Boris, el zar-oprichnik, y el lamento del iuródivi
Escena final de la segunda versión de Boris Godunov de Mussorgski (la de 1872). Es la escena revolucionaria del bosque de Kromi. Pasan por allí masas populares, los dos jesuitas polacos, los curas pícaros Varlam y Misail, el falso Dmitri, las tropas mixtas, los vagabundos… Boris ha muerto en el cuadro anterior… salvo que se opte por la versión que en su día impuso Shaliapin: la última escena sería la muerte de Boris ante la Duma de los boyardos y tras las santas palabras de Pimen, portavoz del historiador Karamzin. Así, el divo cierra la acción, como es debido. Pero el cierre de efectos realmente dramáticos, sin espectacularidad sonora, es el del iuródivi, a solas, mientras se alejan todos (gritos de la multitud entre bastidores, reza la didascalia; es el Gloria de los jesuitas frente al Slava ruso).
El iuródivi es el tonto en Dios, ese disminuido del pueblo en cuya simpleza se manifiesta a menudo la propia divinidad, y por eso el iuródivi es sagrado. Mientras los demás se alejan —alegría inconsciente, preparación de venganzas, ajuste de cuentas, aparente final de la guerra, que durará ocho años más— la verdad de Dios solo la conoce el iuródivi, y por eso está solo. Oímos el repetido intervalo descendente, esto es, lo que en la escena de San Basilio, versión de 1869, era el lamento del iuródivi; aquí se le añade la desolación tras el bullicio. Citemos la traducción de Kareol (Paco Almagro) para el canto del iuródivi:
EL IURÓDIVI
(La escena se queda vacía. A lo lejos se aprecia el resplandor de la batalla)
¡Brotad, brotad, lágrimas amargas!
¡Llora, llora, alma creyente!
Pronto vendrá el enemigo
y la oscuridad caerá.
Negra oscuridad,
tinieblas insondables.
¡Ay, ay de Rusia!
¡Llora, pueblo ruso, pueblo hambriento!
Esta escena de 1872 excluiría la escena de San Basilio el Bienaventurado, templo de la Plaza Roja de Moscú; la de la versión de 1869, que consta solo de siete cuadros. En este caso se trata de la condena eclesiástica de Otrépiev (excomunión), del falso Dmitri, y también es una escena de masas. Unos chiquillos se burlan del iuródivi, y cuando pasa el zar ante él le pide nada menos que los mate, como él mató al zariévich.
Los que amamos la cultura rusa y no a los dirigentes, nos hacemos preguntas.
¿Se han fijado en que Boris Godunov asciende al trono con engaños y presión sobre el pueblo? ¿Y que proviene de la policía secreta del zar Iván? En efecto, fue la mano derecha de Maliuta Skuratov. Recordarán este personaje por óperas como La novia del zar, de Rimski-Korsakov. Si no lo conocen ya por sus estudios sobre la Rusia del zar Iván el Terrible, claro está (no quiero ofender a nadie). Boris, que tantas culpas tuvo como pretoriano despótico de aquel zar que tanto le gustaba a Stalin, no pagó por ellas. Pagó por algo que no había hecho (casi con total seguridad no lo hizo): ordenar la muerte de uno de los muchos hijos de Iván, que en rigor no podría haber sido zariévich según la normativa rusa vigente entonces sobre derechos de los hijos habidos por el zar en cuartas nupcias. Karamzin, Pushkin y toda una legión posterior le han adjudicado el crimen, y han dado lugar a una excelente escena de la ópera de Mussorgski, la del carillón: Boris, atormentado por el crimen. Pero no, Boris era un policía, de esas policías, como la Oprichnina, la Ojrana o el Cheká (que cambió varias veces de nombre) que son un ejército contra la propia población. Ésa a la que se engaña y se deja en el hambre, ésa a la que se apela para sacrificarse por la patria. Los oligarcas se quedan con todo, dentro de una interpretación no demasiado heterodoxa de la ideología neoliberal, que, como todo el mundo sabe, es anti-liberal.
¿Se han fijado ustedes en que el tema que tratan los operistas rusos del siglo XIX es siempre el de una invasión exterior? Susanin, Boris, Igor, Mazeppa, Kitezh; y muchos más, hasta la burla de El gallo de oro, que es obra de Rimski contigua a Kitezh, una celebración con toques wagnerianos. Todos estos temores se dan, además, cuando el Imperio ruso ocupa Polonia, por el oeste, y Asia Central y el Cáucaso. La mentira fue entonces, como ahora, el motor que puso en marcha nuevas conquistas, nuevos ataques, nuevas incorporaciones de tierras y países, esclavizados en adelante a la gran idea eslava. La evolución de este imperio que nunca tiene bastante la cuenta muy bien Hélène Carrère d’Encausse en L’Empire d’Eurasie (Fayard, 2005), una obra amplia, espléndida, que es un desmentido (sin pretenderlo, ni hacer énfasis) a lo que proclama el gansterismo del Kremlin.
Pobre Rusia, tan lejos de Dios y con tantas tierras contiguas de las que temer un ataque. Mejor es adelantarse, ¿verdad? Así, una tierra ajena a Rusia como Siberia es cien por cien Rusia (¿o no es cierto?) Mientras, lo pagan no solo los pueblos invadidos. Lo paga, con su sangre y el descuido de su salud y su educación el propio pueblo ruso, el pueblo hambriento que invoca el iuródivi. Desde el Kremlin miran la prosperidad y la libertad de Occidente (todo lo relativas que quieran, pero no hay color con Rusia) y ven que eso es un peligro que se cuela por las fronteras, por la estepa, por los ríos. Hay que evitar que un país vecino disponga de esas alegrías: elecciones, derecho a protestar y a señalar la enorme corrupción de ambos lados de la frontera, derecho al pasado que no es sino derecho al futuro. No se puede consentir, sería un ejemplo nocivo para la trama que permite a unos ricachos obedientes robar al pueblo ruso todo aquello que construyeron los stajanovistas: “creíamos construir el socialismo y estábamos preparando el porvenir dorado de los oligarcas”. Adelante, defendamos la patria, impidamos que se instale un sistema de democracia burguesa y plutocrática en Ucrania y en cualquier país de alrededor, ya nos han engañado bastante con Checos, eslovacos, polacos… Robar a tu propio pueblo y ampararte en una bandera: ¿les suena? E imbuir a ese pueblo del orgullo perdido, de su deber de revelarse frente a la humillación sufrida en tiempos del borracho del Kremlin.
Canta, llora, iuródivi.
Nota: La imagen que ilustra este artículo se titula Los oprichniki; es un óleo de Nikolais Nevriev.
Santiago Martín Bermúdez