Zappa y compañía
El otro día en el concierto del Ensemble del CNDM –el Proyecto Veinte21- me vinieron a la cabeza lo que si fuera más joven de lo que soy me hubieran parecido malos pensamientos y hoy me parecen, todo lo más, algo así como aspectos del ejercicio de la libertad estética.
Vamos por partes. Escuchamos obras de Frank Zappa, de Boulez, de Juan José Colomer y de Varèse por un conjunto formidable dirigido por un músico de los pies a la cabeza como es Joan Cerveró. Zappa, visto con idéntica cautela por rockeros y contemporáneos de la estricta observancia, ha resistido, en su mejor versión –Outrage at Valdez, G-Spot Tornado– el paso del tiempo: emocionante en la primera, excelente paisajista anímico, vibrante e inteligentemente desinhibido –quiero decir, sin complejos- en la segunda. Welcome to the United States sigue siendo divertida cuando se hace así de bien –con el inmenso Juanjo Guillén en funciones de interrogador. Déserts de Varese se escuchó con la compañía visual de la película que sobre la música hiciera Bill Viola antes de convertirse en el artista trivial que es, en el pequeño –o no tanto- estafador cultural en que ha devenido a base de repetirse a sí mismo y ser premiado con la incontenible emoción de su público. El estreno de Juan José Colomer, Semana Santa en Gomorra, es una suma muy sabia de expresionismo casi en bruto, sonoridad bien jocunda, construcción admirable y, quizá, ganas de molestar con su final en el que tras la voz del Papa referida a que así como el Padre amó a Jesús este nos ama, una risa feroz concluye la partitura. A mí me da igual. A estas alturas no seré quien le niegue su derecho a hacer eso. Además, el Papa me cae mal. Lo que no sé es si hace falta verdaderamente ese epílogo porque la obra se sostendría sin él y, con él, habrá quien diga que es un recurso fácil para ganarse el aplauso de una cierta audiencia. El éxito fue enorme.
Y ahora voy con los malos pensamientos. Lo que menos me interesó –ya sé que es mi problema, o mejor, ya no es un problema para mí- fue Éclat de Pierre Boulez. Era la segunda obra del programa –tras un Bolero muy gracioso de Ravel-Zappa-Cerveró- y cada una de las que vinieron luego nos ayudó a salir de ese espacio opresivo en el que el cálculo sustituye a la emoción, en el que la sola forma posible, faltaría más, se impone por derecho a la manera de recibirla. No me preocupa decir esto de una obra del maître à penser par excellence, qué le vamos a hacer. Quizá fue la compañía, tan liviana a su lado pero tan animosa. No lo diría, desde luego, ni de Pli selon Pli ni de Le marteau sans maître. En fin. Y, ya puestos, les confesaré otra cosa más, si ustedes me permiten. Vanitas, de Sciarrino, que escuché en el Festival de Alicante hace unas semanas, me produjo un aburrimiento inconsolable. Hay quien dice lo mismo y quien opina que me equivoco, que la culpa es mía. Quizá, sí, me equivoque, tal vez no sea capaz de entender –y ya no hay remedio- una presunta obra maestra pero sí que me parece que voy entendiendo mejor por qué a algunos de nuestros mejores compositores de hoy –de los que no me aburren nunca- les horripila cada vez más eso de la música contemporánea como concepto.
Luis Suñén