MADRID / Ecos de Elvas, Silva de Sirenas y Músicas de Milán, por Javier Serrano Godoy
Madrid. Iglesia de las Mercedarias Góngoras. 9-II-2019. Èlia Casanova, soprano. Alfred Fernández, vihuela. Quién te traxo el caballero: Los cancioneros ibéricos del siglo XVI.
Javier Serrano Godoy
Cada vez que uno tiene que acudir en España a un concierto (que no son muchos) en el que el centro de atención son los llamados “cancioneros”, esas únicas e irrepetibles colecciones de breves y pequeñas obras a menudo anónimas, se apodera del espíritu algún tipo de combinación entre la nostalgia lastimera y la sonrisa satisfecha. Aquella, por el recuerdo nunca vivido de una música única que formó parte de nosotros; esta, por la discreta alegría de comprobar que quedan unos pocos justos, que no se arman con la capa y la espada, sino con la pureza de la voz y una vihuela bajo el brazo.
Y es que las palabras volaban con una sutileza extremada por las bóvedas ensombrecidas de las Mercedarias. No es sólo el Polifemo el que canta esta vez, sino también la garganta de Èlia Casanova, cuya límpida emisión y detalle de dicción no dejaban tregua al oído alegre que callaba desde la bancada. A su lado, imbatible, el vihuelista Alfred Fernández, suavidad y extrañeza personificadas, dispuesto a hacer vibrar hasta el último planeta en cada orden de cuerdas.
Porque cuando se ofrece un cancionero se ofrece un regalo que se descubre poco a poco. Cada una de las breves piezas que resultaron ingeniosamente hiladas en bloques conformaban en su arrebatadora sencillez y pulcritud un todo sereno y a la vez apasionado que entraba en el corazón, como agua fresca tras largo camino. No es sólo el gusto de escuchar la propia lengua, el querido castellano, tan bien cantado y refinado, sino la caricia tan propia del portugués, delicado y meloso, que mece el sentimiento personal hacia una lengua hermana. Al mismo tiempo, lo mejor de la música de nuestros vihuelistas encarnada en la figura de Enríquez de Valderrábano y en su monumental Silva de Sirenas, que lo encumbraron no sólo como uno de los más grandes de su instrumento por los siglos de los siglos, sino como representante inigualable de un momento musical grandioso. Al otro lado, Francesco da Milano, fuerza viva musical de aquella Italia renacentista que parecía no tener terreno suficiente como para dar cabida a tanto talento.
Sorprende a cada paso la delicadeza de estas músicas. Las canciones se mantienen lejos de todo alarde o artificio innecesario, de toda operación cerebral que pueda desviar la atención de un texto tan primoroso como delicioso. Y no es otro que el propio vihuelista el que toma esa faceta meticulosa y académica a través de la fantasía, tan compleja como bien resuelta en este caso, apoyándose en ese contrapunto finamente desarrollado por unos autores que conocían la música vocal tan bien como Guido su propia mano.
Los pequeños detalles son los que hacen aparecer a Dios en momentos así, y los encontramos aquí en algún que otro pasaje a bocca chiusa por parte de la cantante faurera, en la suspensión con la que termina esa última palabra cantada en “Lo que queda es lo seguro”, en ese sincero regalo finamente labrado en “Al alma venir” con que concluyeron extraoficialmente, y en una luz tan bien calculada como agradecida que el más piadoso identificaría en el oficio de tinieblas.
Queda al final ese regusto de nostalgia y sonrisa a pares, fundido con el sincero respeto de un público fiel que anhela más. Porque, al fin y al cabo, esta música no habla de lo divino sino de lo humano: habla de ellos, de nosotros y de cada uno. Demos gracias, una vez más, a El canto de Polifemo por dar la voz y el voto a los justos.
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