Vituperios
El libro de Nicolas Slonimsky, Repertorio de vituperios musicales (traducción de Mariano Peyrou, Taurus, Madrid, 2016) exhibe, prolijamente ordenadas por orden alfabético de músicos vituperados —están todos los que son y viceversa— y con un prólogo colmado por un sabroso anecdotario, las opiniones adversas que recibieron los más notorios compositores de la historia. El nombre de vituperios o invectivas es muy genérico y, en rigor, involucra categorías muy distintas.
La menos válida, la minusválida, es la del berrinche personal. Hay compositores que no aceptaron nunca tener otros prójimos que ellos mismos y algún que otro genio convenientemente muerto y alejado. El caso más flagrante es el de Wagner, para quien Verdi sólo escribió afortunadas canzonetas y Rossini, meras lecciones de solfeo vocalizado. Las opiniones de Gounod sobre la Carmen de Bizet le son comparables. En cambio, las templadas opiniones sobre Wagner de Verdi y Brahms marchan en sentido contrario.
Luego están los juicios que podríamos denominar de escuela o aún de secta. Estos se pueden razonar y se fundamentan en una polémica fechada, por ejemplo la de los impresionistas franceses contra el germanismo, en especial el personificado por el ineludible Wagner. Que a Debussy no le valiera Wagner por razones patrióticas y estéticas, es entendible hasta para quienes podemos advertir en el uso de motivos conductores, en los efectos de color orquestal y en el discurso continuo del músico francés, una dosis de herencia wagnerista.
Dejo de lado las prosas indocumentadas de cronistas mediocres y atrevidos, cuya audacia fue hija primogénita de su ignorancia. Eran gentes que merodeaban por las redacciones periodísticas y a las cuales se arrojaban las migas de la merienda, la crítica musical, algo sin importancia, inferior a la relación de sucesos. De todos ellos sólo resultan rescatables los caricaturistas gráficos.
Lo importante en la relectura de las abundante prosa recogida y ordenada por Slonimsky va más a lo hondo y permanente en la historia de la música como historia del gusto musical. Algunos inteligentes críticos lo han admitido cuando la perplejidad los mantuvo alejados de todo entendimiento y hoy admitimos su legítima desazón. Es evidente que los últimos cuartetos y las últimas sonatas de Beethoven descolocaran a sus primeros oyentes (entre los cuales no estuvo el compositor, sordo perdido). Lo mismo en cuanto a los dramas líricos de Wagner, interminables y selváticos para muchos, a los que se suman los admiradores de Wagner que jamás pisaron un teatro de ópera, que haberlos húbolos. Nada digamos de las obras de Stravinski y Schönberg que contribuyeron a definir el siglo musical o las provocaciones de Russolo y demás futuristas con su “arte del ruido de las cosas”. El gusto estético está conformado, sobre todo, por los hábitos culturales. Una obra nos gusta si nos ofrece algo de lo que estamos dispuestos a gustar. Por lo contrario, nos despista, nos quedamos fuera, nos aburre, nos indigna o, en el mejor de los casos, nos pica la curiosidad y volvemos a ella hasta aprender a percibirla, a entender su código, a admirarla y, finalmente, con la ayuda de la diosa Fortuna o cualquier otra divinidad, a gustar de ella. No de la diosa sino de la obra.
Los mejores desazonados entendieron que las generaciones subsiguientes aceptarían como clásicas unas partituras inadmisibles para el gusto establecido en tiempos en que dichas partituras eran novedades. Stravinski y Schönberg pertenecen hoy al canon y no sublevan a nadie. Nuestros abuelos pronosticaron la instalación de un gusto futuro. Somos, en nuestro presente, aquel futuro.
Blas Matamoro