MADRID / Contagiosa vitalidad de Martín y la Orquesta Nacional
Madrid. Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). Concierto Sinfónico 5 de la OCNE. Kristian Bezuidenhout, piano. Director: Jaime Martín. Obras de Schumann y Dvorák.
El quinto concierto del ciclo sinfónico de la Nacional tenía a priori varios atractivos. El primero era el de escuchar, en el piano moderno (que frecuenta bastante menos que el fortepiano y el clave), al australiano nacido en Sudáfrica Kristian Bezuidenhout (1979), que ha labrado su no corta reputación, en gran medida, con su acercamiento desde el teclado pretérito a la obra de Mozart y Haydn. El segundo atractivo, ligado a este primero, era volver a escuchar ese hermoso concierto que es el de Schumann.
De gestación un tanto trabajosa, la partitura es, entre el corpus de obras concertantes de su autor, la que más y mejor se ha instalado en el repertorio, pese a que la ‘competencia’ de grandes conciertos pianísticos de otros autores es muy fuerte. Pero no cabe duda de que el lugar que ocupa este concierto para piano y orquesta es notablemente más relevante, por comparación con el que ocupan sus hermanos para violonchelo (aunque, con el debido contexto, dado que el repertorio de conciertos para chelo en ese periodo es sensiblemente inferior) y, sobre todo, para violín. Hermosa combinación del exaltado y extrovertido apasionamiento (Florestán) y el delicado, melancólico y ensoñador lirismo (Eusebius), la partitura tiene un encanto inmediato que hace bien comprensible ese distinguido y bien establecido lugar.
Quien esto firma ha tenido el privilegio de escuchar la obra a grandes del piano como Argerich y Perahia (a este último, si no me falla la memoria, con esta misma orquesta hace más años de los que quiero recordar), en interpretaciones que nos hacían llegar esa combinación con la amplitud expresiva y la anchura dinámica que la música demanda. Debo apuntar con tristeza, sin embargo, que la que escuchamos ayer a Bezuidenhout quedó, en tal sentido, manifiestamente corta. Se acercó el australiano (con partitura en el atril; aunque tal detalle no pase de lo anecdótico, procede reseñarlo por lo infrecuente) a la obra con el punto de partida en un sonido producido desde la articulación, siempre ligero y corto de peso y presencia.
Los acordes que deben sonar rotundos en el comienzo de los movimientos extremos, o en muchos momentos de la cadencia del primero, quedaron de esta forma blandos, dejando sin sustancia el retrato de la faceta más exaltada de la música. La ejecución arpegiada (en la mayoría de los casos no prescrita en la partitura) de muchos de esos acordes añadió manierismo y restó energía. Tampoco los tempi (especialmente el muy comedido último) ayudaron a que nos llegara desde el teclado un derroche de vitalidad.
La ejecución, generalmente pulcra (con algunos pasajes de octavas traducidos con evidente cautela), llegó así con una dinámica artificialmente estrecha, y el retrato schumanniano quedó con una sola de sus caras: la más cantable y delicada. No es de extrañar que lo mejor se apreciara en el segundo movimiento. Con todo, el resultado fue un Schumann un tanto pálido, plano y abiertamente falto de contraste. Martín y los profesores de la Nacional hicieron malabarismos para ofrecer un acompañamiento plausible que no tapara el sonido recortado del solista. Lo consiguieron en su mayor parte, pese a la perceptible pifia de los trompas cerca del final de la obra. En el mérito del maestro y de la orquesta hay que señalar que las gotas (pocas) de exaltación que nos llegaron procedieron de los tutti orquestales, conducidos con la vitalidad característica del maestro cántabro. La interpretación, acogida con relativa (y comprensible) frialdad por el respetable, tuvo sin embargo prolongación (creo que un punto forzada, la verdad) en un regalo (una bonita Romanza de Clara Schumann) que se movió en coordenadas parecidas a las descritas.
La segunda parte del concierto tenía un par de atractivos adicionales. El primero era el de escuchar la no habitual Sexta sinfonía de Dvorák. El segundo, el de volver a ver al ubicuo Jaime Martín, que ahora mismo es titular de Los Angeles Chamber Orchestra, de la RTE National Symphony en Irlanda y de la Sinfónica de Gävle, puestos a los que añadirá otra titularidad en el otro extremo del planeta (Melbourne, a partir del año próximo) y que combinará con su designación como principal director invitado de la Nacional a partir de la próxima temporada.
El ciclo sinfónico de Dvorák tiene una variabilidad considerable en su calidad. El mismísimo Rafael Kubelik, poco sospechoso de no gustar de la música de su compatriota, en un artículo que acompañaba años atrás a su legendaria grabación discográfica, reconocía que la Primera la había grabado a regañadientes por insistencia de la discográfica (Deutsche Grammophon, por aquello de tener el ciclo completo), pero que no le parecía una obra que mereciera los honores del disco. Escuchándola… uno se sentía inclinado a darle la razón. Aunque las siguientes fueron poco a poco mejorando, es realmente a partir de la mitad del ciclo, pero sobre todo en las tres últimas, en las que el compositor da la medida real de su talento.
Esta Sexta sinfonía que nos ha ofrecido la Nacional tiene su principal punto de interés en el tercer movimiento, ese Furiant que hace las veces de Scherzo y que ha sido de lejos lo más celebrado de la obra, ya desde su estreno en 1881, cuando tuvo que ser bisado. No es de extrañar que esta danza, directa y pegadiza, electrice a la audiencia, dado que Dvorák, aún en proceso de alcanzar la cima de su talento sinfónico, había dejado ya una magistral colección de música danzable con la primera serie de sus Danzas eslavas (la Op. 46, escritas en 1878; la sinfonía data de 1880).
Pero es significativo que la obra fuera la primera de las sinfonías del checo en ser publicada (y con el número 1). De hecho, la impresión es que aún le separa una distancia considerable de la Séptima, obra ya muy lograda en su totalidad. En la Sexta apreciamos la belleza de los temas, pero a menudo, en ambos movimientos extremos y en el adagio central, queda cierta sensación de que la elaboración no es del todo redonda (el clímax bien logrado del primero, por ejemplo, pierde temperatura por su prolongación en una coda que no tiene la consistencia de las que vendrían en sinfonías posteriores).
Martín, como hemos podido comprobar en otras ocasiones, es maestro de mando firme y preciso, que no va precisamente corto de energía, entusiasmo, vitalidad y extroversión. Su lectura de la obra nos llegó con sólida construcción, brillante y enérgica en el primer tiempo (sin repetición), bien cantado el segundo, en el que tal vez algún matiz pudo quedar más sutilmente dibujado, y adecuadamente festivo y vibrante el final. Tuvo nervio también el conocido Furiant, aunque quizá la acentuación podría haber aceptado un punto más de furor incisivo. En todo caso, interpretación muy notable, que sacó de la partitura todo el partido posible, y con una respuesta orquestal brillante de la Nacional (algún leve amago de confusión cerca del final no empaña la sobresaliente labor general), que continúa evidenciando un espléndido estado de forma. Independientemente de lo redondo o no de la partitura, hay una cosa que esta sinfonía si tiene en común con sus hermanas posteriores: es abiertamente difícil de ejecutar, especialmente para la cuerda.
Concierto pues, que fue de menos a más, aunque la partitura a la que era menos fácil sacar partido fue, a la postre, la más afortunada en la interpretación. Mérito de la vitalista batuta y del entregado entusiasmo de la Nacional.
Rafael Ortega Basagoiti