Bogotá es Brahms, Schubert, Schumann

Santiago Martín Bermúdez
Se celebró el festival de Bogotá (días 17 a 20 de abril), tal como anunciábamos hace dos semanas. En este caso, Bogotá se convertía en Brahms, los Schumann y Schubert. Como ya se dijo a propósito de la edición anterior, de 2017, dedicada a la música romántica rusa, el fenómeno del Festival de Bogotá va más allá de los conciertos que se celebran en ámbitos cerrados, salas de cámara, auditorios sinfónicos. El fenómeno es el de propagar entre poblaciones que nunca asistieron a un concierto coral o camerístico, vocal o sinfónico, una iniciación al repertorio llamado clásico. Es una reasignación de recursos en un país en el que la injusticia ha tenido un rostro especialmente duro.
Lógicamente, no se puede ahuyentar al público con gramáticas y estéticas aún no asimiladas por grandes públicos (y que… vaya usted a saber qué va a ser de ellas), así que lo mejor tal vez sea una iniciación a través de repertorios como los que ha tratado hasta ahora el festival: Beethoven, Mozart, la música rusa. Y ahora, un paso más: Brahms no es lo más sencillo para iniciarse, es ya aventurarse en la maleza del futuro. Brahms, el progresivo, tituló Schoenberg aquel estudio que refutaba el supuesto conservadurismo del alemán.
El informador tenía que elegir, y uno eligió encerrarse en el Teatro Mayor durante cuatro días. Encerrarse, sí, más o menos literalmente. En el próximo número daremos cuenta de lo importante de este festival en esas dos salas del Teatro Mayor, sinfónica y de cámara. Pudimos frecuentar la música vocal y pianística, base de estos compositores, incluida Clara Schumann. Pudimos asistir a conciertos sinfónicos. Tuvimos que descuidar la música de cámara. Y no es posible acudir ni siquiera a la mitad de los cincuenta y un conciertos programados para este Festival con atributos de maratón. Les daremos cuenta de algunos hallazgos sorprendentes entre los intérpretes, o les confirmaremos otros por su especial interés. Y me referiré a algunos conciertos cuya originalidad de planteamiento los hace memorables. Ya sabemos que no es necesario ir hasta Bogotá para oír un buen Brahms, un buen Schubert. No es eso. Es, como decía antes, el fenómeno en sí, con cuatro días y medio centenar de conciertos en teatros, iglesias y centros de enseñanza de varios niveles; el acercar y acercarse de los públicos, el intento de garantizar una demanda en el futuro. Eso que llamamos cultura es garantía de tener ciudadanos, algo de especial importancia en sociedades como las de América Latina, en que la ciudadanía ha estado al margen de muchas capas de población, en especial las indígenas, objeto de marginación e incluso persecución.
Bogotá es distinta a otras capitales americanas en lo cultural. Digamos que tuvo y retuvo. ¿Han leído al escritor bogotano Juan Gabriel Vásquez (1973)? Les recomiendo que lo hagan cuanto antes; por ejemplo, El ruido de las cosas al caer. De momento, les dejo esta cita de su novela Las reputaciones, sobre la tradición leída y culta de la ciudadanía bogotana, y que Vásquez echa ahora de menos: “¿Quién había dicho aquello de que en Bogotá hasta los emboladores [limpiabotas] citaban a Proust? Un inglés, se dijo Mallarino, sólo un inglés es capaz de perpetrar declaraciones semejantes. Claro, lo había dicho tiempo atrás: lo había dicho en otra ciudad, la ciudad desaparecida, la ciudad fantasma…”.
Ahora Bogotá tiene unos nueves millones de habitantes en su extensión invasora de municipios que, como ocurre en tantas conurbaciones de todo el mundo, asimila e integra en la capitalidad toda población vecina; supongo que a partir de aquella Santa Fe, hoy barrio del este, centro histórico. Es otra Bogotá, y fenómenos culturales como este festival, que no es único ni mucho menos (pensemos en su festival de música antigua), se diría que tienden a recuperar el equivalente a aquella ciudad en la que la lucha de clases, la querella de las oligarquías o las incipientes olas de violencia (palabra esta que en Colombia tiene un sentido histórico inmediato y se refiere a un fenómeno doloroso, amplio y duradero) no impedían, sino que parecían ser terreno propicio para que creciera una Atenas andina, una urbe culta que albergue auténticos ciudadanos. Uno diría que se trata de eso. No quisiera equivocarme.