BUENOS AIRES / Argerich, genial en Shostakovich
Buenos Aires. Teatro Colón. 22-VII-2023. Festival Argerich. Gidon Kremer y Madara Pētersone, violines; Serguéi Nakariakov, trompeta; Martha Argerich, piano. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Sylvain Gasançon. Obras de Kancheli, Strauss y Shostakovich.
Iba mal la noche festivalera. Pero los “coloneros” saben bien que su “diosa”, Martha Argerich, es capaz de reconducir y enmendar lo peor. Y así, fue, ¡y de qué manera! Tras una primera parte para el olvido, en la que los violines de Gidon Kremer y Madara Pētersone aburrieron a las musarañas con un invento rancio y pseudo-sideral del georgiano Giya Kancheli (1935-2019), a mitad de camino entre Pärt, Glass, Gorecki y el Rodrigo de A la búsqueda del más allá, y en la que también se escuchó una roma y tediosa versión de Metamorfosis de Strauss ¡nada menos!, en la que el maestro francés Sylvain Gasançon se limitó a marear los brazos, llegó la “diosa” tras la pausa. Y con ella, lo que hasta entonces había sido rutina y hastío devino uno de los momentos más vibrantes e inenarrables sentidos en un teatro. Es lo que tiene el genio.
Fue con el Concierto para piano y trompeta de Shostakovich, para cuya interpretación Argerich sumó la complicidad del coloso de la trompeta Serguéi Nakariakov (1977). Desde las vivas notas inaugurales a cargo del teclado, la argentina dio la vuelta a la noche: la rescató de la mediocridad del podio y la insufló de vitalidad, imaginación y colores. Increíble en verdad lo que Argerich hace con 82 años, y con los que sean. Su magnetismo es tan absoluto como su entrega innegociable. No cabe interpretación más genuina y radiante. Pese al modesto podio, la Filarmónica de Buenos Aires pudo hacer relucir su entregada disposición, mientras que Nakariakov volcó su virtuosismo sin estridencias, implicado y cargado de sentido y cercanía musical con la joven partitura (1933) y su universo particular.
En el lento segundo movimiento, sobre la cuidada sonoridad de las cuerdas de la Filarmónica bonaerense, Argerich inició su cadencioso soliloquio con ese trino inusual que anota Shostakovich, él mismo notable pianista, algo que se percibe por los cuatro costados de la partitura. En el anchuroso desarrollo, Argerich expandió sonoridad y espacio para colmar el inmenso Colón de su arte y haceres. Los poderosos acordes retumbaron en cada rincón del inmenso teatro y en el alma de cada espectador. Luego, la quietud más absoluta, teñida de extrañas añoranzas. La cuerda respiró con el tempo preciso y creó el espacio acústico idóneo para la irrupción en pianísimo de un Nakariakov siempre excepcional y decididamente involucrado con la magia que desprendía el teclado. Tras el enigmático puente que es el Moderato que Shostakovich establece como dramático tercer movimiento, solistas y profesores enfatizaron la explosión jubilosa del brioso y centelleante Allegro final. Argerich, coloso y colosa del piano sin tiempo, contagió a todos: remarcó acentos y ritmos y condujo el concierto a una fiesta feliz a la que se apuntó implicada la trompeta de Nakariakov cargada de ironía burlesca y casi circense. Ambos rezumaron fuerza, arrojo, temperamento y el mejor virtuosismo. Fue el más gozoso cierre imaginable. Inenarrable en verdad.
Tan inenarrable como lo que sucedió tras el acorde final. Nadie que no estuvo puede imaginar lo que pasó la noche del 22 de julio de 2023 en el Teatro Colón. Jamás antes, ni siquiera en el estreno del Tristán e Isolda de Müller/Barenboim en Bayreuth, en 1993, quien escribe fue testigo de semejante entusiasmo. Ni se sabe cuántas veces los “coloneros” obligaron a salir a saludar a su diosa laica, ni, cuánto tiempo de aplauso y entusiasmo duro la apoteosis. Al final, tras bisar el último movimiento del Shostakóvich, la fiesta del éxito siguió y siguió… Mucho mucho tiempo después, irrumpió un operario en el escenario con el atril del piano a cuestas. Tras colocarlo en su sitio, reapareció la Argerich con unas improvisadas fotocopias en la mano, del brazo de Nakariakov. Se pusieron a tocar, pero pronto, de repente, la Argerich se paró en seco. “¡Faltan hojas!”, exclamó. Tras reordenarse el lío y sus fotocopias, y de unas risas y consiguiente ovación del público cómplice, la fiesta de la música siguió. Y la del éxito, que duró incluso más que el propio concierto de Shostakovich. A esas alturas de la noche, nadie recordaba ya los violines de Kremer y Pētersone. Menos los sonidos pseudo-siderales de Kancheli.
Justo Romero
(fotos: Arnaldo Colombaroli)