Bob Wilson: ‘Turandot es un cuento de hadas, pura fantasía; no tiene mucho sentido representarla de forma naturalista’
A sus 81 años, Bob Wilson es lo más parecido a una leyenda viva del teatro. Dueño de un estilo único e inconfundible que conjuga tradiciones orientales con las vanguardias europeas y americanas de la segunda mitad del XX, el director norteamericano construye sus montajes a partir de la luz –‘es la medida de todas las cosas’-, plegando el movimiento al dibujo de unas emociones que en Wilson son siempre interiores. Estos días se encuentra en Madrid, supervisando la reposición de su montaje de Turandot, que el Teatro Real estrenó hace cuatro temporadas, en 2018. Dos horas antes del ensayo general, SCHERZO pudo mantener una conversación en la cual el director tejano expone de forma necesariamente sucinta algunas ideas sobre el teatro y sobre el fascinante y problemático canto del cisne de Puccini.
¿Es usted pucciniano?
No excesivamente, a pesar del hecho de que Jacques Reynaud, amigo íntimo y responsable del vestuario en esta y en otras muchas de mis producciones, sea tataranieto de Puccini. En realidad, sólo he realizado dos montajes de Puccini, una Madama Butterfly en los años noventa para la ópera de París, y esta Turandot que presentamos en el Real hace cinco años.
¿Ha cambiado algo en el montaje respecto de lo que pudimos ver en 2018?
Básicamente es el mismo, aunque un trabajo de esta naturaleza nunca acaba de cerrarse del todo. A finales de la década de 1960, un famoso crítico del New York Times le recordó a George Balanchine que ninguno de sus tres últimos trabajos coreográficos había obtenido una buena acogida, ni por parte de la crítica ni del público. Balanchine -para mí, uno de los más grandes artistas del siglo XX- replicó: ‘bueno, denles un poco de tiempo; tal vez dentro de unos años acaben siendo obras maestras’. Volviendo a Turandot, la producción, en efecto, es más o menos la misma, aunque al mismo tiempo es diferente, porque los cantantes no son los mismos. Siempre hay que ajustar cosas en función de los cantantes, ya que finalmente son ellos los que acaban de completar la forma. Las coreografías de Marius Petipa, por ejemplo, pese a haber sido creadas en el siglo XIX, se siguen representando en el XXI; sin embargo, cada Giselle será diferente en función de cómo el bailarín acabe completando la forma. Los pasos de baile son los mismos, la forma y la estructura también, pero el resultado final siempre será diferente en función de quién lo interpreta, ya que cada intérprete la siente de un modo diverso. Y ningún creador puede decirte cómo sentir.
Usted ha realizado muchos montajes de ópera, tanto de obras de compositores vivos, como muertos. ¿Cambia su manera de aproximarse a una ópera el hecho de que su autor esté vivo o no?
Realmente no; en ambos casos se trata siempre de una especie de diálogo, de una colaboración.
Y ¿qué tipo de colaboración establece con Puccini?
Verá, cuando realicé el montaje de Butterfly, realmente no me gustaba nada esa ópera; la consideraba muy kitsch, un falso Japón… de modo que, a la hora de plantearme la escenografía, decidí no poner nada en el escenario; no quería biombos, flores de cerezo ni nada de eso. Y, de pronto, cuando escuché la obra sin todos esos añadidos, hallé en ella una gran pureza. Fue de ese modo como encontré mi camino para colaborar con Puccini. En general -y esto sirve para Puccini tanto como para Shakespeare- me gusta ser muy respetuoso con el creador, pero al mismo tiempo evito en lo posible convertirme en su esclavo. Es a eso a lo que me refiero cuando empleo la palabra ‘colaboración’. En Turandot hay mucha fantasía, porque ante todo es un cuento de hadas, de modo que es mejor no escenificarla siguiendo un modelo naturalista; se trata de otro mundo, y en ese sentido no me resultó nada fácil encontrar mi propio camino para acceder a ella.
