BUENOS AIRES / “¿Dónde no toca Perianes?”
Buenos Aires. Teatro Colón. 18-III-2022. Obras de Grieg y Kalínnikov. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Javier Perianes, piano. Fabio Mechetti, director.
“Buenos días. Mañana toca Perianes aquí, en Buenos Aires, en el Teatro Colón, con la Filarmónica de Buenos Aires. El Grieg. ¿Te mando crítica?”. La respuesta en forma de interrogaciones es significativa: “Pero… ¿dónde no toca Perianes? ¿Hay algún día del año que no actúe?”. Javier Perianes, a sus 43 años, disfruta el cénit de su carrera. Tiene energía, ganas y regusto en tocar, en estar con el público. Disfruta compartiendo su talento y colaborándolo con otros músicos. El viernes volvió al Teatro Colón, en esta ocasión para ofrecer su romántica y lírica versión del Concierto de Grieg. La ovación entrañable y entusiasta que disfrutó al irrumpir en la inmensa escena, antes incluso de poner un dedo en el teclado, delataba el prestigio universal del pianista español. Al final, el aplauso y bravos de las más de 2.500 personas que siguieron su interpretación en silencio absoluto, fueron hasta más calurosos, aunque nada que ver con la que se montó cuando cerró esta nueva actuación bonaerense con el bis intencionado de un cristalino Liebestod tocado allí mismo, en esa escena mítica, exactamente donde Nilsson, con Vickers, cantó en septiembre de 1971 uno de los más eternos tristanes de la historia.
Desde el tercer piso de palcos, a una distancia de vértigo, el sonido del teclado llegaba denso, limpio, apreciable con cuerpo y precisión dinámica hasta en sus más silenciosos pianísimos; en esas atmósferas casi irreales, casi imposibles, que tanto distinguen al artista español. Perianes entiende el prodigio tristanesco más desde la genialidad pianística de Liszt que desde la intensa componente dramática wagneriana. De satisfecha raigambre pianística. Su Liebestod es íntimo, aéreo, preciosista, regodeado en un mundo romántico de colores y ensueños, de nostalgias y fascinaciones. Más que resignación, hay sosiego y soliloquio íntimo. De aceptación, de despedida eterna, es decir, sin fin…
Cerca del lleno, el teatro más hermoso además del más grande (no solo por número de localidades), sintió este Liebestod con un nudo en la garganta y silencio que retroalimentaba tanta emoción. La confluencia aliada del coloreado pianismo de Perianes con la acústica ideal del teatro y con su gloriosa memoria wagneriana, ante un público sensible y acostumbrado a las mejores sutilezas, convirtió este Liebestod en uno de esos momentos que quedan inmortalmente grabados en los afectos. Tanto como el Tristan de Nilsson y Vickers; el Lohengrin de Victoria, Fritz Uhl y la Ludwig (octubre 1964, con Von Matacic; emociona y mucho toparte en el vestíbulo con el busto de la soprano barcelonesa, cercano a los de Wagner y Ginastera), o los legendarios ciclos del Anillo que en los años cuarenta dirigió aquí Erich Kleiber, el dios padre de dios.
Antes, Perianes recreó el Concierto de Grieg con cantable lirismo y virtuosismo más allá de cualquier tentación exhibicionista. Cargó de voluptuosidad pianística la ‘imponente’ cadencia del primer movimiento, e insufló vigor rítmico, intención y acentos en un tiempo final que nunca desdibujó la simétrica redondez del concierto. El Adagio central voló en su fraseo sutil e ingrávido, en ese lirismo inconfundible de quietas melancolías que parecen mirar a los fiordos. Contó con el acompañamiento atento, efectivo y cómplice del maestro brasileño Fabio Mechetti (São Paulo, 1957), quien escuchó y compartió con decidido acuerdo la visión natural y ajena de retóricas que sugería el teclado.
Luego, tras la pausa, Mechetti dejó definitiva constancia de su curtida maestría (en 1989 ganó el concurso de dirección Nikolai Malko), ante una sinfonía tan infrecuente y digna de reivindicación como la Primera de Kalinnikov. Obtuvo atenta y efectiva respuesta de la Filarmónica de Buenos Aires, con sede y dependencia laboral del Colón, pero sin relación con la Orquesta Estable del Teatro. Dirigió sus cuatro movimientos de memoria. Una anécdota, sí, pero que delataba la cercanía y aprecio del maestro brasileño por tan rusísima sinfonía, que suena por sus cuatro costados a Borodin, a Chaikovski, a Rimski, a Rachmaninov incluso… Como la cosa siga así, cualquier día queda prohibida. Vuelta a las catacumbas.
Justo Romero
(Foto: Arnaldo Colombaroli – Teatro Colón)