CÓRDOBA / Lucie Leguay triunfa con un Chaikovski inesperado
Córdoba. Gran Teatro. 25-IV-2024. Orquesta de Córdoba. Lucie Leguay, dirección. Obras de Borodin y Chaikovski.
Confieso que, sobre el papel, el décimo concierto de abono de la temporada de la Orquesta de Córdoba me generaba tanta atracción como precaución: un programa entusiasmante, con dos obras que el melómano suele incorporar a su memoria musical en sus estadios más primerizos, quizás en menor medida la Sinfonía nº 2 de Alexander Borodin, pero en grado superlativo la Quinta de Chaikovski, dos piedras de toque del mejor sinfonismo romántico que, desde luego, uno siempre se alegra de volver a escuchar en vivo. Precisamente, de escuchadísimas como están, nace la inquietud de que cualquier nuevo acercamiento resulte en la enésima recreación pulcra y cumplidora que, sin intentar nada nuevo y centrándose en levantar los edificios sonoros —que ya es—, triunfe por mor de la fuerza y la belleza que ambas obras atesoran sin dejar nada genuino para el recuerdo. De estas hemos vivido unas cuantas. Singularmente en la sinfonía de Chaikovski, donde se concentra todo un mundo de clichés sonoros que tiende a reducir mucho la posibilidad de que pueda ocurrir algo inesperado. La batuta convocada, la francesa Lucie Leguay, de la que no teníamos referencias hasta la fecha, no invitaba a presagiar nada en ningún sentido.
También confieso que, para el que esto escribe, el tercer movimiento de la Quinta de Chaikovski, el Valse: Allegro moderato, ha sido siempre el eslabón débil de la sinfonía. Un pequeño e inofensivo interludio que opera, a modo de respiro, delicado y poco trascendente, tras los torrentes sentimentales de los dos movimientos previos y el torbellino que habrá de venir en el Andante maestoso-Allegro vivace. Es un momento que propicia cierta relajación en la atención por la forma que descomprime la tensión ese ritmo circular de vals. Al menos así lo había escuchado y sentido hasta ahora.
Por último, confieso que pocas veces en el transcurso de un concierto he experimentado la dicha de escuchar una música archiconocida como si fuera una cosa nueva por una decisión inesperada y arriesgada de alguien que parece decir «oiga, esta música también puede sonar así» y que, en caso de acertar en la apuesta, tiene la capacidad de resignificar lo escuchado y de iluminar con luces distintas lo que vendrá a continuación. Uno no espera una sorpresa de este tipo en Chaikovski, desde luego, ni que sea precisamente en el Valse de la Quinta. Pero nuestra directora invitada imprimió desde el primer compás un tempo veloz, neurótico. Destacó la sordina, exageró el pulso para destacar el fondo ebrio y bullicioso de la música. El movimiento adquirió rasgos grotescos. La música apuntaba al ambiente urbano y sórdido de un cabaré en vez de la pompa decadente de un insustancial salón palaciego a la que se han acostumbrados nuestros oídos. ¿Qué significaba esta bajada al infierno mundano tras los desmayos y pulsiones enfebrecidas de los movimientos anteriores construidos por Leguay y la orquesta de manera canónica e irreprochable? Sin tiempo para obtener una respuesta, el enloquecido Finale y su remate triunfal, que aquí sonó más hueco y extraño si cabe que otras veces a tenor de lo escuchado, completaron una interpretación que, por el enigma que dejó flotando en la sala, se asomó mucho a Mahler y la modernidad.
Esta luz encendida en la segunda mitad de la sinfonía chaikovskiana también llegó a iluminar la Sinfonía nº2 en si menor de Borodin de la primera parte, que, por contraste, adquirió un aspecto más primitivo —si me permiten, maravillosamente primitivo— e ingenuo en comparación a la neurosis que llegó a adquirir la Quinta. El arrobo de las escenas líricas del Andante quedó como un digno antecesor de las refinadas efusiones del Andante cantabile de la Quinta. El Scherzo, juguetón, remontó las desigualdades mostradas en el primer movimiento, que pilló a la orquesta —y a nosotros mismos— algo fría, recién aterrizada: el arranque no tuvo esa sensación de amenazante aspereza y el segundo tema, una bellísima frase confiada a los chelos, sonó, digamos, aproximadamente. Rotundo y jovial el Allegro final.
Triunfo de Lucie Leguay con un programa de enorme dificultad donde confirmó tanta valentía como voz propia, y con una Orquesta de Córdoba que se lució especialmente en el singular Chaikovski. El público se lo recompensó merecidamente en las ovaciones finales. Otro retorno deseado —y van…— de las batutas de esta temporada. Los inevitables aplausos en la pausa dramática del Finale de la Quinta, antes de la coda, demostraron que aún hay personas sobre la faz de la tierra que se enfrentan por primera vez a esas notas. ¡Benditas sean!
C. Crespo García
(foto: Rafael Alcaide)