Me parece muy interesante la forma en que usted la plantea, que se me antoja inspirada por el teatro japonés. Puccini es un compositor que satura de pasión el interior de sus personajes, mientras que usted parece despojar a los personajes de esa pasión, vaciándolos de alguna manera y convirtiéndolos en algo así como marionetas…
No estoy en absoluto de acuerdo; no son marionetas…
No lo digo en un sentido peyorativo. Las marionetas tienen una gran importancia en el teatro chino, y aún más en el japonés. El Bunraku es una tradición milenaria y llena de vida…
En todo caso, se trata de un mundo de emociones interiores profundas. El problema es que la mayor parte de las producciones que he podido ver de Turandot pretenden expresar esas emociones de modo realista o exterior, y el resultado acaba siendo falso. La verdadera emoción está aquí [se señala el corazón]. Para mí, el mayor desafío radica en encontrar la verdad de las emociones. Es absurdo pretender expresar la música mediante el teatro. Puccini ya escribió esa música, y ella misma contiene la emoción.
No debe resultar fácil a los cantantes mantener una posición de inmovilidad casi total durante buena parte de la representación. ¿No les exige demasiado?
Mire, en cierta ocasión, hace ya bastantes años, realicé una puesta en escena con Jessye Norman del ciclo Winterreise, de Schubert, en el teatro Châtelet de París. Fue apenas tres días después de los atentados del 11 de septiembre. Esa mañana, Jessye me llamó y me dijo: ‘No puedo cantar esta noche. Si lo hago, no podré evitar el llanto’. Yo repliqué: ‘Pero Jessye, precisamente éste es un momento en el que necesitamos escuchar tu voz’. A las cuatro de la tarde llamó de nuevo y me dijo: ‘OK, Bob, voy a intentarlo’. El ciclo de Winterreise tiene treinta y dos canciones. Durante la tercera, Jessye rompió a llorar y el pianista tuvo que detenerse. La cantante estuvo ahí de pie durante tres minutos, su rostro arrasado en lágrimas. Luego paró de llorar y permaneció de pie, en silencio, durante otros ocho o diez minutos. Y entonces fue el público, todo el público, el que rompió a llorar. No hay mucha gente capaz de conseguir eso. Para mí fue más bello incluso que cuando cantaba. Su presencia ahí, en el escenario, la profundidad de la emoción que transmitía era tal, que el público no pudo sino llorar.
El mayor enigma de Turandot no es ninguno de los tres acertijos que debe adivinar el príncipe Calaf, sino el modo de acometer un problemático final que Puccini dejó sin resolver en el momento de su muerte…
Y fue así porque Puccini en realidad no sabía cómo acabarla. Pero lo verdaderamente complicado no es tanto saber cómo lo habría hecho, sino mantener la continuidad, la línea. Para mí, Turandot como obra, pese a no estar terminada, describe una única línea. En cierta ocasión le pidieron a Einstein que repitiera lo que acababa de decir. La respuesta de Einstein fue: ‘No puedo repetir lo que acabo de decir, porque todo lo que he estado diciendo era un único pensamiento’. Puccini interrumpió ese pensamiento en un punto, y lo único que podemos hacer nosotros es intentar continuarlo. No podemos empezar ni terminar nada. Cuando estoy escuchando y de pronto hablo, la línea de sonido continúa; cuando estoy hablando y ceso de hablar, la línea de sonido continúa. Mientras estamos vivos, no cesamos de movernos. El problema es que el intérprete, cuando está en el escenario, siente la necesidad de moverse, y rompe la línea. No se da cuenta de que, en realidad, cuando estaba quieto ya se estaba moviendo. Y esto sirve igualmente para el sonido, para la música. John Cage decía que el silencio no existe.
