensayos, su jet lag y poca destreza en italiano.
El director de orquesta termina su relato con una descripción del cortejo fúnebre que acompañó a Stravinski a la isla de San Michele. Lo formaban 25 góndolas plagadas de flores y, al llegar, el féretro fue recibido por la viuda y los hijos del compositor, que arrojaron puñados de tierra sobre ataúd mientras descendía a la tumba. Justo en ese momento, Craft recuerda otro milagro meteorológico para coronar su historia: “El día estaba muy nublado y amenazaba con lluvia, pero justo en ese momento salió el sol”.
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