No debe resultar fácil inculcar estas ideas en la mente de los intérpretes…
Uno de los mayores problemas que muchos intérpretes tienen con mi forma de trabajar procede de una errónea formación. Para mí, el primer mandamiento del arte teatral es aprender a estar en el escenario. ¿Por qué el público de Châtelet rompió a llorar viendo a Jessye Norman plantada de pie en el escenario, en el más completo silencio? Sencillamente, porque esta gran dama sabía estar en el escenario. Y eso es algo que solo se obtiene aprendiéndolo. Uno aprende a estar, estando. Se trata de comenzar por lo más simple, que al mismo tiempo es la cosa más difícil de obtener. Sencillamente, estar. Y hay que empezar a aprenderlo desde que aprendemos a andar, a los dos años. En las escuelas japonesas de teatro Noh, se comienza enseñando a niños de tres años simplemente a estar de pie. ¿Piensa usted que, por ejemplo, en la Julliard dedican ni dos horas a inculcarles eso, simplemente a estar de pie? Al revés, todo se concentra en expresar la música con el cuerpo, como si tal cosa fuese posible. Pero, fíjese: ahora toco este objeto, y siento que está frío; luego toco mi frente, y la siento caliente. Son simplemente verdades. No necesitan ser expresadas. Yo las siento, y esa es mi expresión. Cuando tales verdades intentan expresarse hacia afuera -algo muy alejado de mi propia práctica– enseguida detectamos al actor con plena consciencia de que está actuando. Por ejemplo, Iván el terrible en la película de Eisenstein no es únicamente malo; le gusta hacer ver lo malo que es. O Charlot, en La quimera del oro, comiéndose sus zapatos en un ataque de hambre. Nos muestran que están actuando. En Turandot, Puccini introdujo un trío de personajes, tres ministros que están en cierto sentido fuera de la situación, como testigos de esta, como el propio público. Están muy lejos de esos cantantes que usted dice que son como estatuas o marionetas. Esos tres ministros -Ping, Pang y Pong- que proceden de la commedia dell’arte, se mueven mucho, en efecto, y son como una especie de contrapunto. Pienso que, desde el punto de vista estructural, esa era la intención de Puccini, establecer un contraste. En un principio llegué a plantearme que el trío de cantantes improvisase sus movimientos, como en la commedia dell’arte, pero una vez más me topé con la inadecuada formación actoral de los cantantes. Mire usted, para esa escena de La quimera del oro que he mencionado, Chaplin hizo no menos de 275 tomas, hasta obtener lo que quería. Si yo doy, por ejemplo, un golpe en la mesa, me puede llevar mucho tiempo saber dónde y cómo colocar el brazo, o la mano… Encontrar la libertad en el movimiento, liberar el cuerpo, requiere mucho tiempo.
Y el tiempo apremia. Me gustaría terminar hablando de la luz. Usted narra fundamentalmente con la luz.
Einstein decía que la luz es la medida de todas las cosas. Sin luz no hay espacio. Es la luz la que crea el espacio. Durante mi primer año como estudiante de arquitectura en Nueva York, el arquitecto norteamericano Louis Kahn, uno de los mejores del siglo XX, dio una conferencia en la cual nos dijo: ‘Estudiantes, empezad con la luz’. Cuando hice con Philip Glass Einstein on the Beach, lo primero en lo que pensamos fue en la luz. La luz es estructural, arquitectónica. Para mí, el tiempo es una línea que va desde el cielo al centro de la tierra, una línea por tanto vertical, mientras que el espacio es una línea horizontal. Lo que precisamente estructura toda la obra es el cruce entre ambas líneas. Por ejemplo, en mi producción del Parsifal de Wagner, el momento central es aquel en el que Klingsor arroja su lanza a Parsifal y este la agarra así [verticalmente] y la mueve así [horizontalmente]. Es decir, el tiempo se convierte en espacio. Pero empecé con la luz desde el principio, porque es una fuerza estructural, no hay espacio sin ella. Si tomo esta pluma negra y la pongo junto a mi pantalón negro, se acaba casi confundiendo con él. Pero si tomo esta hoja de papel blanco y la pongo junto al pantalón negro, el negro se hace más negro. Es decir, los momentos más oscuros necesitan luz.
Juan Lucas
Fotos:
1 – Francisco Ubilla
2 – Carlos Rosillo
3 – Javier del Real